El Gobierno, en plan emprendedor, ha tomado la iniciativa de promover una nueva Ley de Seguridad Ciudadana con el objetivo de preservar la “convivencia democrática” entre los ciudadanos ante el creciente número de protestas en las calles.
Por el momento, la conocida ya como “ley de patada en la boca”, “ley antiprotesta” o “ley Fernández” se intenta vender desde Moncloa con un discurso lleno de bondades. Según las declaraciones de la vicepresidenta del Gobierno, la futura ley pretende despenalizar ciertas conductas antisociales (que pasarían a ser faltas administrativas) y regular conductas “en donde es necesario proteger a los ciudadanos en su convivencia diaria”.
Tanto Sáenz de Santamaría como el presidente no pierden ninguna oportunidad para recordarnos que “cualquier persona tiene derecho a reunirse, a manifestarse y a expresar su opinión libremente” (#gracias), pero también que estos derechos tienen sus límites, por lo que el Gobierno tiene que contar con mecanismos para establecer determinadas obligaciones que hagan este derecho compatible con otros. ¿Cuáles son los límites? ¿Qué mecanismos? ¿Qué obligaciones? En estos detalles parece estar el quid de la cuestión.
El rechazo en bloque de los partidos de la oposición y de los movimientos sociales (véase, por ejemplo, aquí y aquí) parece indicar que la medida del Gobierno está sobrecargada de conservadurismo ideológico más que de pragmatismo razonado. Lo cierto es que la ley surge en un contexto de conflictividad social, de deslegitimación de las instituciones políticas y de la mano de otra iniciativa para regular los servicios mínimos en las convocatorias de huelga.
En este post me propongo ofrecer algunos datos que nos ayuden a responder algunas preguntas sobre el perfil de aquellos ciudadanos que protestan en las calles y por los que el Gobierno teme que la seguridad ciudadana esté comprometida. ¿Hay razones para temer a los manifestantes? ¿Son el lobo feroz? Utilizaré los datos de la Encuesta Social Europea (ESS) para España (2012-2013), donde a los entrevistados se les pregunta si han participado en una manifestación en los últimos 12 meses.
Antes que nada, vale la pena remarcar que, como señalaba Aina Gallego en este blog, la proporción de ciudadanos que participan en manifestaciones en España no es poca en comparación con otros países europeos. En la última ola de la ESS, un cuarto de los encuestados en España (25,8%) declaraban haber participado en una manifestación en el último año. Un porcentaje considerablemente alto si tenemos en cuenta que en países como Bélgica, Alemania, Holanda, Noruega, Polonia, Portugal, Suecia o Reino Unido ese porcentaje no llega al 10%.
Volvamos a España. En primer lugar, sería interesante comprobar si el halo 'antisistema' con el que se suelen acompañar las descripciones de las protestas sociales se corresponde con la realidad. ¿Son acaso los que salen a la calle más radicales?
El gráfico 1 nos da alguna pista. Tomando la escala ideológica donde se autoubican los entrevistados (en donde 0 es extrema izquierda; y 10, extrema derecha) vemos que, entre los que declaran participar en manifestaciones, el 76,5% pueden ser considerados como 'moderados' (aquellos que se ubican entre el 3 y el 7) y sólo el 23,5% se ubican en posiciones extremas (0-2 o 8-10).
Este dato es algo diferente al que presenta la distribución de los que se quedan en casa. Los 'moderados' en este grupo son relativamente más numerosos (84%); y los más 'radicales', sólo un 16%. Pero esto no desdibuja el primer dato mencionado: tres cuartas partes de los que se manifiestan tienen posiciones ideológicas no extremistas. Tenga en cuenta el lector que (si mal no recuerdo) el votante mediano español ha oscilado en las últimas décadas entre el 3,5 y el 4,5 de la escala ideológica.
Otra forma de poner a prueba el sesgo antisistema es responder a si son sólo los ciudadanos que declaran participar en manifestaciones los que opinan que los mecanismos de representación política no funcionan.
Los datos del gráfico 2 sugieren bien claro que no. De entre los encuestados que declaran haber participado en alguna manifestación, el 81% tienen un nivel bajo de confianza en los partidos políticos; el 15,5%, un nivel medio; y el 3,3%, un nivel alto de confianza.[1]
Este perfil no dista de ser muy diferente del de aquellas personas que no protestan en las calles (76,5%, 19,4% y 4,1%, respectivamente). Algo similar sucede respecto a los niveles de confianza en el Parlamento. En ambos grupos, la escasa confianza en la principal institución de representación política agrupa alrededor del la mitad de los encuestados.
