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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Una carta de amor sobre la herida

“(…) y si cantas verdades la celda te preparan, te preparan el llanto, porque es obligatorio…/ sufrir siendo persona, guardar rencor, adular al pedante, llevar medias en los templos, tener bastantes hijos, volver mañana, tener enemigos, es obligatorio todo esto, y encima te prohíben escupir en el suelo”

En la siguiente anécdota, capturada por Vicente Molina Foix y publicada originalmente en 1998 en las páginas de El País, se intercambian humor y terror al más puro estilo Gloria Fuertes. El columnista entrevista a la poeta, y en mitad de una confesión heladora ella lanza uno de sus petardazos verbales de niña adulta: “Fui al metro decidida a matarme. Pero al ir a sacar el billete ligué, y en vez de tirarme al tren me tiré a la taquillera”.

Bajo su capa de ingenio, la historia contiene mucha información relevante acerca de Gloria Fuertes. Nos dice que más allá de la poemas infantiles leídos con voz achicharrada, más allá de los ripios y de las corbatas, en un lugar de Gloria no iluminado por nuestros recuerdos de niños y niñas, anidaba un desgarro y un secreto. “¿Puedo contar esto?”, pregunta el entrevistador. Y ella dice que mejor no, que ahora no, que los padres podrían asustarse. Y que, al fin y al cabo, son los libros infantiles que leen sus hijos los que le dan de comer.

Hoy sabemos que si Gloria quiso matarse fue porque le faltaba Phyllis Turnbull, la hispanista y profesora norteamericana con la que vivió una historia de amor de quince años, truncada por la muerte de la segunda en 1971. No estaba Phyllis pero quedaba su fantasma, vagando entre unos poemas adultos cada vez más oscuros e insondables. Y es que para Gloria solo existían dos clases de poemas: los infantiles, que escribía en los momentos felices, y los adultos, que eran los que le salían cuando entraba en la hora del lobo, atenazada por la soledad de un piso en el que el silencio sonaba como un manojo de truenos. Estas son algunas de las muchas puertas que abre El Libro de Gloria Fuertes. Antología de Poemas y Vida (Blackie Books, 2017), un hermoso volumen destinado a reivindicar el legado de una autora insólita, todavía hoy poco y mal leída, cuando está a punto de cumplirse el centenario de su nacimiento.

Editado por el escritor y glorista Jorge De Cascante, El Libro de Gloria Fuertes es a la vez una rayuela, una muñeca rusa y un amplio salón de espejos recorrido por la poeta de Lavapiés. Podemos leerlo como un poemario de climatología variable, como un anecdotario o como una biografía fragmentaria y polifónica, e incluso demorarnos en su apretado contenido visual. En cualquier caso, su hoja de ruta elude felizmente el alcanfor académico para recrearse en la emoción y la ternura.

Digo felizmente porque Gloria era refractaria a la solemnidad de la academia y abominaba de los intelectuales que llevaban “del alma colgado un baberito blanco”. Por no tener no tenía ni escuela literaria, aunque en un momento dado se adscribiese al esqueje surrealista conocido como postismo. Si bien le seducía la liberación del subconsciente que reclamaban los surrealistas, pronto entendió que para ella eso era algo que le venía de serie, y que por lo tanto no necesitaba integrarse en ningún rebaño. Como mucho se consideraba yoísta, glorista, representante única del tronchante movimiento de la “corriente-corrientita”. Luchaba por mantener en la poeta adulta el estado salvaje de la poeta niña, cuando todavía no había influencias ni deudas ni santones literarios. En aquella tierra de nadie inventó su estilo, y jamás lo traicionó. “Escribo sin modelo a lo que salga / escribo de memoria de repente”, dejó tallado en uno de sus múltiples autorretratos.

Tal vez por eso su obra es tan resbaladiza, tan difícilmente etiquetable. Como ella misma decía, “para conseguir conmover y sorprender al lector hace falta pillarle por sorpresa”, desarmarle. Esta última parece una expresión hecha a medida: basta un paseo por cualquiera de sus poemarios para descubrir que el pacifismo, el ecologismo o la demanda de justicia social se arremolinan con frecuencia junto a los versos en torno a la soledad o el desamor.

Su originalidad la encontraba en los muchos recursos de los que disponía a la hora de abordar toda esa materia literaria desgastada por el tiempo. Podía entrar en el poema a través de una oscuridad densa y de repente encender una lucecita en forma de humor negro. Otras veces optaba por el camino contrario: se abría paso con alegría, y en el momento más inesperado dejaba caer un escalofrío en la página. Le gustaba lo impredecible, y por eso sus libros están hechos de arritmias, casticismos, interferencias, paradojas, juegos de palabras y versos encajados con martillo. No le importaba fracturar un poco la forma, desafinar un poco la música, si con ello lograba acceder a una verdad emocional en el fondo del poema.

Quería ante todo que se le entendiese, porque para ella la poesía era un poco como un abrazo o una medicina: algo que servía para reconfortar y curar a quienes se encontraban al otro lado del libro. Por eso la llevaba a cuestas en su motocicleta, repartiéndola en barrios obreros que eran un espejo de su propio barrio: ni menos duros ni más habitables que aquel suburbio en el que Gloria, muchos años atrás, inflaba su imaginación para hacerla más grande que las bombas y la pobreza.

La miseria (moral, económica) hizo de Gloria una rebelde, y la rebeldía la convirtió en una feminista antes incluso de que la palabra llegase a sus oídos. No podía evitarlo, lo irradiaba antes de levantar un palmo de suelo: cuando era una niña que corría entre niños tras un balón, cuando hacía volver las cabezas por vestirse como un chicazo; y, aún más adelante, cuando reescribía la tradición inventándose a tres reinas magas que viajaban a Belén animadas por una melopea de anís.

En un momento dado se hizo feminista por necesidad y por convicción: fue cuando miró a su alrededor y descubrió, sin más, que las mujeres lo tenían crudo entre tanto señor apolillado. La ridiculizaron, la ignoraron, intentaron borrarla de las tertulias literarias de bastón y monóculo. Pero como era una poeta de acción, decidió crear un espacio de poder femenino: así surgió “Versos Con Faldas”, un grupo poético hecho por y para mujeres, libre de almidón, que hizo que a más de uno se le erizasen los bigotes.

Nunca dejó de hacer ruido, de protestar. “No hay apenas mujeres reconocidas en ninguna profesión, pero el mundo está lleno de célebres hombres mediocres”, dice en un momento de este libro necesario. Palabra de Gloria, la poeta de guardia.

“(…) y si cantas verdades la celda te preparan, te preparan el llanto, porque es obligatorio…/ sufrir siendo persona, guardar rencor, adular al pedante, llevar medias en los templos, tener bastantes hijos, volver mañana, tener enemigos, es obligatorio todo esto, y encima te prohíben escupir en el suelo”

En la siguiente anécdota, capturada por Vicente Molina Foix y publicada originalmente en 1998 en las páginas de El País, se intercambian humor y terror al más puro estilo Gloria Fuertes. El columnista entrevista a la poeta, y en mitad de una confesión heladora ella lanza uno de sus petardazos verbales de niña adulta: “Fui al metro decidida a matarme. Pero al ir a sacar el billete ligué, y en vez de tirarme al tren me tiré a la taquillera”.