Acabamos un curso político con los indicadores económicos apuntando en la buena dirección. No es, por tanto, extraño que el celo reformista se esté quedando en el rincón de los libros de verano. Las propuestas regeneracionistas son unas curiosidades interesantes, escritas por grupos de motivados investigadores (muchos de ellos en la emigración, por cierto), pero, ¿para qué tomarnos la molestia de reformar si la economía ya está funcionando por sí sola?
Pues, porque si no reformamos nuestras instituciones, no seremos capaces de consolidar el crecimiento económico – además, de que haremos más profundas las crecientes fracturas sociales, políticas, y me atrevería a decir que también las territoriales, que se nos han abierto durante esta Gran Recesión. El siguiente gráfico me parece una buena ilustración de la importancia de las instituciones. Muestra la evolución de un indicador estándar de calidad de gobierno – el Government Effectiveness del Banco Mundial – durante las últimas décadas para cuatro miembros de la Unión Europea.
Gráfico 1: Evolución de la calidad de gobierno. Elaboración: Victor Lapuente & Richard Svensson, Universidad de Gothenburg
Podríamos haber utilizado otros indicadores del Banco Mundial (o de otras instituciones) pero, como veremos abajo, la evolución de estos (o de otros) países no es muy distinta, independientemente de la medida que usemos. La razón es que estos indicadores capturan algo muy parecido. Como acertadamente nota el prestigioso economista Guido Tabellini, si todos los esfuerzos comparativos para medir la calidad de los gobiernos están tan correlacionados entre sí, tiene sentido hablar de “calidad de gobierno” como un concepto identificable. Y ¿qué es “calidad de gobierno? ¿qué es lo que capturan estos indicadores?
Interpretación 1: Es la Economía, estúpido!
Por una parte, es obvio que estos indicadores – que están basados en gran medida en percepciones subjetivas (que son agregadas siguiendo metodologías más o menos sofisticadas y sujetas a constante debate y revisión) – reflejan el “tono” de un país: ¿hasta qué punto los ciudadanos (inversores y observadores internacionales) tienen la sensación de que las cosas, y fundamentalmente la economía, funcionan. Los críticos de estos indicadores – que son legión – enfatizan este punto: estas medidas se limitan a recoger la evolución de los principales indicadores socio-económicos, como el crecimiento o el empleo. Si la economía de un país tira, los evaluadores de sus instituciones entenderán que sus instituciones públicas son buenas. Es la justificación perfecta para no acometer reforma institucional alguna: en cuanto la economía mejore, nuestras instituciones serán mejor valoradas.
Interpretación 2: Quizás es Otra Cosa...
Sin embargo, un vistazo al gráfico nos indica que esto no puede ser toda la historia. Por ejemplo, España cae a partir de 2004, justo durante los años en los que nuestros políticos nos decían que estábamos entrando en la “champions league” de la economía mundial; cuando el tono del país no podía ser más optimista. No sólo la percepción de nuestras instituciones no parece beneficiarse del boom económico, sino que, al contrario, la percepción se deteriora en nuestros años económicamente más dorados. Lo cual indica que las opiniones sobre la calidad de nuestras instituciones no eran tan “seguidistas” de la evolución de la economía, sino mucho más independientes – o “contraculturales”, si se me permite la expresión – del ritmo económico del momento de lo que cabría esperar. Los expertos encargados de elaborar esos indicadores no se limitaban a agregar el ánimo del país, sino que estaban recogiendo otra cosa.
Y ¿qué “otra cosa” recogen? Pues, en nuestro caso particular, el deterioro de nuestras instituciones durante los años de la burbuja, que ha sido explicado tan meridianamente por Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos. La lluvia de crédito barato generó incentivos perversos que permitió la captura de (muchas de) nuestras instituciones públicas para beneficio privado. A nivel más general, creo que la mejor definición de esta “otra cosa” que capturan los indicadores comparados de calidad de gobierno es la de Bo Rothstein y Jan Teorell: calidad de gobierno es imparcialidad. No importa tanto si tu gobierno hace muchas cosas (como en Dinamarca) o pocas (como en Singapur), sino si trata a sus ciudadanos (e inversores) de una forma imparcial, sin favoritismos. Es decir, que, por ejemplo, los usuarios de los servicios públicos o los empresarios que esperan una cierta regulación de su actividad o aspiran a obtener un contrato público tienen la sensación de que están jugando en condiciones de igualdad, de que no antepondrán los intereses de las personas con conexiones políticas a los suyos; de que el árbitro no será casero, sino neutral y se atendrá a las reglas del juego.
