Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.
Solo quiero que me queráis
Conocemos a Rainer Werner Fassbinder (Bad Wörishofen, 1945 – Múnich, 1982) por ser uno de los grandes representantes del Nuevo Cine Alemán, nacido en la misma veta generacional de la que surgieron Wim Wenders o Werner Herzog. Un poco más familiarizados con su obra, descubrimos al cineasta que halló sus temas esenciales en las relaciones de poder y en las mecánicas de opresión del grupo sobre el individuo. En las distancias cortas, distinguimos además a un extraordinario formalista: a un hombre que hizo de la contradicción entre la explosión emocional de los melodramas estadounidenses y el artificio extremo de la forma (desplazamientos de cámara lentos y circundantes, reencuadres claustrofóbicos, fascinación por los espejos) uno de sus rasgos de estilo más reconocibles.
Falleció en plena juventud pero vivió rodando compulsivamente, a veces hasta tres películas en un año, justificando así el título del libro biográfico (Ya dormiré cuando esté muerto) que sobre él escribió su colaborador Harry Baer. La peculiaridad de esa filmografía oceánica es que conforma una incesante vuelta de tuerca sobre los mismos asuntos, como si el acto de crear obedeciese a una quemazón interior para la que no existía alivio. O como asegura Baer: “La explotación de los sentimientos es el tema constante, el elemento dramático de todas las historias filmadas y escritas por Rainer. Una neurosis forzosa para todas las producciones, precisamente porque él ya no era solamente la víctima, sino también, en muchísimos casos, el verdugo”.
En este extracto, Baer localiza con exactitud el origen de la quemazón de Fassbinder: su doble condición de vampiro y vampirizado; facetas que alternó o simultaneó a lo largo de su vida y que constituyen la auténtica energía de su obra. Resulta sintomático que muchas de las películas ajenas que le obsesionaron excavasen en el tema de la dominación emocional, como sucede en su querida ‘El Ángel Azul’ (Josef von Sternberg, 1930). Pero, además, utilizó sus propias películas como artefactos en los que hacer resonar la problemática de la explotación y la dependencia. En sus propias palabras: “En nuestra sociedad, una y otra son inevitables. El problema reside en que siempre hay una clase social que quiere educar a la otra. Un hombre a su mujer, un hombre a otro hombre. Siempre hay esta relación de educación, amo-esclavo, muy gurú y casi fascista”.
‘En un año con trece lunas’ (1978) surge alumbrada por dos dictámenes del propio director: el primero asegura que “el amor es el mejor, el más insidioso y eficaz instrumento de represión social”, y el segundo concluye que “quien menos ama es quien más poder tiene”. Ambas ideas habían impregnado no pocos títulos previos, ocupando el núcleo de obras como ‘Martha’ (1974) o ‘La ley del más fuerte’ (1975), y Rainer las volcó de nuevo en la obra que más nítidamente se presenta bajo la forma de una expiación. La película nació de un ajuste de cuentas, sobre todo consigo mismo: en concreto, de la necesidad urgente de sacudirse la culpa tras el reciente suicidio de Armin Meier, amante reconvertido en actor habitual de un importante tramo de su filmografía.
El proyecto fue un empeño íntimo, concretado con la celeridad de un relámpago y saldado con un absoluto desconcierto público. Basta con recordar que Rainer acababa de filmar ‘El matrimonio de Maria Braun’ (1978), un ambicioso largometraje de casi dos millones de marcos que poco tiempo después se estrenaría con gran éxito de audiencia. Por el contrario, ‘En un año con trece lunas’ recuperaba su querencia por el cine de guerrilla, con un presupuesto de setecientos mil marcos inyectados en una película barroca y excesiva, en la que Fassbinder trabajó como guionista, director, montador, director artístico y operador de cámara durante poco más de tres semanas. Una vez en las salas, su criatura terminó por desterrarle temporalmente de su círculo social: acusado de explotar artísticamente la muerte de Armin, pocos entendieron que Rainer estaba elaborando realmente su propio dolor para tratar de vencerlo.
