Desde hace unos días se está escribiendo mucho sobre los currículos de los políticos y muy especialmente sobre su formación. Para basar el debate en evidencias, este post examina la educación de los parlamentarios/as españoles (sin contar el Senado), entre quienes se suelen encontrar los dirigentes de los partidos en diferentes niveles territoriales.
En el momento actual tenemos a los/as parlamentarios con mejores credenciales educativas de la historia de la democracia. Alrededor del 90% han obtenido un título universitario en las cámaras autonómicas y el 93% en el Congreso de los Diputados. Si los tomamos en su conjunto para todo el periodo de la democracia, la media para las comunidades autónomas es de 84% con títulos universitarios y 91% para el Congreso. Como se puede ver en la tabla y en el gráfico, la evolución temporal es ascendente de manera que lo que Bourdieu llamó “capital cultural institucionalizado” ha aumentado en las cámaras de representación españolas. Canarias, Baleares y Galicia son las comunidades donde suele haber más titulados universitarios mientras que La Rioja, Extremadura y Aragón es donde hay más variedad de niveles educativos. Esta diferencia puede ser azarosa o responder a causas aún no exploradas. No parece haber diferencias entre cámaras del régimen común y las llamadas “históricas”.
Que haya más o menos universitarios en una cámara depende en buena medida de la combinación de los votos que reciben las listas y de cómo estén configuradas esas listas, tal como ya se ha explicado. Y este es un tema del que hasta hace poco se desconocía casi todo: la confección de las listas era la caja negra de la política (pero puede informarse bien aquí, aquí y aquí). Hoy ya sabemos que, según los protagonistas, hay cuatro motivos principales para ir en las listas electorales: el conocimiento de los problemas, la dedicación, la lealtad y la preparación. Este cuarto elemento es el que suele ir asociado a la formación universitaria, pero nótese que el de político es de los pocos oficios que no tienen requisitos de entrada. Cualquiera puede serlo si está disponible, va en una lista, recibe los votos suficientes y toma posesión. Y no hay nada deshonroso en dedicarse a la política y no tener estudios universitarios.
Sin embargo, y a pesar de ello, la política representativa institucional concita un elevado número de personas con título universitario, especialmente del mundo de las leyes (17% en las autonomías y 22% en el Congreso), pero no, como a veces se supone alegremente, de las ciencias políticas o la sociología. Esto es así por lo que conocemos como “Ley de desproporción creciente”: cuanto más se sube en el estrato de poder político, más frecuentes son ciertas características (educación, riqueza) que son menos frecuentes en la población. Y nadie duda de que la desproporción en términos educativos entre parlamentarios/as y ciudadanía es elevada; tanto que el Índice de Desproporción Social (IDS) era en 1981 de 12,6 para las autonomías y de 14,6 para el Congreso de los Diputados. Eso sí, en 2016 (y el dato vale para hoy mismo), el IDS es de 4,7 y 4,9, respectivamente. ¿Esto qué quiere decir? Que las personas con títulos universitarios están muy sobrerrepresentadas en los parlamentos, pero mucho menos ahora que en el comienzo de la democracia, donde había más desproporción. Podemos decir que, en este aspecto, ha habido una cierta convergencia gracias a que la sociedad en su conjunto ha elevado su nivel educativo a través de las generaciones jóvenes. En realidad, hay mucha más convergencia de lo que a simple vista parece como intentamos demostrar aquí (tomo IV).
Nota: 1. Porcentajes redondeados. 2. Los ciclos electorales de cada autonomía hacen que las legislaturas no coincidan en el tiempo. 3. Para conocer más sobre cómo se ha hecho la base de datos en la que se basa este análisis, véase aquí, incluyendo el problema de la “deseabilidad social”. Más información aquí.
El problema, pues, no es de credenciales sino de un escenario triple. Por un lado, está el asunto de que hay parlamentarios/as que “inflan” sus currículos para aparentar aquello que no son. Esta “deseabilidad social” supone un engaño que puede lastrar la imagen pública del político: ¿cómo fiarme de él o ella si engaña en algo tan básico como la forma en que le dice al mundo quién es él o ella? Este engaño puede generar desafección y, además, es absurdo: en la era de la transparencia y la trazabilidad, ¿sale a cuenta engañar corriendo el riesgo de que tu carrera pública salga tocada? (esto en el supuesto de que a la ciudadanía le importen estos engaños).
Por otro lado tenemos el tema de cómo se han obtenido algunos títulos universitarios, algo que está ahora en el candelero porque algunos medios lo han sacado a la luz, pero que no es privativo de la actualidad. Si ha ocurrido ahora, ¿quién nos dice que no ha ocurrido también en el pasado? Supongo que cada uno/a sabrá, pero no podemos olvidar que para bailar (“agarrao”, al menos) hacen falta dos: el que acepta obtener un título sin merecerlo y la institución de da ese título sabiendo que comete un fraude. Cuando el pastel se descubre, ¿qué margen de confianza queda para cada uno de los dos actores? Existe el caso derivado de quien comete plagio (otra forma de fraude) para obtener un título. Merton llamaba (socarronamente, todo sea dicho) a este tipo de personas “innovadoras”: aceptan los fines de la sociedad (tener credenciales educativas, tener éxito social o económico) pero rechazan los medios aceptados normalmente para alcanzar esos fines e innovan introduciendo medios nuevos como el plagio, copiar en los exámenes, pero también la extorsión y el robo en el caso de los mafiosos, las conspiraciones y golpes entre militares ociosos, etc. En sentido estricto mertoniano, Al Capone era un innovador.
Por último, y creo que más relevante por su naturaleza institucional, tenemos el problema de la calidad de la representación que se supone asociada a la formación universitaria. Si usted es de las personas que piensan que nuestros parlamentarios/as nos representan razonablemente bien y que la política no es un ámbito problemático, enhorabuena; puede usted dejar de leer aquí mismo. Si usted es de las personas que se identifican con aquellos que desde hace casi un decenio ubican a los/as políticos, los partidos, la política (y su, a veces, asociada la corrupción y el fraude) como problema, entonces, debería hacerse una pregunta: si la casi totalidad de parlamentarios/as ha pasado por las aulas universitarias, ¿qué hacemos mal en las universidades para generar representantes políticos que son vistos como un problema para la sociedad? Quizás deberíamos comenzar a pensar que más allá de la formación que se da en las juventudes de los partidos, en los cursos de verano (muchos de ellos muy buenos y ejecutados por magníficos/as profesionales), etc., y más allá de la formación específica que se da en la universidad para preparar médicos, arquitectas, abogadas, etc., algunas titulaciones universitarias deberían ser más flexibles para incorporar a sus enseñanzas algunas de las habilidades básicas que un político necesitará en el ejercicio de su oficio: cosas tan básicas como saber discutir o dialogar argumentando con evidencias, no gritando o descalificando; aprender que la otra persona siempre puede tener una parte de razón y estar dispuesto/a a hacer concesiones (para lo que antes se necesita aprender a negociar limpiamente); aprender a forjarse un criterio, no a repetir consignas o doctrinas, etc.
En fin, es muy posible que pensemos que eso es imposible. Los que somos optimistas por naturaleza creemos que no: sólo hay que tener imaginación para crear diseños institucionales que permitan incorporar formación básica para aquellas personas (los/as universitarios) que inevitablemente, en el futuro ocuparán un escaño en alguna cámara de representación y desarrollarán un oficio, el de la política, que no solo es digno, sino necesario.