Este martes los americanos elegirán a su nuevo presidente, a su Cámara de Representantes, y a un tercio del Senado. Aunque en las últimas semanas las encuestas han apuntado a una mayor incertidumbre acerca del resultado final, gracias especialmente a la recuperación de la intención de voto de Trump entre los republicanos, Clinton sigue siendo la clara favorita para ganar la presidencia. Con mayor incertidumbre, es posible que los demócratas recuperen el control del Senado (si Clinton gana, sólo necesitarían ganar a cuatro senadores de los venticuatro republicanos que este año terminan mandato), pero es prácticamente imposible que lo hagan de la Cámara de Representantes, fundamentalmente por dos razones: los últimos rediseños de los distritos (gerrymandering) favorecen de manera desproporcionada a los republicanos, y los demócratas concentran cada vez más el voto en distritos muy densamente poblados, donde ya ganan y donde por tanto tienen muchos votos desperdiciados.
El próximo miércoles sabremos si se cumplen o no estas predicciones. Aquí no me voy a fijar en lo que dicen las encuestas, ni en las claves que decidirán el resultado final (ayer publicamos este artículo sobre ello), sino en algunos patrones más estructurales que, con independencia del resultado concreto del martes, creo que son centrales para entender estas elecciones, y las dinámicas políticas americanas del medio y largo plazo.
1. La intensificación de la polarización partidista
El concepto de polarización partidista se usa para referirse a tres procesos diferentes, aunque complementarios entre sí: primero, a que las identidades partidistas de los votantes cada vez definen con mayor nitidez las posiciones políticas y el comportamiento electoral de estos votantes; segundo, que los representantes políticos de cada partido son cada vez más parecidos entre sí, y más diferentes de los del otro partido; y tercero, que la distancia ideológica entre los partidos es cada vez mayor.
El aumento de la polarización no es nuevo y la mayor parte de los politólogos que lo han estudiado lo ubican el inicio de este proceso alrededor de los años 70. En los Estados Unidos 'anteriores a la polarización', no era infrecuente encontrar representantes demócratas “conservadores” y republicanos “progresistas”, que hacían que en el Congreso, más que dos partidos, hubiera un continuo de posiciones ideológicas de políticos con diferentes prioridades, que permitían la construcción flexible de coaliciones entre congresistas de los dos partidos para sacar adelante propuestas legislativas. En aquel contexto, era además costoso presentar a candidatos ideológicamente extremos, porque los votantes más centristas de tu muy heterogéneo partido te podían dar la espalda. Es lo que le ocurrió al republicano Goldwater en el 64, o al demócrata McGovern en el 72.
El hecho es que en las últimas décadas los partidos americanos se han ido polarizando cada vez más. Sus candidatos en todos los niveles de gobierno son cada vez más extremos (especialmente en el lado republicano), y más diferentes de los del partido rival. Las causas de este proceso de polarización son objeto de debate (en este excelente libro, los politólogos McCarty, Poole y Rosenthal analizan cuidadosamente varias hipótesis, y acaban defendiendo la tesis que el principal responsable es el incremento de la desigualdad económica), pero en todo caso el hecho de que sea un proceso que ya lleva varias décadas en marcha nos debería hacer cautelosos a la hora de culpar a “internet” o las malvadas “redes sociales” de ello, como escuchamos casi cada día.
Es evidente que la mayor polarización tiene consecuencias directas para la competición electoral, y estas elecciones están siendo un claro ejemplo de ello. Para los partidos pasa a ser más importante movilizar a los votantes propios que tratar de convencer a los de enfrente. Y el coste de presentar a candidatos radicalizados no es tan grande.
Los republicanos presentan a Donald Trump, alguien que defiende posiciones extremas en muchos temas, sin apoyos en la estructura orgánica de su partido (incluso con la oposición abierta de la muchos de sus líderes), y con el rechazo unánime de la prensa moderada del país. Sin embargo, eso apenas se traduce en pérdidas de votos entre su electorado. Aunque los casos de republicanos que van a cambiar su voto asustados por la posibilidad de una victoria de Trump reciban mucha atención mediática, la realidad es que el grueso de los votantes republicanos votará a Trump. De acuerdo con la última encuesta del Washington Post, sólo un 6% de los votantes republicanos votarán a Clinton, menos incluso que el 7% de los votantes demócratas que lo harán por Trump.
