Hasta desde el Gobierno se reconoce que el “gran desafío” de nuestro país es la ejecución de los miles de millones de fondos de recuperación que vamos a recibir de Europa en los próximos meses. Los precedentes no son buenos. España está a la cola en la capacidad de absorción de los fondos que nos llegan de Bruselas regularmente. Ejecutamos sólo el 45% de lo presupuestado, sólo por detrás de Italia (44%) y muy lejos del mejor implementador: Finlandia (79%). Y, si nos cuesta lidiar con el dinero regular de los fondos estructurales, gestionar los hasta 140.000 millones que extraordinariamente podemos llegar a obtener parece una misión titánica. Hay que organizar, acelerar y engrasar convocatorias de licitaciones para inversiones públicas, subvenciones y todo tipo de convenios.
Este reto debería ser una oportunidad para modernizar el diseño e implementación de las políticas públicas en España que, en estos momentos, sufren dos grandes problemas. Dos agujeros negros en dos puntos fundamentales del circuito de las políticas: ausencia de planificación (técnico-política) a largo plazo; y ausencia de evaluación de las políticas públicas. Vayamos por partes.
1.Planificación de las políticas a largo plazo
En España se gobierna más mediante decretos impuestos que mediante leyes pactadas con otras fuerzas políticas. Pero eso es sólo la punta del iceberg de un problema más hondo: cuando el parlamento español ha ganado relevancia objetiva (porque se han acabado las mayorías absolutas) es justo cuando menos poder tiene.
España ha pasado de ser el Reino Unido (con dos grandes partidos alternándose en el poder) a Países Bajos (con 15 partidos de todos los tamaños y colores) en un suspiro en términos históricos. Hemos transitado de un bipartidismo de facto (seguramente, el más puro en Europa occidental después del británico) a un multipartidismo extremo (en línea con el neerlandés y camino del parlamento de taifas israelí). Y, a diferencia de los holandeses, escandinavos y otros países acostumbrados a la disciplina de la métrica parlamentaria, a los españoles nos falta práctica de negociación en el Congreso para atar presupuestos a corto plazo; y también nos faltan instituciones parlamentarias, formales e informales, para diseñar políticas públicas a largo plazo.
“Piensa en cualquier política icónica del bienestar de los países nórdicos: la 'flexiguridad' danesa, las pensiones suecas, etc...”, me dijo un experto sueco en políticas públicas, “detrás de todas ellas hay una comisión parlamentaria”. Es decir, una consulta sistemática a expertos, que presentan diversas vías de actuación para atender a un problema de fondo, o “de Estado” como nos gusta llamarlo a nosotros, una cuestión que, de forma más particular que otras políticas, puede afectar a largo plazo a una o varias generaciones de ciudadanos.
Los expertos proponen, pero los políticos disponen. Son los partidos políticos los que, en pactos más o menos amplios, adoptan la política que mejor casa los argumentos técnicos de los expertos con sus razones políticas. Porque, en las pensiones o las relaciones laborales, por citar dos cuestiones de relevancia en el debate español de estas semanas, no hay soluciones técnicas y asépticas, sino que todas implican costes (o beneficios) concretos para unos colectivos (empresarios, trabajadores, jubilados hoy o mañana). Así, en función del color de la mayoría parlamentaria, sus señorías eligen, de entre el abanico de escenarios proyectados por los expertos sobre la base de distintas vías de acción (ej. mochila austríaca, contrato único) el que más ajusta a sus preferencias. Con un parlamento más de izquierdas saldrá una política más de izquierdas; con uno de derechas, una más de derechas. Pero difícilmente saldrá una política radicalmente de izquierdas o derechas.
En España no hay cultura de estas comisiones. Las nuestras son más inquisitivas – sobre escándalos de corrupción del partido de turno – que exploradoras – sobre reformas a futuro –. Las nuestras son más particulares – sobre casos concretos – que generales – sobre políticas amplias –. A nosotros nos gusta traer a divertidos comparecientes como el excomisario Villarejo antes que a aburridas expertas internacionales sobre un tema.
Es cierto que esta dinámica puede cambiar, pero no es menos cierto que esta dinámica ya podría haber cambiado y, de momento, se ha logrado poco. Y, en algunos casos, hemos dado algún paso atrás. Por ejemplo, a juicio de varios expertos en pensiones, el espíritu apartidista y técnico del Pacto de Toledo inspira cada vez menos las reformas de las pensiones en nuestro país.
2. Evaluación de las políticas.
Es el grito más repetido entre los estudiosos de las políticas públicas en España: no evaluamos su impacto real en la sociedad. No es tarea fácil. ¿Cómo se mide el rendimiento de un policía? ¿por el número de casos resueltos? Entonces, posiblemente se concentrará en los fáciles, desatendiendo los crímenes más difíciles. Ni tan siquiera podemos evaluar el desempeño público en las actividades más cotidianas, como tiempo en el que una ambulancia tarda en llegar hasta una persona que ha sufrido un ataque al corazón y conducirla a un centro médico. Recordemos qué ocurrió en algunas zonas sanitarias del Reino Unido: algunas ambulancias se negaban a responder las llamadas de auxilio cuando venían de barrios alejados de un hospital y que, por tanto, les podían arruinar las estadísticas.
Pero, precisamente porque es complicado, debemos invertir esfuerzos en evaluar el efecto que tiene el dinero público (de todos) que los políticos han decidido gastar en X. Los cursos de formación para desempleados, una de las políticas con más historia (y, por tanto, datos) en nuestro país es un ejemplo. Una evaluación moderna, como la que se sugiere desde la Comisión europea, consistiría en averiguar si realmente la gente que atiende un curso de formación (en programación, macramé o lo que fuere) es más empleable después. Para eso no basta con comparar las tasas de empleabilidad de los desempleados que asistieron al curso (pongamos que un 60% consiguió trabajo 6 meses después) con la media de empleabilidad del resto de parados (pongamos que sólo el 20% estaba trabajando 6 meses después), lo que nos podría dar una imagen falsamente positiva, sino que hay que comprobar que efectivamente atender al curso fue clave para que esas personas consiguieran el trabajo. Si, por ejemplo, quienes se apuntaron al curso ya tenían un gran potencial de empleabilidad – porque estaban más formados, eran mujeres de cierta edad particularmente motivadas, etc.. – entonces, dicho en plata, el Estado podría haberse ahorrado ese curso de formación y el resultado hubiera sido el mismo.
Es decir, ese dinero se podría haber invertido en, por ejemplo, un subsidio de desempleo (o un Ingreso Mínimo Vital) más generoso. Una evaluación seria exige controlar por todos estos factores, ya sea mediante experimentos o comprobando la trayectoria laboral de personas casi idénticas con la sola diferencia de que unas atienden el curso y otras no.
Con alguna excepción puntual, esto no ocurre en España. En teoría, esto va a cambiar completamente, tal y como nos aseguran los responsables políticos de gestionar los fondos Next Generation. Pero, de nuevo, esto ya iba a cambiar hace mucho tiempo, con la potente agencia de evaluación de políticas públicas de la que se dotarían tanto la administración general del Estado como las CCAA. Y, como de costumbre, esas promesas no se han cumplido.
Ahora será diferente, nos repiten. Ahora, de verdad, las cosas van a ser distintas. Quizás, pero permitan que mantenga un cierto escepticismo.