Hay tanto escrito ya sobre Gaza que cada línea de más alimenta un ruido cuyo eco debería resonar en Justicia. “Nos hemos escandalizado tantas veces dentro de un guión que saben cómo nos quejaremos y que tarde o temprano nos olvidaremos”, decía uno. Pero hay historias que hay que contar, o al menos intentarlo, ya que es díficil narrarlas desde mi acomodada perspectiva.
Intento casi a duras penas ponerme en la piel de un niño de 6 años para ilustrar la insostenible situación que estos sufren en Gaza. Imagino de la mano ilusión y nervios apoderándose de mi antes de comenzar el colegio; una vida y compañeros nuevos. Salir al parque a dar un par de toques a un balón, el bocadillo y la fuente siempre presentes. Ahora vislumbro todo un abanico de nuevas experiencias que entonces se abrían ante mis ojos.
Entre mis preocupaciones nunca estuvo que un día todo aquello pudiera desaparecer. Jamás imagine, ni en mis peores pesadillas, que un misil pudiera destrozar mi casa y quemar mi habitación, O que la escuela donde iba a jugar y a aprender fuese el único refugio al que acudir. Tampoco, que la ausencia de agua potable y un plato de comida en la mesa pudieran faltarme algún día.
Infancias destrozadas y vidas hipotecadas es la realidad que se vive en la Franja de Gaza. Acciones militares israelíes y lanzamiento de cohetes palestinos que no sólo se han cobrado la vida de medio millar de niños y han herido a un número seis veces mayor, sino que también han puesto en jaque a toda una generación de niñas y niños que ahora necesitan ayuda psicosocial para recuperarse de sus traumas.
Salama Shamali es uno de esos tantos jóvenes que ha sufrido las consecuencias de los ataques. Su historia permite comprender el drama del 82% de niños, que según Naciones Unidas viven en Gaza con el continuo temor del que siente la muerte pisando sus talones.
Cuenta la madre de este niño, que con 6 años ya ha vivido tres “guerras”, que tras la operación 'Pilar Defensivo' (2012) Salama no pudo dormir durante meses. “Solía levantarse por la noche y salía corriendo de casa imaginando que escapaba de un bombardeo que en realidad no estaba teniendo lugar”.
Los niños son un colectivo vulnerable y en el caso de Salama, jamás han vivido en una situación de relativa paz, por lo que no conciben otra vida más allá de ataques, misiles y cohetes. “Este año, cuando el fuerte bombardeo comenzó, Salama dejó de comer, y decía que sentía dolor en el pecho. Estaba tan preocupado que llegue a pensar que se moriría sólo por el miedo”, confiesa su madre a Arwa Mhanna, oficial de comunicación y medios de Oxfam.
Después de un mes de violencia y crisis en Gaza, las escuelas están repletas de cientos de miles de personas que buscan refugio. Las condiciones son horribles. Con la escasez de alimentos indispensables y el precario acceso al agua potable, la gente está aterrorizada. Las escuelas han sido bombardeadas incluso cuando las familias se refugian allí. La precariedad de tantas vidas no se puede describir con números o palabras.
A pesar de que mientras escribo estas líneas la tregua hace acto de presencia, ningún alto el fuego parcial devolverá a todos estos niños su infancia, lo único que les queda es la oportunidad de que algún día logren sobreponerse a sus miedos y tengan la vida que nosotros creemos normal, y que en Gaza esa canción suena a utopía. Algo que tan sólo puede llegará tras una paz duradera entre Israel y Palestina, así como con el fin del bloqueo de la Franja. Mientras la Comunidad Internacional y líderes como Mariano Rajoy no hagan todo lo posible para conseguir dichos mínimos, será muy difícil que la población de Gaza recupere la vida que un día les fue arrebatada.
Hay tanto escrito ya sobre Gaza que cada línea de más alimenta un ruido cuyo eco debería resonar en Justicia. “Nos hemos escandalizado tantas veces dentro de un guión que saben cómo nos quejaremos y que tarde o temprano nos olvidaremos”, decía uno. Pero hay historias que hay que contar, o al menos intentarlo, ya que es díficil narrarlas desde mi acomodada perspectiva.
Intento casi a duras penas ponerme en la piel de un niño de 6 años para ilustrar la insostenible situación que estos sufren en Gaza. Imagino de la mano ilusión y nervios apoderándose de mi antes de comenzar el colegio; una vida y compañeros nuevos. Salir al parque a dar un par de toques a un balón, el bocadillo y la fuente siempre presentes. Ahora vislumbro todo un abanico de nuevas experiencias que entonces se abrían ante mis ojos.