En un post anterior veíamos algunos interrogantes sobre el curso futuro que podría llevar una Cataluña independiente. Mientras esperamos alguna respuesta, centrémonos en el panorama institucional catalán a día de hoy, cuya calidad (relativa a la media española) puede servir de aproximación sobre la evolución de las instituciones catalanes post-secesión (esto es, de si éstas mejorarían o empeorarían al “catalanizarse” las estructuras estatales en el territorio).
Es muy difícil medir la calidad de las instituciones a escala nacional, dificultades que se acrecientan en el ámbito regional, puesto que la calidad de la acción pública resulta de la interacción de las instituciones estatales y las regionales. No conocemos ningún estudio detallado y con la amplitud suficiente que trate esta cuestión en España. En todo caso, sí cabe hacer algunas aproximaciones generales, basadas en algunos determinantes tradicionales de buena institucionalidad, y encuestas realizadas a la población sobre cuestiones relacionadas con las instituciones.
Entre las variables que podrían indicar mejor calidad institucional en Cataluña, una posible sería el peso de la sociedad civil. Tradicionalmente este factor actúa como contrapeso del poder político, y puede contribuir por esta vía a una buena institucionalidad. No es fácil identificar estadísticas que respalden una superioridad catalana en este ámbito, según el tradicional argumento del nacionalismo catalán; pero aceptemos, basado en la evidencia de los últimos años (por ejemplo la fortaleza de movimientos como Òmnium Cultural y la Asamblea Nacional de Cataluña, cuya influencia sobre el poder político parece haber sido notable), que pueda ser plausible. Tras sus mejoras en los últimos años, Cataluña también parece estar entre las CCAA más transparentes en su acción de gobierno (pg 9).
Sin embargo, otros factores podrían apuntar en sentido contrario. Distintos trabajos académicos (ver por ejemplo aquí) apuntan a una correlación entre las fracturas sociales (como las que está sufriendo Cataluña alrededor del “procés”) y una calidad más baja de las instituciones. Por otra parte, las percepciones de los ciudadanos catalanes sobre la calidad de los servicios prestados por su región, la corrupción y la capacidad de sus medios de comunicación de destapar casos de corrupción son menos favorables que la media española. En cuanto a la propensión a la corrupción, el reguero de casos recientes en Cataluña (Palau, Millet, Pujol, sanidad catalana, financiación CDC…) parece ser indicativo (cuantitativa y cualitativamente) de patrones similares a los de la España no catalana; obsérvese además que, casualmente o no, los escándalos catalanes se centran en el ámbito autonómico: la Administración Central presta en Cataluña servicios públicos muy significativos (Agencia Tributaria, poder judicial), sin que se conozcan en tiempos recientes casos de corrupción relevantes asociados a ellos.
Baste este repaso (necesariamente breve por razones de espacio) para constatar que la evidencia directa e indirecta sobre calidad institucional relativa de Cataluña vs resto de España es en el mejor de los casos muy ambigua. Ello sugiere (mucha) precaución a la hora de hablar, por ejemplo, sobre los costes (institucionales) de seguir en España como argumento pro-secesión (los “costes de seguir en Cataluña” bien podrían ser aún mayores). “Ho farem millor perque som millors” no es, a la luz de lo anterior, una conclusión lógica basada en evidencia empírica, sino una declaración de fe asentada en un prejuicio.
Donde Cataluña sí es excepcional es en su evolución institucional reciente. En el resto de España, de manera aún titubeante y desigual por territorios, algunas situaciones de abuso, ineficiencia, corrupción etc., desde el poder político están comenzando a recibir un castigo notable, tanto en el ámbito político y mediático como en el judicial. Se aprecian cada vez con mayor regularidad el tipo de situaciones incómodas para los partidos gobernantes tradicionalmente indicativas de que –aunque mejorables- los mecanismos institucionales funcionan.
Sin embargo, en Cataluña la institucionalidad ha sufrido una notable degradación en los últimos años, al calor del proceso independentista. Fenómeno que el propio “procés” ejemplifica perfectamente: una iniciativa construida sobre la base de que la “nación catalana” (léase la mayoría simple en el Parlament) puede decidir lo que le venga en gana al margen de las normas (Constitución y Estatuto) que los propios catalanes aprobaron en su momento. Así, mientras el Estatuto de Autonomía sólo se puede reformar por mayoría parlamentaria de 2/3, la independencia en la Cataluña oficial se proclama aparentemente por mayoría simple. Pocas cosas más dañinas al espíritu de la buena institucionalidad que esta pretendida capacidad del “pueblo” de decidir sobre todo por mayoría de la mitad más uno.