Conseguir gobiernos imparciales requiere una constante revisión institucional, pues cada cambio de poder político, económico o social ofrece oportunidades a aquellos que momentáneamente tienen la sartén por el mango para aprovecharse de su situación ventajosa en beneficio propio y de los suyos. Sin embargo, el hecho de que países tan alejados en todos los sentidos como Dinamarca o Singapur tiendan a encabezar, año tras año, estos rankings internacionales de calidad de gobierno – es decir, de imparcialidad – nos indica que es posible crear instituciones imparciales en las condiciones más diversas.
El gráfico nos da una pista de cuán importante es tener instituciones imparciales para un país. Veamos ahora el mismo gráfico con una línea vertical señalando – más o menos – el comienzo de la Gran Recesión. Si le hubieran preguntado a un experto en calidad de gobierno en 2008 “mire, ya sé que cuesta de creer, pero vamos a sufrir la peor crisis económica desde 1929 ¿me puede decir cómo lo van a pasar estos cuatro países europeos?”, seguramente la respuesta hubiera sido algo así: “como sabemos que la calidad de las instituciones públicas tiene un efecto muy importante sobre la prosperidad de las naciones, te diría que a Suecia sufrirá poquito y Alemania poco, pero España sufrirá mucho y Grecia más todavía”.
Gráfico 1bis. España encara la crisis tras una caída en la calidad del gobierno. Elaboración: Victor Lapuente & Richard Svensson, Universidad de Gothenburg
Pero, cegados por la primera interpretación (“es la economía, estúpido”), a nadie se le ocurrió esa pregunta en su momento. Y a nadie se le había ocurrido antes mirar con preocupación el deterioro en las percepciones que los expertos internacionales tenían de nuestras instituciones durante los años del boom. Si lo hubiéramos hecho, si hubiéramos adoptado un poco más la segunda interpretación (“las instituciones no son consecuencia, sino causa del desarrollo”), podríamos haber minimizado los efectos de la crisis.
El resumen de esta entrada – y de muchas de las investigaciones que llevamos a cabo los “comparativistas regeneracionistas” – es muy sencillo: los países no tienen buenas instituciones porque son ricos, sino que son ricos porque tienen buenas instituciones. Debemos, por tanto, ponernos a discutir reformas en nuestras instituciones que nos acerquen a otros países en términos de “imparcialidad”.
En nuestro caso, las consecuencias de no reformar nuestras instituciones, de que sean vistas como relativamente parciales (por ejemplo, beneficiando a la “casta” y sus amigos), no son sólo económicas. Son también políticas, pues, en primer lugar, están detrás del ascenso de fórmulas populistas, que tienen especial pegada en aquellos países donde las instituciones son vistas como menos imparciales, como Italia, Grecia o España y, en menor medida, también Francia. Y, en segundo lugar, la (percepción de) falta de imparcialidad también está alimentando los movimientos independentistas en Cataluña (y País Vasco). Los ciudadanos de distintos territorios entienden que las instituciones les perjudican de forma sistemática, que ellos (o sus empresas) no se encuentran en condiciones de igualdad en relación a los ciudadanos (o empresas) de otros territorios. Desde un punto de vista territorial, las instituciones españolas no son vistas como imparciales. De nuevo, podemos aplicar la misma máxima: los países no tienen buenas instituciones porque permanezcan unidos, sino que permanecen unidos porque tienen buenas instituciones.
En definitiva, la reforma institucional no es sólo esencial para consolidar la recuperación económica, aliviar las fracturas sociales y limitar la polarización política, sino que es indispensable también para evitar el choque de trenes que nos espera a la vuelta del verano.