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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Los chicos no lloran

Mila García Nogales

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Los chicos no lloran.

Los chicos no sufren. Los chicos no temen.

Porque los chicos no sienten. Si la guerra fuese una canción de amor de los noventa, la voz de Miguel Bosé cantándole a los roles de su género se elevaría por encima del sonido de las bombas hasta ahogarlo. Al estallido, y al cantante. Pero no son tiempos de ir haciendo música bélica por ahí. Ni de quejarse. Son tiempos de guerra y ellos —los chicos— tienen que pelear.

Iba a empezar este artículo hablando de cómo la violencia patriarcal se encuentra en el origen de casi todos los conflictos bélicos. De hecho, iba a empezar este artículo la semana pasada. Y también la anterior. Sin embargo, de manera más o menos consciente, lo he ido posponiendo, a la vez que mis pensamientos iban perdiendo simplismo y ganando matices, flexibilidad, colores; llenándose de contradicciones incómodas a las que ahora, por fin, me atrevo a acercarme; en las que ahora me siento, me suelto, me dejo caer y me estiro sin peros, aun a riesgo de clavarme el guisante. En este lapso indeterminado de cuento, he pasado de creerme invencible a convertirme en princesa. He cruzado de la lucha a la empatía.

Existe un sólido sistema armado en torno a lo que significa ser hombre. Cañones apuntando o toneladas de hormigón se han encargado de darle forma a lo largo de la historia, a través de diferentes culturas; con la práctica del imperialismo como base y el extractivismo por bandera. Pero el patriarcado, para proteger sus cimientos, no solo se apropia de la tierra y explota los recursos naturales del planeta y a los pueblos que lo habitan. El patriarcado no solo mata a los cuerpos e impone su poder sobre ellos. Más allá de las gestas vistosas y sangrientas, el patriarcado también ejerce de enemigo contra sí mismo: cada vez que un niño —o un adulto— se seca las lágrimas para no mostrar “debilidad” ante el mundo, cada vez que se ataca la vulnerabilidad de un hombre y este, en respuesta, la esconde, reprime o niega, la humanidad entera es vencida. Puesto que no hay nada más humano que un llanto. Y, a consecuencia de esa supresión, todas las personas nacemos víctimas de un tirano llamado machismo. Tanto si estamos de su lado, como si no.

La realidad, al fin, me alcanza: no se puede combatir aquello de lo que se escapa. Y el feminismo no debería desentenderse de la idea atroz de que, en este momento, varios gobiernos del mundo, entre ellos, el de Ucrania, están obligando a sus ciudadanos a matar —y a morir— por el mero hecho de ser hombres.

Esos hombres no se habían alistado. No se habían ofrecido voluntarios. La mayoría ni siquiera había cogido un arma antes. Y ahí están ahora, erigiéndose en contra de su voluntad, y de su vulnerabilidad, en guerreros para defender al país del ataque de uno de los suyos. Del peor de todos ellos.

El Gobierno de Ucrania es un fusil en alto que se resiste a bajar. Todos los gobiernos lo son pues, sin sus cañones apuntando y sin sus toneladas de hormigón, sin ese sistema armado de beligerancia, el patriarcado no se sostendría. Y entonces los chicos ya no tendrían que pelear. Pero, hasta que no cambiemos el discurso de que el odio, la agresividad y la violencia habitan dentro de cada alma masculina, mientras no transformemos ese rechazo que nos provoca la masculinidad tóxica en apertura, compasión y reconocimiento para crear espacios seguros donde a ellos, desde pequeños, también se les enseñe y ayude a expresarse emocionalmente, a llorar por lo que les aguarda debajo del colchón, los chicos solo podrán soñar.

Los chicos no lloran.

Los chicos no sufren. Los chicos no temen.