Cabe añadir que las vías institucionales que permitirían canalizar las demandas sobre el “derecho a decidir”en el ordenamiento jurídico español no han sido siquiera utilizadas: a día de hoy, el Parlamento español no ha recibido aún propuesta alguna del Parlamento catalán para una reforma constitucional que acoja el derecho de secesión. Y este no es un detalle menor: al margen de lo que hubiese decidido el Congreso español (spoiler: con seguridad lo habría denegado), el seguimiento de los cauces legales establecidos es lo mínimo que se puede pedir a un proyecto que se pretende institucionalmente mejor al actual. Por otra parte, aunque se pueda dudar de la eficacia o valor terapéutico del debate parlamentario, éste es infinitamente mejor que la discusión a través de mensajes de cara a la galería cruzados en la prensa o las redes sociales, y le otorga al problema la solemnidad y relevancia que merece. Es en último término una cuestión de legitimidad: la que tiene el marco actual (indiscutible aunque algunas de las quejas desde Cataluña puedan compartirse), y la que pierde la iniciativa autodeterminista al no utilizarlo.
El resto del panorama institucional catalán deja otros elementos preocupantes. Para caracterizarlo, basta el siguiente ejercicio mental: supongan que se crease en España un movimiento social por la declaración de la religión católica como oficial del país, declaración que se pretendiera hacer por mayoría simple en el Parlamento (en realidad, exige un cambio en la Constitución); supongan que el PP, que no llevaba la “reconfesionalización” de España en su programa de 2011, se aliase con otros movimientos catolicistas para formar la lista “Juntos por la Iglesia” (JxI) en defensa de esas tesis, de cara a las elecciones de 2015; y ahora supongan que el Gobierno del PP hiciese lo siguiente:
- colocar un logo en TVE casi igual que el de la lista “Juntos por la Iglesia”
- despedir al director de RTVE, sin más razón aparente que ser de una facción del PP que no comparte las tesis de “Juntos por la Iglesia”
- contarnos desde una cuenta twitter del Gobierno español las novedades de la lista “Juntos por la Iglesia”
- retransmitir en directo las manifestaciones de los movimientos que apoyan la “reconfesionalización” de España
- utilizar su poder municipal para poner en marcha el movimiento “Asociación de Municipios por la Iglesia”, que se sirve de los impuestos de los vecinos españoles para apoyar la oficialidad del catolicismo en España
Prescindiendo de qué les pueda parecer el PP o la vuelta a un Estado confesional, piensen cómo valorarían la calidad institucional de un país donde el dinero del contribuyente se pudiese utilizar así. Ahora sustituyan PP por CDC, España por Cataluña, JxI por Junts pel Si, y la reconfesionalización de España por la independencia de Cataluña. Así están las cosas a día de hoy.
¿Es plausible que este panorama actual de las instituciones catalanas dé paso al prometido nirvana institucional post-independencia? Reconozcamos primeramente que en algún ámbito parece probable: por ejemplo, la rendición de cuentas de los políticos catalanes a sus votantes bien podría mejorar al perderse la coartada del malvado “Madrid”, sistemáticamente culpabilizado de las disfunciones, ineficiencias y comportamientos irregulares del mundo político catalano-nacionalista.
Pero fuera de ese particular (y no muy alentador) ejemplo, las proyecciones de mejora institucional post-independencia parecen puro voluntarismo: los políticos catalanes podrán –llevados de un cívico patriotismo- pactar instituciones mejores que permitan a la ciudadanía controlarlos más de cerca… o tal vez prefieran no hacerlo; el fervor popular nacionalista podrá reconducirse hacia una sana presión social al poder político catalán… o contaminar de nacionalismo populista las instituciones estatales catalanas; los defectos institucionales de Cataluña-en-España podrán reducirse post-independencia, aprovechando el margen de mejora existente –o acentuarse, ante la inexistencia de contrapesos externos al poder político catalán. Y así sucesivamente: puede que sí y puede que no, sin que exista evidencia aparente que apoye los escenarios más favorables –y sí varios elementos como mínimo para una seria reflexión sobre la verosimilitud de los peores. Lo que es seguro es que el propio “procés” ha generado una dinámica de perceptible deterioro institucional en Cataluña que condicionará el corto y posiblemente el medio plazo; y se hace muy difícil ver cómo tras esta política de “tierra quemada” hacia las instituciones hispano-catalanas podrían aparecer sin solución de continuidad los deseados “brotes verdes” institucionales de la Cataluña independiente.
Nada impide, por supuesto, que algunos se hagan esa composición de lugar personal, añadiendo la mejora institucional a las venturas asociadas en su mente a la independencia. Pero hay una gran distancia entre los deseos o prejuicios propios y los argumentos serios, presentables a terceros, en este debate. La que separa el thinking del wishful thinking.