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¡Qué bello es beber!

Hay quienes solo confiesan sus miserias en presencia de un barman. La palabra de este confidente vale su precio en oro. Me pregunto cuánto valdría el silencio de Ada Coleman, la famosa bartender que gobernó tras la barra, el legendario Bar Americano del Hotel Savoy de Londres, desde 1903. De ella se cuenta que sirvió al mismísimo Príncipe de Gales, además de Charles Chaplin, Marlene Dietrich y Mark Twain. El escritor Vázquez Montalbán escribió acerca de María Dolores Boadas, otra grande del cóctel europeo que regentó el bar Boadas de Barcelona desde finales de los sesenta. Del mismo modo que Coleman, la mixóloga barcelonesa atrajo a celebridades a su local, como Antonio Machín, Ernest Hemingway, Federico García Lorca, Pablo Picasso y Salvador Dalí. La cultura no pasa por alto el alcohol.

Una mujer que vivió una larga temporada en Tijuana me contó, mientras paladeaba mezcal con los ojos cerrados, que en México se ríe y se llora brindando con esta bebida destilada. Irónicamente, otra querida amiga rusa mantiene a raya sus emociones con vino. Incluso en sus peores días, permanece elegantemente reposada en la silla, con la copa en la mano y una sonrisa prudente. Nunca vi tal sobriedad en Nueva York, donde tuve ocasión de presenciar varias partidas de 'Beer Pong' entre jóvenes trabajadores afincados en Long Island. No es más que un juego de beber y sin embargo, el ganador oficial de la noche –un gran competidor–, se empleó a fondo por tal de encestar la pelota de pimpón dentro de los diez vasos llenos de cerveza que el adversario iba bebiendo a su turno. Mientras jugaba, parecía un tiburón. Fuera del juego, tenía la ingenuidad de los niños brutos que llaman la atención del personal para ganarse su afecto. Conocí a otro “niño bruto” durante la temporada que pasé en Irlanda. Él fue quien me introdujo en la tradición irlandesa de los 'Twelve Pubs'. En el mes de diciembre, los irlandeses e irlandesas se enfundan en sus jerséis navideños con el objetivo de visitar doce pubs distintos a lo largo de una sola noche. La gracia está, evidentemente, en beber una copa en cada uno. Debo decir que no todo el mundo llega hasta el último y que quien lo hace, se ve recompensado con una dosis de honorabilidad y vergüenza, a partes iguales. Una mañana fría encontré a mi amigo irlandés sentado en el portal de su casa. Estaba tranquilamente reposado en un escalón y comía patatas fritas de bolsa. Al parecer, había estado haciendo honor a la tradición navideña la noche anterior y no sabía en cuál de los doce pubs había perdido las llaves. Se desternilló al ver el gesto preocupado de mi cara. A sus treinta años, tenía los riñones maltrechos por el consumo excesivo de alcohol y contaba divertido, que el médico le había recomendado moderación.

También aquí, en fechas señaladas, muchas personas se saltan restricciones de todo tipo. No lo tienen fácil, las mesas de quienes pueden deben hallarse rebosantes de comida, vino y licor. Durante estas veladas, los sentidos, colmados de estímulo, se adormecen con el tintineo de las copas, el murmullo y las risas de los comensales. Solo quienes observan las costumbres con los ojos curiosos de una extranjera pueden percibir los detalles del cuadro: Restos de salsa en la comisuras de los labios, rostros enrojecidos, mandíbulas relajadas y un infinito afán por escapar, por un breve lapso de tiempo, de la condena de vivir en nuestras mentes.

Para leer más:

Digo más veces “no es no” a la gente que bebe alcohol que a los machirulos. El alcohol está en el centro de todo, y quienes tomamos la decisión de no consumirlo pasamos a estar en los márgenes y a ser vistes como aguafiestas -nunca mejor dicho-, aburrides. Un artículo de Jacarandá Disidente.

  • María Moreno: historias de periodismo y licor. La periodista y escritora argentina fue una de las pioneras en crear medios feministas: el diario ‘Alfonsina’ y el suplemento ‘La Mujer’. Ahora publica ‘Black Out’, unas memorias sobre su profesión y sobre su debilidad: el alcohol.

Hay quienes solo confiesan sus miserias en presencia de un barman. La palabra de este confidente vale su precio en oro. Me pregunto cuánto valdría el silencio de Ada Coleman, la famosa bartender que gobernó tras la barra, el legendario Bar Americano del Hotel Savoy de Londres, desde 1903. De ella se cuenta que sirvió al mismísimo Príncipe de Gales, además de Charles Chaplin, Marlene Dietrich y Mark Twain. El escritor Vázquez Montalbán escribió acerca de María Dolores Boadas, otra grande del cóctel europeo que regentó el bar Boadas de Barcelona desde finales de los sesenta. Del mismo modo que Coleman, la mixóloga barcelonesa atrajo a celebridades a su local, como Antonio Machín, Ernest Hemingway, Federico García Lorca, Pablo Picasso y Salvador Dalí. La cultura no pasa por alto el alcohol.

Una mujer que vivió una larga temporada en Tijuana me contó, mientras paladeaba mezcal con los ojos cerrados, que en México se ríe y se llora brindando con esta bebida destilada. Irónicamente, otra querida amiga rusa mantiene a raya sus emociones con vino. Incluso en sus peores días, permanece elegantemente reposada en la silla, con la copa en la mano y una sonrisa prudente. Nunca vi tal sobriedad en Nueva York, donde tuve ocasión de presenciar varias partidas de 'Beer Pong' entre jóvenes trabajadores afincados en Long Island. No es más que un juego de beber y sin embargo, el ganador oficial de la noche –un gran competidor–, se empleó a fondo por tal de encestar la pelota de pimpón dentro de los diez vasos llenos de cerveza que el adversario iba bebiendo a su turno. Mientras jugaba, parecía un tiburón. Fuera del juego, tenía la ingenuidad de los niños brutos que llaman la atención del personal para ganarse su afecto. Conocí a otro “niño bruto” durante la temporada que pasé en Irlanda. Él fue quien me introdujo en la tradición irlandesa de los 'Twelve Pubs'. En el mes de diciembre, los irlandeses e irlandesas se enfundan en sus jerséis navideños con el objetivo de visitar doce pubs distintos a lo largo de una sola noche. La gracia está, evidentemente, en beber una copa en cada uno. Debo decir que no todo el mundo llega hasta el último y que quien lo hace, se ve recompensado con una dosis de honorabilidad y vergüenza, a partes iguales. Una mañana fría encontré a mi amigo irlandés sentado en el portal de su casa. Estaba tranquilamente reposado en un escalón y comía patatas fritas de bolsa. Al parecer, había estado haciendo honor a la tradición navideña la noche anterior y no sabía en cuál de los doce pubs había perdido las llaves. Se desternilló al ver el gesto preocupado de mi cara. A sus treinta años, tenía los riñones maltrechos por el consumo excesivo de alcohol y contaba divertido, que el médico le había recomendado moderación.