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Las cicatrices del desempleo

Más allá del sentido común, hay muchos indicios de que el desempleo de larga duración es una experiencia devastadora con importantes consecuencias en el ciclo vital y en todos los indicadores relevantes de bienestar, incluida la salud y, particularmente, la salud mental.

Aunque no siempre se refleje en diagnósticos clínicos, perder el trabajo está relacionado con síntomas como la depresión o la ansiedad (aquí). Se ha estimado que un aumento del 1% del paro provocaría un incremento en los suicidios del 0,8% entre los menores de 65 años (aquí). ¿Por qué? La reducción de los ingresos que conlleva perder el trabajo limita la inversión en la salud propia (por ejemplo en alimentación de calidad, cuidados y servicios médicos). Además, el desempleo puede favorecer la adopción de malos hábitos (fumar, consumo de alcohol) para lidiar con la frustración y, entre otros efectos, desordena el uso del tiempo, dificulta el mantenimiento de contactos sociales, reduce la actividad física y daña la auto-estima.

El interés de economistas, epidemiólogos, psicólogos y sociólogos por desentrañar la relación entre desempleo y salud mental viene de lejos, aunque el volumen de trabajos sobre esta materia es contra-cíclico. No es casualidad que sea durante las grandes crisis del empleo cuando más trabajos abordan este tema (los años treinta, setenta y, a nadie le extrañará, en la actualidad).

Casi todos los estudios tienen dos retos pendientes: ¿es el desempleo la causa o la consecuencia de estos desórdenes?, ¿se resuelven estos problemas con la reincorporación al mercado laboral o, por el contrario, el desempleo deja cicatrices en la salud mental?

El huevo o la gallina: ¿es el desempleo la causa o la consecuencia del desorden?

¿Qué precede a qué?, ¿el huevo o la gallina? Se sabe que las personas desempleadas tienen peor salud mental que los ocupados, pero es difícil saber si esto es así por la pérdida de su trabajo (el desempleo como causa del deterioro de la salud mental) o si las personas con algún tipo de desorden mental son más propensas a quedar en situación de desempleo (efecto de selección al desempleo). Dicho de otro modo, si el riesgo de caer en desempleo no es aleatorio, la pérdida del trabajo podría no ser causa si no consecuencia del deterioro de la salud mental (aquí).

Distinguir entre relaciones de causalidad y de selección es complicado. Para hacerlo, algunas investigaciones se centran en analizar a episodios que envían al desempleo a un gran número de trabajadores sin discriminar por sus características individuales. Así es como en un estudio clásico de los años treinta, Paul Lazarsfeld confirmó la incidencia del desempleo en la salud mental estudiando una pequeña población austriaca llamada Marienthal cuando el cierre de una planta textil que dominaba la economía local dejó en desempleo a uno de cada dos trabajadores locales. Pero no siempre es fácil encontrar contextos tan idóneos. Por eso, otros trabajos han recurrido a analizar lo que sucede tras el estallido de burbujas (aquí) o durante las crisis más en general (aquí), episodios en los que no sólo los más vulnerables pierden su empleo.

Las investigaciones más fiables, que usan muestras amplias y siguen a individuos a lo largo del tiempo, han podido confirmar que, efectivamente, más allá del efecto de selección mencionado, el desempleo favorece un deterioro significativo de la salud mental (aquí).

¿Se resuelven estos problemas con la reincorporación al mercado laboral?

Este deterioro de la salud mental de los parados podría no ser solo un problema de corto plazo que se resuelve con la reincorporación en el mercado laboral. El desempleo parece implicar una pérdida de bienestar mental duradera en el tiempo que se manifiesta incluso entre quienes con el tiempo se reinsertan en el mercado laboral de forma estable.

Podemos aproximarnos a este problema gracias a los datos de la Encuesta Social Europea (ESS), una de las infraestructuras estadísticas más importantes de Europa en la que, por cierto, la participación de España podría estar en riesgo. En su séptima ola (2014), la ESS incluyó una batería de preguntas sobre el comportamiento de los individuos y sobre síntomas emocionales y psicológicos inspirados en la literatura epidemiológica sobre la salud mental de las poblaciones (aquí). En el cuestionario se pedía que los entrevistados informaran sobre la frecuencia con la que, durante semana anterior a la realización de la encuesta, se sintieron deprimidos, tristes, agotados, solos, sintieron que todo representaba un esfuerzo o que no disfrutaban de la vida.

Transformando estos indicadores en un índice sintético de salud mental, podemos calcular la pérdida de quienes han sufrido episodios de desempleo en el pasado frente a quienes nunca han estado en paro. Lo interesante, además, es no tanto calcular el deterioro de la salud mental de los parados en el momento de realizarse la encuesta sino el de quienes, habiendo padecido desempleo en el pasado, lo han superado y disfrutan de un puesto de trabajo estable con un contrato indefinido. Esto es lo que se ve en el siguiente gráfico, que expresa la pérdida (en porcentaje) en salud mental que padecen quienes declaran haber pasado por experiencias de desempleo de tres, doce meses o cinco años con respecto a quienes nunca han conocido el paro. Como este análisis está hecho para trabajadores que reintegrados en el mercado laboral, la brecha entre los grupos reflejaría la cicatriz que deja el desempleo en la salud mental.

Las conclusiones son alarmantes. Haber estado desempleado 3 meses en el pasado reduce la salud mental de los ocupados en un 1,5%. Cuando el paro fue de larga duración, el deterioro de la salud mental es de entre el 4,2% y el 5,1% (para quienes sufrieron desempleo durante 12 meses y 5 cinco años respectivamente).

Queda claro, por tanto, que el desempleo de larga duración es una experiencia transformadora (y devastadora) para quienes lo padecen y que recuperar la estabilidad laboral no lo remedia completamente. Pasar más de un año en paro deja marcas en la salud mental que se mantienen incluso entre las personas que con posterioridad han conseguido un contrato estable y no tienen problemas incapacitantes de otro tipo. Ello debería animar a abordar el problema de desempleo de una forma más integral que trascienda de la dimensión puramente laboral. España se encuentra en una peor posición relativa para tratar estas disfunciones ya que las diferencias entre países en la intensidad del efecto del desempleo sobre la salud mental parecen deberse a la configuración de los estados del bienestar (aquí) y en el tipo de iniciativas que complementan a las políticas activas de empleo.

Cada vez es más evidente que la vulnerabilidad es una condición compleja que pone a los individuos en riesgo a través de múltiples mecanismos. Y las respuestas deben tenerlo en cuenta.

Más allá del sentido común, hay muchos indicios de que el desempleo de larga duración es una experiencia devastadora con importantes consecuencias en el ciclo vital y en todos los indicadores relevantes de bienestar, incluida la salud y, particularmente, la salud mental.

Aunque no siempre se refleje en diagnósticos clínicos, perder el trabajo está relacionado con síntomas como la depresión o la ansiedad (aquí). Se ha estimado que un aumento del 1% del paro provocaría un incremento en los suicidios del 0,8% entre los menores de 65 años (aquí). ¿Por qué? La reducción de los ingresos que conlleva perder el trabajo limita la inversión en la salud propia (por ejemplo en alimentación de calidad, cuidados y servicios médicos). Además, el desempleo puede favorecer la adopción de malos hábitos (fumar, consumo de alcohol) para lidiar con la frustración y, entre otros efectos, desordena el uso del tiempo, dificulta el mantenimiento de contactos sociales, reduce la actividad física y daña la auto-estima.