A continuación hablaré de algunos de los cambios de preferencias políticas que estamos observando en esta campaña y del nuevo proceso de “realineamiento político” del que estas elecciones forma parte, pero a menudo exageramos la magnitud de estos cambios. Al fin y al cabo, el mejor predictor de querer votar a Trump ahora es haber votado a Romney cuatro años atrás.
2. Hacia un nuevo realineamiento electoral
Este ciclo político también marca la aceleración del cambio en la composición de coaliciones sociodemográficas que sostienen a cada partido. El partido demócrata es cada vez más el partido de las ciudades, de las mujeres, de los jóvenes y de las minorías. Y el partido republicano, el partido de la América rural y de los blancos, especialmente los de más edad.
De nuevo, aunque se culpe al populismo de Trump de la aparición de un nuevo eje de conflicto político, estas tendencias anteceden a este ciclo político, y lo más probable es que no desaparezcan cuando Trump ya no esté. Este realineamiento tienen algunas consecuencias curiosas, como que es muy posible que Ohio deje de ser “nuestro Aragón”. Al pesar cada vez más la raza, y al ser un estado más blanco que el conjunto del país, deja de ser representativo del conjunto. Así, la mayor parte de las encuestas dan ganador a Trump en Ohio, pero perdedor en el conjunto del país.
Así pues, la edad, el sexo, la raza y la geografía parecen ser determinantes cada vez más importantes del voto. ¿Y las variables económicas? ¿Hasta qué punto el éxito de Trump tiene que ver con el deterioro de las condiciones de vida de una parte de la población? Es cierto que las zonas económicamente más prósperas del país tienden a ser territorios más hostiles a Trump, y que Trump mejora significativamente los anteriores resultados de los republicanos en las zonas más deprimidas. Pero esto no quiere decir, como los politólogos americanos se han cansado de repetir, que ahora los votantes republicanos sean los más pobres y los de Clinton, los más ricos.
El argumento de que las guerras culturales (los conflictos sobre la moral, el cosmopolitanismo, etc.) han derechizado a los pobres es periodísticamente muy atractivo, pero la evidencia que lo apoya es muy débil. Sí, entre los votantes blancos el nivel educativo está relacionado con una mayor probabilidad de votar demócrata, pero ni los votantes de Trump son más pobres que el resto, ni es cierto que, dentro de las zonas económicamente más pobres, sean los más vulnerables los que apoyen a los republicanos (de hecho es justo al contrario).
Creo, en todo caso, que es un error deducir a partir de la (poca) relación entre sufrimiento económico personal y el voto a Trump que la evolución del bienestar económico sea irrelevante para entender las nuevas tendencias de voto. Que la nueva polarización tenga un fortísimo componente geográfico seguramente tiene algo que ver con cómo los cambios económicos estructurales están afectando de forma diferente a unos contextos y a otros.
3. El futuro: ¿crisis institucional permanente?
La polarización política en un marco institucional como el americano de fuerte separación de poderes, en el que muchos actores tienen capacidad de veto en el proceso político, tiene una consecuencia bastante predecible: la parálisis y el bloqueo institucional. Mucho de esto ya lo hemos visto durante la presidencia de Obama, y lo más probable es que esto continúe o se intensifique en el futuro.
Como decíamos al principio, es posible que los demócratas recuperen la mayoría en el Senado (pero no en la Cámara de Representantes) lo que temporalmente contribuya a suavizar las relaciones entre poderes. Pero quizá más importante para el medio y largo plazo es el hecho de que esta campaña ha servido para articular políticamente las posiciones más extremas y menos proclives a la negociación, especialmente en el campo republicano. Si el sistema americano de gobierno depende, como tantas veces se ha dicho, de partidos ideológicamente débiles que permiten la existencia de posiciones intermedias propensas a la negociación y al intercambio entre los bloques, tanto el aumento de la polarización partidista como el nuevo realineamiento electoral son noticias preocupantes.