“Unidad, unidad” coreaban el domingo 21 de mayo los militantes que asistieron en Ferraz al primer discurso de Pedro Sánchez tras ganar las elecciones a la Secretaría General. El mismo grito se oyó entre los asistentes al Congreso de Podemos en Vistalegre II el pasado mes de febrero. Los militantes entienden que la unidad del partido es un síntoma de fortaleza y por eso la invocan. Y en ambos casos lo hacen en contextos donde se ha dado voz a la militancia. En este post voy a desarrollar una reflexión sobre la relación entre la unidad en los partidos, la democracia interna y el dilema entre dar voz a la militancia y conseguir el apoyo de los votantes. Lo haré destacando que, en el escenario actual de fragmentación partidista, la unidad interna se convierte en una cualidad más necesaria para la supervivencia.
Cuando aumenta la capacidad de control de los afiliados en la formulación de políticas o en la selección de líderes, el debate interno se intensifica y ello puede hacer que la unidad de discurso se debilite. Las divisiones ideológicas generan incertidumbre entre los votantes sobre cuál será la dirección de las políticas que el partido va a desarrollar. La unidad (como la disciplina de voto) permite que los ciudadanos perciban con claridad la posición de las formaciones en distintas políticas. Como ya hemos comentado en otros posts, esta claridad es necesaria para el control democrático, es decir, para que los votantes puedan premiar o castigar a los partidos en las elecciones. Los votantes también pueden interpretar las divisiones como un síntoma de debilidad y penalizar al partido dividido en las urnas.
Los efectos electorales de la división interna puede amplificar el dilema entre votantes y militancia. El dilema consiste en que los partidos políticos tienen que atender a estos dos colectivos, pero la relación no siempre es armoniosa y a menudo conseguir el apoyo se convierte en estrategias incompatibles. Esto ocurre cuando las consideraciones electorales que conlleva atender a los votantes se convierten en una estrategia inconciliable con una mayor rendicion de cuentas dentro del partido, es decir, a la militancia.
Sin embargo, no siempre el debate interno acaba profundizando el dilema entre militancia y electores. En su libro El control de los políticos, José María Maravall sostiene que la democracia interna puede mejorar el control del partido por parte de los votantes. Ello ocurre cuando el debate interno se convierte no en un síntoma de debilidad, sino en una fuente de información para los votantes sobre cuáles son las justificaciones que unos y otros utilizan para guiar las políticas del partido que está en el gobierno. En este caso, más democracia interna puede ayudar a que los votantes tengan un mejor conocimiento de las acciones del partido y, por lo tanto, a reforzar el control democrático.
En el contexto de fragmentación partidista como el actual, la claridad y previsibilidad que acompañan a la unidad partidista ganan relevancia. Cuando los pactos o coaliciones entre formaciones son necesarias para formar mayorías legislativas, la falta de unidad sobre la estrategias de pacto a seguir puede ser más dañinas para el partido, especialmente cuando aquella planea sobre los aspectos más esenciales, como la formación de coaliciones de gobierno.
¿Por qué el efecto de la falta de unidad es mayor? En un contexto con muchos partidos, el votante no puede saber con seguridad cómo se trasladará el apoyo a un partido en la formación de gobierno, pero puede hacerse una idea aproximada a través de lo que: a) el partido anuncie que va a hacer tras las elecciones (qué pactos apoyará) antes de que estas tengan lugar o b) acudiendo al “historial” pasado del partido (qué coaliciones formó en el pasado). Si la división interna acompaña o acompañó a esas decisiones (qué va a hacer o qué hizo), el apoyo que un votante se proponga otorgar a un partido contiene (en relación a cómo se traducirá en alianzas) mayores niveles de incertidumbre.
En el contexto de fragmentación partidista la unidad interna de los partidos está sometida a mayor presión. Cada proceso de negociación en las que los partidos tengan que llegar a acuerdos con otras formaciones pone a prueba la capacidad del partido de actuar como un bloque. Las divisiones internas son una forma de imponer costes de transacción que ralentizan la negociación y lastran la capacidad de partido de actuar unitariamente. Dicho de otra manera, las fisuras internas aguantan peor en un contexto de fragmentación como el actual porque existe una mayor exposición de los partidos al pacto y la negociación (con sus correspondientes líneas rojas y concesiones).
En definitiva, en el contexto actual la unidad interna no sólo es un bien más preciado. También más escaso.
“Unidad, unidad” coreaban el domingo 21 de mayo los militantes que asistieron en Ferraz al primer discurso de Pedro Sánchez tras ganar las elecciones a la Secretaría General. El mismo grito se oyó entre los asistentes al Congreso de Podemos en Vistalegre II el pasado mes de febrero. Los militantes entienden que la unidad del partido es un síntoma de fortaleza y por eso la invocan. Y en ambos casos lo hacen en contextos donde se ha dado voz a la militancia. En este post voy a desarrollar una reflexión sobre la relación entre la unidad en los partidos, la democracia interna y el dilema entre dar voz a la militancia y conseguir el apoyo de los votantes. Lo haré destacando que, en el escenario actual de fragmentación partidista, la unidad interna se convierte en una cualidad más necesaria para la supervivencia.
Cuando aumenta la capacidad de control de los afiliados en la formulación de políticas o en la selección de líderes, el debate interno se intensifica y ello puede hacer que la unidad de discurso se debilite. Las divisiones ideológicas generan incertidumbre entre los votantes sobre cuál será la dirección de las políticas que el partido va a desarrollar. La unidad (como la disciplina de voto) permite que los ciudadanos perciban con claridad la posición de las formaciones en distintas políticas. Como ya hemos comentado en otros posts, esta claridad es necesaria para el control democrático, es decir, para que los votantes puedan premiar o castigar a los partidos en las elecciones. Los votantes también pueden interpretar las divisiones como un síntoma de debilidad y penalizar al partido dividido en las urnas.