Cuando leo las noticias sobre el 1-O, de las que el presidente Mariano Rajoy está tan a menudo ausente, o cuando me ruborizo al ver cómo la Generalitat consigue que los mejores periódicos extranjeros publiquen sólo sus argumentos, pienso en el siguiente episodio, que puede interesar a los lectores de eldiario.es. A principios de los años noventa, en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, el profesor ponía gran énfasis en que las normas jurídicas eran aquéllas que estaban integradas en la llamada pirámide normativa, la cual culmina en una norma fundamental. Según él, la pertenencia a la pirámide es el único criterio de validez, lo que aísla al derecho de la sociedad a la que supuestamente regula. Por ello, si las normas se cumplen o no era un problema que “no interesaba a nadie en esta facultad salvo a los del área de criminología y a los de ciencia política”, decía orgulloso el profesor. En España esta idea del derecho ha tenido una recepción temprana y amplia. Su máximo exponente, Hans Kelsen (1881–1973), ya influyó en la constitución de la II República. Es razonable asumir que a Rajoy como estudiante le inculcaron una idea kelseniana del derecho. Los hechos parecen confirmarlo.
Quien me la enseñó a mí, por cierto, fue Manuel Aragón Reyes. El magistrado del Tribunal Constitucional propuesto por el PSOE que años más tarde votó en contra de la sentencia sobre el Estatuto de Catalunya, porque en su opinión “la Constitución … no permitía otra cosa”. Es decir, el Estatuto debía someterse a la norma fundamental. Ésta es, según Aragón Reyes, la única fuente de validez porque “el pueblo de una comunidad autónoma”, en este caso Catalunya, “no es soberano, no es poder constituyente” y por tanto el Tribunal Constitucional debía impedir que alterase la norma fundamental. Como veremos, esos cambios los deben hacer los políticos.
La resaca del estatuto y la sentencia, el 1-O, nos ha llevado a una situación enrevesada. Para salir de la misma Rajoy podría encontrar en lugares inesperados ideas útiles sobre lo que es posible y lo que no. Uno de esos lugares es Alemania, donde hubo una minoría nacional polaca hasta la Primera Guerra Mundial. Respecto a su encaje dentro de una federación democrática, Max Weber (1864-1920), el autor de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, propuso unas ideas que quisiera traer aquí a colación porque abordan distintos aspectos del problema del encaje catalán (y vasco) en el Estado autonómico. Son ideas básicas que el PP y, en menor media, el PSOE, se han negado a tomar en serio, pero la realidad acaba imponiéndose si no se pacta con ella.
La primera es tan básica como que, desde el momento en que un número significativo de los miembros de un grupo lingüístico están alfabetizados y tienen una prensa propia, así como periodistas y otros “intelectuales” que movilizan a los otros hablantes entorno a un discurso nacional, el poder central debe descartar el que dicho grupo vaya a desaparecer. En coherencia con lo anterior, Weber criticó al gobierno de Prusia, en cuyo territorio residía una minoría polaca, por sus políticas asimilacionistas “de pocas luces”. En lugar de ello, lo que deberían hacer Alemania y Prusia era asegurarse de que el estado cuidase la lengua y la cultura de dicho grupo, aunque fuera “en el interés bien entendido de la nacionalidad en el predominante”. ¿Qué nos dice esto sobre España? Por un lado, que la pluralidad nacional está aquí para quedarse, fundamentalmente porque, por fortuna, en España el Estado no redujo el número de hablantes de catalán, vasco y gallego en la medida en que en Francia sí lo hizo. Eso implica que un buen político español debería ser capaz de combinar los intereses de las diferentes nacionalidades, para usar la cicatera terminología constitucional, en vez de tratar, como quería el “prusiano” ministro Wert, de “españolizar a los alumnos catalanes”. Si no lo hace por compromiso con el pluralismo nacional y cultural que la constitución reconoce, al menos debería hacerlo por oportunismo: porque ello reforzaría al Estado que el gobierno dice proteger.
