Recientemente, en el debate público sobre feminismo se ha introducido, desde posturas autoproclamadas como liberales, el concepto de “feminismo liberal”. Se aduce que el feminismo (a secas) pretende, en aras de la igualdad, restringir la libertad de decidir de las mujeres. Incluso llegan a decir que, al querer restringir la libertad de las mujeres, el feminismo yerra porque “sin libertad no hay igualdad”. De esta manera, por ejemplo, quieren enmarcar el debate sobre la maternidad subrogada o la prostitución en el debate de “libertad para decidir”. El feminismo, en cambio, niega que en la mayoría de esos casos exista libertad para decidir. Es más; el feminismo, en realidad, dice: “sin igualdad no hay libertad”. La discrepancia entre “sin libertad no hay igualdad” (liberales) y “sin igualdad no hay libertad” (feminismo) depende de a qué llamamos libertad y a qué llamamos igualdad. Y la cuestión es que ambos conceptos (libertad e igualdad) son diferentes para el feminismo (a secas) y para el liberalismo.
El feminismo siempre ha desconfiado del liberalismo. Esta desconfianza es histórica y nace de la concepción de libertad individual que defiende el liberalismo, que se puede resumir en “que el Estado se pare a la puerta de mi casa (y de mi hacienda)”. El liberalismo del siglo XIX pensaba que los derechos de las mujeres ya estaban asegurados a través de los de sus maridos y padres porque, a pesar de su defensa de la libertad y del individualismo, para los liberales la familia era (¿es?) un órgano monolítico. Es decir, la libertad que propugnaban era para los hombres. La ciudadanía era para los hombres. Ni libertad ni ciudadanía eran conceptos inclusivos: solo los hombres eran los ciudadanos libres. Esto ya lo sabían Olympe de Gouges cuando redactó la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana en 1791 y Mary Wollstonecraft cuando escribió la Vindicación de los derechos de la mujer en 1792. Dirán algunos que me remonto muy atrás. Baste recordar que las mujeres españolas pudieron votar en 1933 por primera vez (gracias a Clara Campoamor) y que las suizas tuvieron que esperar a ¡1971! para poder hacerlo. Para el liberalismo clásico las mujeres quedaban confinadas al ámbito doméstico; esfera en la cual el liberalismo siempre ha negado al Estado jurisdicción alguna. La esfera privada de la vida, según el liberalismo, es una cuestión prepolítica. Es decir, lo que sucede dentro de la familia queda fuera de la ley. Este pensamiento es netamente contrario al feminismo. ¿Por qué? Porque las desigualdades entre hombres y mujeres en la esfera pública se alimentan de las desigualdades dentro de la familia; es decir, en la esfera privada. Lo que el feminismo destaca y el liberalismo niega es que las estructuras tradicionales de organización de la familia son la base de las estructuras socioeconómicas que sostienen las desigualdades entre hombres y mujeres. Por eso el feminismo dice que la esfera privada no es tal, sino una parte más de la organización política de nuestra sociedad y, por eso, el Estado debe intervenir. Es decir, según el feminismo, el aserto “no hay igualdad sin libertad” es una falacia porque la igualdad es una condición necesaria para poder ejercer y practicar la libertad. Como decía Clara Campoamor “la libertad se aprende ejerciéndola” y para ejercerla, se necesita de la igualdad.
El feminismo defiende que el Estado debe intervenir para cambiar el contrato sexual pre-existente sobre el que descansan las discriminaciones en la esfera pública. Pero ese Estado al que apela el feminismo no es –ni puede serlo por su propia definición— el Estado liberal, sino el Estado social y Democrático de Derecho. Porque el Estado social –no así el Estado liberal-- entiende que hay derechos sociales que hay que asegurar para que exista igualdad y, por tanto, se pueda ejercer la libertad. Y el Estado interviene en forma de leyes como la Ley de Igualdad o la Ley de Conciliación de la Vida Familiar y Laboral. ¿Y por qué debe intervenir? Porque cada persona, por separado, no puede cambiar el funcionamiento social que toma como dado el contrato sexual. Cada persona por separado no puede cambiar la costumbre. Y no puede porque hay, como dicen los economistas, un problema de coordinación y falta de compromiso individual. Esto se ve muy claramente, por ejemplo, en el debate sobre las bajas por maternidad y paternidad y el efecto que estas bajas tienen sobre los salarios de las madres. Existe lo que se llama “la penalización por maternidad”. Hay estudios (véase aquí) que muestran que tal penalización no existe entre parejas del mismo sexo y la razón es porque el reparto del trabajo en el hogar es más igualitario entre ellas. Es decir, los hombres en parejas heterosexuales, en su mayoría, no hacen uso de las bajas por paternidad. Y no lo hacen porque, individualmente, no les es rentable, dada la organización social existente. Es muy difícil luchar individualmente contra la fuerza de la costumbre. Mientras las bajas por paternidad sean voluntarias, la situación cambiará muy lentamente. Pero el liberalismo no acepta unas bajas por paternidad obligatoria aduciendo la defensa de su concepto de libertad. Lo que el liberalismo no entiende es que, al ignorar la desigualdad inicial, su defensa de la libertad se convierte en una justificación y salvaguarda de la costumbre, de la organización tradicional de la sociedad y, de paso, una rémora más para alcanzar la igualdad plena entre hombres y mujeres, fundamento de la libertad.