Así, el sentimiento de desconfianza hacia dos de las instituciones políticas más emblemáticas de nuestro sistema político, como lo son los partidos y el Parlamento, no es muy diferente entre los que se manifiestan en las calles y los que se quedan en casa.
Pero, bien, esto puede resultar algo tramposo. Hoy en día sabemos que la desafección ciudadana campa por todos los rincones de España. Veamos las diferencias en el nivel de confianza entre manifestantes y no manifestantes respecto a una institución implicada (y conflictiva) con las protestas callejeras: la policía. ¿Tienen los manifestantes menos confianza en la policía que los ciudadanos que declaran no haber participado en alguna protesta?
El gráfico 3 sorprende: no hay diferencias significativas entre ambos grupos. El 20% de los que declaran manifestarse en las calles tienen un nivel bajo de confianza en la policía, un porcentaje cercano al de los que no participaron en manifestaciones en el último año (15%). Resulta curioso también que, de entre los protestones, cerca del 40% tienen un nivel alto de confianza en la institución que en ocasiones los aporrea. Sólo 8 puntos porcentuales menos que los que miran las porras por la tele.
Creo que nadie discute el hecho de que los derechos de reunión y de manifestación deben estar regulados, pero el Gobierno debería tener en cuenta este tipo de información para evitar caer en la tentación de escribir los detalles de dicha regulación alertándonos sobre los peligros de los manifestantes. Porque, como ya se sabe, el diablo está en los detalles.
Otra cuestión interesante en relación al perfil de los ciudadanos que participan en las protestas sociales surgía la semana pasada en este mismo blog. En el artículo citado al inicio de este post, Aina Gallego sugería que este tipo de activismo político está relacionado con la poca permeabilidad del sistema político a las demandas ciudadanas por las vías más tradicionales de participación política. Por tanto, cabe preguntarse: ¿es la protesta en la calle la única vía por la cual los manifestantes intentan influir en las decisiones políticas?, ¿es la protesta una actividad sustitutiva o complementaria a otras formas de participación?
A pesar de que a nivel agregado la correlación entre la participación en manifestaciones y otros tipos de participación política –como formar parte de partidos políticos, firmar peticiones, contactar con políticos o practicar el consumo político– es negativa, los datos a nivel individual para el caso de España indican que la dirección y la fuerza de la asociación estadística entre este tipo de actividades y la protesta es positiva y significativa.[2]
Como muestran los datos en el gráfico 4, en comparación con los que no salen a protestar a la calle, los que sí se manifiestan se involucran más en otras formas de participación política menos 'guerreras'. De estos, un 20% también colaboran con partidos políticos o plataformas de acción ciudadana. Un porcentaje muy superior a los que declaran no salir a la calle a reclamar (3%).
Asimismo, entre los manifestantes, un 23% se han puesto en contacto con algún político o con una autoridad o funcionario estatal, autonómico o local, en comparación con el 10% de los no manifestantes que lo han hecho. El consumo político también es una forma de participación más común entre los ciudadanos que salen a la calle (29%) que entre los que no (13,5%). Pero el contraste entre ambos grupos es particularmente notable cuando miramos la participación política a través de la firma de peticiones en una campaña (67% vs. 21%).
En definitiva, la protesta no parece ser –al menos en España– una forma de participación sustitutiva, sino complementaria a otro tipo de actividades para influir en la toma de decisiones políticas. El activismo de una parte importante de los manifestantes, pues, no debería ser motivo de preocupación del Gobierno, sino más bien lo contrario. Olvida que la participación política es una virtud cívica y que, por tanto, una persona que sale a protestar a la calle se parece más a un ciudadano comprometido con la democracia que a un temible lobo feroz que amenaza con arrasar los hogares de sus conciudadanos. [3]
[1] A partir de la escala de la ESS, donde el 0 significa “no confío en absoluto”; y 10, “confío plenamente”, he agregado las respuestas en tres categorías de niveles de confianza: BAJA (0-3), MEDIA (4-6) y ALTA (7-10).
[2] Para un estudio más detallado sobre esta cuestión, véase “Political participation: Mapping the terrain”, de Jean Torell, Mariano Torcal y José Ramón Montero (2007). Citizenship and involvement in European democracies: A comparative perspective, 17, 334-357.
[3] A quienes deseen leer un excelente trabajo académico sobre el fenómeno de la protesta en España, les recomiendo el siguiente texto: “¿Es la protesta un fenómeno ”normalizado?“, de M. Ferrer Fons, M. Fraile. Una exploración de los determinantes de la protesta en distintos contextos autonómicos. En: Ibarra, Pedro; Grau, Elena. Jóvenes en la red: Anuario de Movimientos Sociales. 1 ed. Barcelona: Icaria; 2010.