La segunda idea es que toda organización política que elige sus propios dirigentes, como Catalunya, “tiene ambición de poder y es seguro que ejercerá dicha aspiración de modo particularista, contra el centro, si se le priva de su cuota” de poder dentro de la federación. ¿Qué quiere decir esto? Desde los años noventa los gobiernos en minoría del PSOE y el PP optaron por una estrategia partidista de monopolizar cargos que a medio plazo tenía que ser, y en mi opinión lo ha sido, destructiva para España porque al no compartir el poder estatal con Catalunya y el País Vasco sólo les dejaba a sus políticos la estrategia de maximizar su propio autogobierno; la independencia es la culminación lógica de la vía por la que se les encauzó. Algunos objetarán que los gobiernos belgas formados por partidos flamencos y valones no han eliminado el nacionalismo, pero lo cierto es que no sabemos si Bélgica (o Suiza) existiría si unos u otros estuviesen excluidos permanentemente del poder federal. Conseguir que los líderes nacionalistas aspiren a alcanzar poder en el Gobierno central es intentar incorporarlos al proyecto común y que éstos hagan lo mismo con sus votantes.
La tercera y última idea es que “como cuando se trata de gran política… es decisivo saber cómo se lucha por el poder cuando los medios no son los reglamentos, las órdenes y la obediencia militar o burocrática”. Precisamente la “alta política” ha sido recientemente invocada por Puigdemont, quien sabe que el medio para alcanzar lo que busca no es el ordenamiento jurídico. De ahí el desprecio con el que la “ley” de aprobación del referéndum lo trata, que el independentismo ocupe la calle con estelades para producir imágenes de nación comprensibles en cualquier idioma y que Puigdemont convierta el atentado yihadista en Barcelona en el medio para promocionar el referéndum en el Financial Times. Mientras, Moncloa es incapaz de conseguir que la prensa extranjera dé cuenta del asalto al estado de derecho que es el procès y está continuamente a la defensiva, como en la carta del embajador en Washington al New York Times. En lugar de “alta política”, Rajoy aplica leyes, ordenando a burocracias como la Fiscalía que impugnen los actos jurídicos de la Generalitat relacionados con el referéndum, futuro y pasado, pero procesar a Artur Mas y a otros independentistas no es política sino derecho penal. El verdadero servicio a la constitución sería aumentar el número de catalanes partidarios de ella, es decir, de una España plurinacional, y negociar con quienes les representan.
En resumen, la realidad plurinacional de España, la escasa participación de Catalunya y el País Vasco en el gobierno del país en su conjunto se combinan con la negativa de Rajoy a usar los medios de la política, quien se refugia en la ficción kelseniana de un ordenamiento jurídico supuestamente aislado de la sociedad. Éste es el mismo razonamiento, desinteresado en la legitimidad, del profesor Aragón Reyes. Independientemente de si tiene razón, al menos Aragón Reyes es consciente de que las tareas del jurista y del político son distintas, como mostró al señalar que los políticos “no atendieron” al mensaje, contenido en la sentencia del Estatuto, de que tenían que reformar la Constitución para dar cabida a lo que querían los catalanes. Las claves son la pluralidad de España, compartir el poder y hacer política en Catalunya. Con interponer recursos y demandas no va a bastar, como se está viendo.
Cuando leo las noticias sobre el 1-O, de las que el presidente Mariano Rajoy está tan a menudo ausente, o cuando me ruborizo al ver cómo la Generalitat consigue que los mejores periódicos extranjeros publiquen sólo sus argumentos, pienso en el siguiente episodio, que puede interesar a los lectores de eldiario.es. A principios de los años noventa, en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, el profesor ponía gran énfasis en que las normas jurídicas eran aquéllas que estaban integradas en la llamada pirámide normativa, la cual culmina en una norma fundamental. Según él, la pertenencia a la pirámide es el único criterio de validez, lo que aísla al derecho de la sociedad a la que supuestamente regula. Por ello, si las normas se cumplen o no era un problema que “no interesaba a nadie en esta facultad salvo a los del área de criminología y a los de ciencia política”, decía orgulloso el profesor. En España esta idea del derecho ha tenido una recepción temprana y amplia. Su máximo exponente, Hans Kelsen (1881–1973), ya influyó en la constitución de la II República. Es razonable asumir que a Rajoy como estudiante le inculcaron una idea kelseniana del derecho. Los hechos parecen confirmarlo.
Quien me la enseñó a mí, por cierto, fue Manuel Aragón Reyes. El magistrado del Tribunal Constitucional propuesto por el PSOE que años más tarde votó en contra de la sentencia sobre el Estatuto de Catalunya, porque en su opinión “la Constitución … no permitía otra cosa”. Es decir, el Estatuto debía someterse a la norma fundamental. Ésta es, según Aragón Reyes, la única fuente de validez porque “el pueblo de una comunidad autónoma”, en este caso Catalunya, “no es soberano, no es poder constituyente” y por tanto el Tribunal Constitucional debía impedir que alterase la norma fundamental. Como veremos, esos cambios los deben hacer los políticos.