Afortunadamente, en 2019 ya no tenemos que explicar que la sociedad en su conjunto pierde cuando el talento de tantas mujeres es desperdiciado, ninguneado o, simplemente, no potenciado. La inmensa mayoría de grupos sociales, partidos políticos, estamos de acuerdo en que la tarea social más importante del siglo XXI es la equiparación plena de derechos y libertades entre hombres y mujeres. En lo que no estamos de acuerdo es en la significación de esas palabras y, por tanto, en las políticas necesarias para combatir la discriminación de las mujeres. Esto está muy claro cuando atendemos a la discusión académica sobre las causas de la brecha salarial entre hombres y mujeres. La mayoría de los estudios descomponen la brecha salarial entre “elección” y “discriminación pura” que es como se llama, de manera aséptica, al machismo. La mayoría de los estudios encuentran que casi toda la brecha salarial es “elección”[1]. Las mujeres “eligen” no ascender, “eligen” trabajos con menos proyección pública, “eligen” trabajar a tiempo parcial, “eligen” entornos menos agresivos que los hombres. Las mujeres “eligen” tener hijos y cuidar a sus familias. Y el mercado; es decir, las empresas, tienen en cuenta esta elección a la hora de diseñar las escalas y requisitos para ascender. La evidencia de los sesgos de percepción y valoración de los méritos de hombres y mujeres es abrumadora. La cultura y la costumbre hacen que los mismos méritos no se valoren por igual. La elección está mediatizada por el entorno y, en esas condiciones, hablar de elección como sinónimo de libertad es un sarcasmo. Cunde el desanimo y se elige no competir. No es de extrañar que en informes como el de la CEOE se diga que el techo de cristal existe porque las mujeres son menos ambiciosas y osadas. El movimiento del “empoderamiento” no es más que una forma de decir: ¡que no cunda el desánimo!
Esa visión dicotómica que los liberales tienen de vida privada y vida pública y su concepto de libertad individual les lleva a extremos como negar la existencia de violencia de género. Es meridiano por qué insisten en llamarlo “violencia doméstica”: porque niegan la existencia de unas condiciones sociales que sean el caldo de cultivo de esa violencia. Y por eso exclaman: ¡se discrimina a los hombres con penas agravadas! El maltratador debe sentir el reproche moral a la vez que recibe el castigo para que pueda internalizar, aprender, que maltratar a una mujer está mal. Hasta hace muy poco ese reproche moral no existía. ¿Quién no recuerda un sketch de una pareja de cómicos donde se decía “mi marido me pega lo normal” allá por los años 90? El agravante de la pena para el hombre existe para inculcar en el maltratador ese reproche moral. Ojalá llegue un tiempo en que ya no sea necesario. La visión dicotómica de los liberales, que ignora el poder de la cultura y la costumbre les lleva, también, a despreciar que jueces, fiscales y magistrados sean instruidos en perspectiva de género (es decir, que sepan identificar y desprenderse de prejuicios machistas). Sobre esto, solo voy a pronunciar una frase: hubo intimidación, no prevalimiento.
De igual manera, los liberales defienden, en aras de la libertad, la legalización de la maternidad subrogada. Incluso llegan a decir que si una mujer puede decidir abortar también puede decidir, libremente, gestar un feto para otra persona. Este argumento es una aberración. Un inciso: el día que podamos cultivar fetos como el que cultiva unos geranios, en una probeta, todas estas discusiones no tendrán sentido al desaparecer el conflicto básico -- una mujer ya no será indispensable para la gestación. Un contrato de maternidad subrogada es lo más cercano que tenemos actualmente a un contrato de servidumbre. Porque, durante la vigencia del contrato, la mujer deja de ser dueña de sí y, por tanto, libre. La esclavitud voluntaria está prohibida por buenas razones, como lo está la venta de órganos. Una persona puede decidir libremente vender un riñón. Lo inaceptable es que la sociedad tolere que esa persona llegue a una situación en la que, libremente, elija vender un riñón. Pero, evidentemente, esto es inaceptable para un Estado social y Democrático de Derecho, no para un Estado liberal.
