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Lo de votar a Vox
Tras el penúltimo bochorno de Vox en el Congreso a raíz de la propuesta para proteger del acoso a los mujeres que acuden a las clínicas del aborto, y tras las palabras de Olona al respecto y sobre qué pasa cuando a Vox le llaman fascista, me gustaría, siguiendo la estela de M. Rajoy, reivindicar la loable tradición de llamar a cada cosa por su nombre. Porque un vaso, es un vaso. Un plato, es un plato. Y un fascista, es un fascista. Y un fascista que llora cuando le llaman fascista y que justifica sus insultos con los insultos que recibe, es además un fascista hipócrita.
Antes de nada recordar que el derecho al aborto implica una capacidad de decisión, y esa capacidad de decisión implica una libertad. La anulación de ese derecho supone una imposición de un criterio propio y minoritario y, por lo tanto, una pérdida de libertad. E insultos como “infanticida”, “bruja” o “mataniños” tienen que tener consecuencias disciplinarias en el Parlamento.
Cuando hablamos de Vox estamos hablando de un partido político que se niega a condenar la dictadura franquista, que se niega a reconocer que durante la misma se cometieron crímenes de lesa humanidad, que recurre a lemas franquistas para celebrar buenos (y tristes) resultados electorales y que utiliza proclamas racistas, xenófobas y homófobas. Entonces quizás, y solo quizás, no se me vayan a indignar, Vox es un partido político fascista.
Porque decir que los inmigrantes “ilegales” son parte de los enemigos de España, vincularlos directamente con la criminalidad y recurrir a elementos propagandísticos como el cartel de la anciana y “el mena” (con nacionalidad canadiense, por cierto) es racismo y xenofobia. Como lo es defender la idea de que está teniendo lugar una invasión extranjera que está amenazando la cultura cristiana y occidental europea. Esta paranoia de que los inmigrantes son enemigos de la patria, responsables de los principales males de la misma y que amenazan una determinada identidad nacional construida de modo puramente racial y excluyente, junto con el riesgo existencial que implican los “socialcomunistas”, tiene, literalmente, cien años. Se escuchaba en la Italia de Mussolini o en la Alemania de Adolf. Si tu discurso ya se oía en regímenes dictatoriales fascistoides quizás, y solo quizás, eres un fascista.
Cuando tuvo lugar la triste denuncia falsa de una agresión sexual colectiva hacia un varón homosexual en Madrid, lo primero que hizo Vox fue vincular esa supuesta manada con la inmigración “ilegal”. Que la agresión grupal se había producido como consecuencia de la inmigración “ilegal” y que, por lo tanto, era culpa del Gobierno por “dejarlos entrar”. No aportaron pruebas de ello y, evidentemente, levantaron muchas críticas. Después, cuando los medios informaron de que la denuncia era falsa, Vox (y sus aparatos social-mediáticos individuales y colectivos) acusó, de nuevo sin pruebas, a esos mismos medios y al Gobierno de “organizar” todo aquél “montaje” para atacarles cuando las acusaciones infundadas partieron originalmente de su lado. Proclamar una verdad sin pruebas es proclamar una verdad absoluta. Al hacerlo sin hechos contrastados, le estás demandando a tu receptor una fe ciega, pero claro, la mafia y los sectarios son siempre otros.
Homofobia es afirmar que “Occidente se precipita al abismo” por permitir el matrimonio gay, que lo de los gays “no es amor, es solo vicio”, que “el orgullo gay es una jornada denigrante”, o que “si mi hijo es homosexual, preferiría no tener nietos”. Y es además homofobia hipócrita porque luego se condenan insultos homófobos de manifestaciones neonazis para después intentar reducir leyes LGTBIQ. Igualmente ignorante y homófobo es afirmar que los homosexuales “imponen su ley”. Defender y promover los derechos de colectivos vulnerables, como el colectivo LGTBIQ, es una de las muchas cosas que implica haber ratificado la Carta Internacional de los Derechos Humanos, el Tratado de Lisboa o el Convenio de Roma. Como lo es reconocer la violencia de género y luchar contra ella. Que la defensa y promoción de los derechos humanos sean considerados actos de imposición es igualmente otro argumento fascistoide.
Porque el Parlamento Europeo ha votado a favor de dos importantes proyectos legislativos que ahora la Comisión Europea tendrá que trabajar: convertir la violencia de género en eurodelito y proteger el matrimonio igualitario en toda la Unión. Estos importantes pasos se han conseguido con el voto en contra de toda la extrema derecha europea, Vox incluido, y con la abstención de parte del Partido Popular Europeo, entre la que se encuentran los eurodiputados del Partido Popular. El mundo avanza en una dirección, mientras Vox y el Partido Popular avanzan en la contraria.
Si Vox es un partido político que dice cosas de fascistas es porque la ciudadanía le ha convertido en la tercera fuerza política. La mera existencia de Vox impide poder afirmar que “todos los políticos son iguales”, porque por mucho que no gusten otras formaciones políticas, existe una diferencia abismal entre ellas y Vox: los derechos humanos. Y no, la libertad de expresión, opinión, pensamiento o conciencia (arts. 18 y 19 de la Declaración Universal) no amparan todos los discursos. Porque la construcción del Derecho Internacional de los Derechos Humanos se llevó a cabo para evitar que los antecedentes de la II Guerra Mundial (nazismo y fascismo), así como las atrocidades que se cometieron durante la misma, se vuelvan a repetir. Dichos artículos no son herramientas que se concibieran para justificar aquello con cuya construcción se pretende combatir, ni para abarcar discursos que vayan paradójicamente en contra del resto de la Carta Internacional.
Y “si todos los políticos son iguales”, o si “el principal problema de España son los políticos”, la reacción coherente sería ir a votar nulo. Pero utilizar esos argumentos para justificar o relativizar el voto a Vox convierte a uno, quizás no en fascista, pero si en ignorante.
Tras el penúltimo bochorno de Vox en el Congreso a raíz de la propuesta para proteger del acoso a los mujeres que acuden a las clínicas del aborto, y tras las palabras de Olona al respecto y sobre qué pasa cuando a Vox le llaman fascista, me gustaría, siguiendo la estela de M. Rajoy, reivindicar la loable tradición de llamar a cada cosa por su nombre. Porque un vaso, es un vaso. Un plato, es un plato. Y un fascista, es un fascista. Y un fascista que llora cuando le llaman fascista y que justifica sus insultos con los insultos que recibe, es además un fascista hipócrita.
Antes de nada recordar que el derecho al aborto implica una capacidad de decisión, y esa capacidad de decisión implica una libertad. La anulación de ese derecho supone una imposición de un criterio propio y minoritario y, por lo tanto, una pérdida de libertad. E insultos como “infanticida”, “bruja” o “mataniños” tienen que tener consecuencias disciplinarias en el Parlamento.