Sobre el papel, la película relata los cinco últimos días en la vida de Erwin / Elvira: una trans que se hace operar en Casablanca, inducida por el amor ciego que siente hacia un proxeneta reciclado en especulador inmobiliario. Pero ese amor es ahora una herida en el pasado, y Erwin se presenta ante nosotros encarcelado a perpetuidad en el cuerpo de Elvira, buscando desesperadamente contacto humano en las arterias de un Frankfurt fantasmal. La obertura anticipa una travesía frustrante: camuflada con ropa masculina, Elvira tantea un encuentro sexual en una zona de cruising a orillas del río Main, pero basta con la exploración de un hombre bajo su ropa interior para que broten la humillación y los golpes. Es una escena importante, en cuanto que marca además el estilo abigarrado de la película: sobre una situación sórdida, Fassbinder opta por deslizar un hermoso adagietto de Mahler, preludiando así una obra hecha de extrañas colisiones de tono.
Aunque ha sido definida con acierto como el ejemplo más radical que Fassbinder nos presenta de un intento de comprar amor, esta es ante todo una película sobre el drama del cuerpo. La tragedia de Elvira es que su cambio de sexo no obedece a un ajuste identitario, sino que es el resultado de un acto de amor mal entendido. Después, el cuerpo modificado se convierte en una fuente de soledad y terror cotidiano. “Eres un trozo de carne gorda, repugnante y prescindible”, le dice su nueva pareja antes de abandonarla, “eres una cosa, un objeto”. En otro momento, Fassbinder incide en ello con una famosa escena metafórica. Transcurre en un matadero, donde Elvira recuerda en un extenso monólogo su pasado como matarife, mientras asistimos a un mecánico ritual de sacrificio de reses.
Resulta difícil discernir la máscara que se reserva Rainer en el relato, teniendo en cuenta la línea invisible entre “la actitud defensiva y agresiva” que el crítico Donald Hayman identificó en su cine. No es difícil ver algo de Fassbinder en Elvira, la criatura suplicante en busca de una identidad: incapaz de integrarse de nuevo en la familia tradicional que un día formó como hombre, pero desprovista de una brújula para afrontar un futuro como mujer. Pero también como Anton, el viejo amante mezquino y grotesco. E incluso como Zora, la amiga prostituta de Elvira, un apoyo voluntarioso pero finalmente débil. Ante todo, Rainer quería explicarse, hacerse entender y entenderse. Porque como dijo una vez: “Vivimos dentro de un sistema que no da a las personas la posibilidad de establecer contactos, de comunicarse. Una comunicación real entre las personas sería revolucionaria”.
Conocemos a Rainer Werner Fassbinder (Bad Wörishofen, 1945 – Múnich, 1982) por ser uno de los grandes representantes del Nuevo Cine Alemán, nacido en la misma veta generacional de la que surgieron Wim Wenders o Werner Herzog. Un poco más familiarizados con su obra, descubrimos al cineasta que halló sus temas esenciales en las relaciones de poder y en las mecánicas de opresión del grupo sobre el individuo. En las distancias cortas, distinguimos además a un extraordinario formalista: a un hombre que hizo de la contradicción entre la explosión emocional de los melodramas estadounidenses y el artificio extremo de la forma (desplazamientos de cámara lentos y circundantes, reencuadres claustrofóbicos, fascinación por los espejos) uno de sus rasgos de estilo más reconocibles.
Falleció en plena juventud pero vivió rodando compulsivamente, a veces hasta tres películas en un año, justificando así el título del libro biográfico (Ya dormiré cuando esté muerto) que sobre él escribió su colaborador Harry Baer. La peculiaridad de esa filmografía oceánica es que conforma una incesante vuelta de tuerca sobre los mismos asuntos, como si el acto de crear obedeciese a una quemazón interior para la que no existía alivio. O como asegura Baer: “La explotación de los sentimientos es el tema constante, el elemento dramático de todas las historias filmadas y escritas por Rainer. Una neurosis forzosa para todas las producciones, precisamente porque él ya no era solamente la víctima, sino también, en muchísimos casos, el verdugo”.