El pensamiento liberal tendrá que evolucionar para que el feminismo deje de desconfiar de él. Ya evolucionó en su momento al aceptar, a regañadientes, que las mujeres pudieran votar. También cuando, tras mucho esfuerzo, se permitió el divorcio sin necesidad de mutuo acuerdo. Cuando se legalizó la píldora, cuando se despenalizó el aborto. Ahora, tendrá que dar un paso más y aceptar que, efectivamente, sin igualdad no hay libertad.
[1] Véase aquí, por ejemplo, un resumen de la literatura: Blau, Francine D., and Lawrence M. Kahn. 2017. “The Gender Wage Gap: Extent, Trends, and Explanations.” Journal of Economic Literature, 55 (3): 789-865.
Recientemente, en el debate público sobre feminismo se ha introducido, desde posturas autoproclamadas como liberales, el concepto de “feminismo liberal”. Se aduce que el feminismo (a secas) pretende, en aras de la igualdad, restringir la libertad de decidir de las mujeres. Incluso llegan a decir que, al querer restringir la libertad de las mujeres, el feminismo yerra porque “sin libertad no hay igualdad”. De esta manera, por ejemplo, quieren enmarcar el debate sobre la maternidad subrogada o la prostitución en el debate de “libertad para decidir”. El feminismo, en cambio, niega que en la mayoría de esos casos exista libertad para decidir. Es más; el feminismo, en realidad, dice: “sin igualdad no hay libertad”. La discrepancia entre “sin libertad no hay igualdad” (liberales) y “sin igualdad no hay libertad” (feminismo) depende de a qué llamamos libertad y a qué llamamos igualdad. Y la cuestión es que ambos conceptos (libertad e igualdad) son diferentes para el feminismo (a secas) y para el liberalismo.
El feminismo siempre ha desconfiado del liberalismo. Esta desconfianza es histórica y nace de la concepción de libertad individual que defiende el liberalismo, que se puede resumir en “que el Estado se pare a la puerta de mi casa (y de mi hacienda)”. El liberalismo del siglo XIX pensaba que los derechos de las mujeres ya estaban asegurados a través de los de sus maridos y padres porque, a pesar de su defensa de la libertad y del individualismo, para los liberales la familia era (¿es?) un órgano monolítico. Es decir, la libertad que propugnaban era para los hombres. La ciudadanía era para los hombres. Ni libertad ni ciudadanía eran conceptos inclusivos: solo los hombres eran los ciudadanos libres. Esto ya lo sabían Olympe de Gouges cuando redactó la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana en 1791 y Mary Wollstonecraft cuando escribió la Vindicación de los derechos de la mujer en 1792. Dirán algunos que me remonto muy atrás. Baste recordar que las mujeres españolas pudieron votar en 1933 por primera vez (gracias a Clara Campoamor) y que las suizas tuvieron que esperar a ¡1971! para poder hacerlo. Para el liberalismo clásico las mujeres quedaban confinadas al ámbito doméstico; esfera en la cual el liberalismo siempre ha negado al Estado jurisdicción alguna. La esfera privada de la vida, según el liberalismo, es una cuestión prepolítica. Es decir, lo que sucede dentro de la familia queda fuera de la ley. Este pensamiento es netamente contrario al feminismo. ¿Por qué? Porque las desigualdades entre hombres y mujeres en la esfera pública se alimentan de las desigualdades dentro de la familia; es decir, en la esfera privada. Lo que el feminismo destaca y el liberalismo niega es que las estructuras tradicionales de organización de la familia son la base de las estructuras socioeconómicas que sostienen las desigualdades entre hombres y mujeres. Por eso el feminismo dice que la esfera privada no es tal, sino una parte más de la organización política de nuestra sociedad y, por eso, el Estado debe intervenir. Es decir, según el feminismo, el aserto “no hay igualdad sin libertad” es una falacia porque la igualdad es una condición necesaria para poder ejercer y practicar la libertad. Como decía Clara Campoamor “la libertad se aprende ejerciéndola” y para ejercerla, se necesita de la igualdad.