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Lo de las mujeres rurales es también violencia obstétrica

6 de noviembre de 2020 05:42 h

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Hace unos días se conmemoró el Día Internacional de las Mujeres Rurales, un día para visibilizar la labor que una cuarta parte de la población mundial hace diariamente sin descanso para garantizarnos la seguridad alimentaria al resto de la humanidad. Mujeres que trabajan triples jornadas, la mayor parte de ellas sin remuneración. Y yo, que soy una mujer nacida en un país rural, criada y educada por mujeres rurales, vengo a contarles algo que desde hace unos años me roba el sueño -en el más literal de los sentidos-. Para ponerles un poco en contexto, tengo que contarles que soy una mujer nacida en el sur de Colombia. Desde que estaba en la panza de mi madre ya asistía a reuniones de mujeres campesinas, mujeres organizadas para conocer y reclamar sus derechos. Soy hija de una mujer que me enseñó a trasegar por el camino de las luchas de las mujeres rurales y, como no podía ser de otra manera, eso ha tenido una enorme influencia en mi vida. Y apenas vine a entenderlo hasta hace unos pocos años.

La violencia obstétrica ha sido ampliamente estudiada por el movimiento feminista, definida en términos generales como los tratos crueles, inhumanos y/o degradantes que se ejercen sobre los cuerpos de las mujeres en situaciones de embarazo, parto y posparto por parte del personal sanitario. La violencia obstétrica va de la patologización, la medicalización y la cosificación de los cuerpos de las gestantes. Hasta ahí todo bien. Esto nos resulta de alguna manera familiar. Pero, ¿y si hablamos de las mujeres que, para parir, deben andar horas por caminos fangosos por el que no anda un coche para llegar a un puesto de salud; o de mujeres que deben ir 10 horas en una lancha por un río o 7 horas a lomo de un caballo para llegar a un hospital; o de las que ni haciendo eso logran llegar, en medio de un trabajo de parto, al hospital o centro de salud más cercano? ¿Eso nos suena a violencia obstétrica? ¿O ya no tanto?

Haciendo mi tesis doctoral en violencia obstétrica, esa fue la realidad que me encontré cuando mujeres rurales de Caquetá, Colombia, me contaron cómo habían parido a sus hijos e hijas. La mayoría de las que entrevisté nunca pudieron llegar a un hospital. Su opción era, en el mejor de los casos, buscar a alguna partera que viviera cerca para que las asistiera y que con suerte, alcanzara a llegar el día del parto. O, como les tocó a otras, tomar el cuchillo con más filo de su cocina, calentarlo al fuego, parir en cuclillas agarradas de la cama, con la compañía de una vecina y con ese cuchillo cortar el cordón umbilical del bebé o la bebé.

Ellas no son las únicas. En el mundo hay millones de mujeres como ellas para quienes el parto es un absoluto desafío y el parto en hospital, un privilegio impensable. Según el informe de la Comisión Guttmacher-Lancet sobre Salud y Derechos Sexuales y Reproductivos (2018), se calcula que alrededor de 30 millones de mujeres dan a luz en sus casas o en otros sitios, sin la posibilidad de atención especializada o tratamiento por complicaciones del parto.

Un estudio realizado con mujeres de una zona rural en Tanzania, publicado en la revista médica The Lancet (2015), estableció que la mortalidad materna se asocia directamente con la distancia al hospital -cuanto más lejos les quedaba, más posibilidades de morir tenían-, pasando de 111 muertes por cada 100.000 nacimientos vivos entre las mujeres que viven dentro de los 5 kilómetros de un hospital a 422 muertes por cada 100.000 entre las que viven a más de 35 kilómetros de un hospital.

América Latina no escapa de esta realidad y una de tantas historias que da cuenta de eso es la de Inés Ramírez, -hace algún tiempo se hizo muy conocida, pueden encontrarla con una búsqueda simple en Google-. Es una mujer indígena mexicana, que vivía en una zona rural de México. Solo hablaba zapoteco, estaba embarazada y vivía a más de 80 kilómetros de la partera más cercana. Una noche entró en trabajo de parto y no tenía a nadie cerca a quien pedir ayuda, el dolor era tan insoportable que tomó la decisión de cortarse el vientre ella misma. Inés se practicó una cesárea y extrajo a su hijo, le cortó el cordón umbilical con unas tijeras y cayó desmayada. Sin embargo, recobró el conocimiento y cuando el médico de la aldea fue a verla estaban conscientes, ella y el bebé. Los médicos no se explican cómo pudo hacerlo.

Esta es sólo una historia que se hace pública de los millones que suceden en el mundo y dan cuenta de las situaciones crueles a las que se ven sometidas las mujeres rurales embarazadas por falta de asistencia médica y garantías reales para acceder al sistema de salud.

La violencia obstétrica es un tipo de violencia de género cuya búsqueda de su eliminación se enmarca en la lucha por la defensa de los derechos sexuales y reproductivos; de la protección de los derechos de las mujeres a su autonomía, a su intimidad, a ser debidamente informadas, a su libre determinación, a la efectividad del derecho a la salud, a vivir una vida libre de violencias, etcétera.

Cuando supe todo esto de las mujeres rurales y vi que estas cosas horribles no me encajaban dentro de la descripción típica de violencia obstétrica que les cité arriba, quise hablar con algunas investigadoras que en España han venido estudiando y teorizando al respecto y que me sirvieron de guía cuando empezaba toda esta exploración. Lo que me manifestaron fue que estas cosas, aunque aberrantes y reprochables, eran vulneraciones de derechos sexuales y reproductivos, e incluso violencia institucional, pero que, de ninguna manera, eran violencia obstétrica. Es decir, que si bien estas realidades hacían parte de ese universo de causas que están dentro de la lucha por los derechos sexuales y reproductivos y la violencia institucional, ellas consideraban que no era violencia obstétrica, porque esta responde a un concepto teórico y jurídico muy concreto.

Yo tengo claro que cualquier tipo de violencia se agudiza cuando estamos frente a situaciones de racismo, clasismo y colonialismo y que, si queremos hacer un análisis feminista real y crítico, esto no podemos ignorarlo. No veo por qué las mujeres embarazadas que alcanzan a llegar a un hospital y que reciben tratos crueles por parte del personal de salud pueden reclamar la efectividad del derecho a la salud, de sus derechos sexuales y reproductivos, a vivir una vida libre de violencias, y las mujeres rurales embarazadas (campesinas, negras, indígenas, gitanas, etc.) que no pudieron llegar porque nunca tuvieron esa opción, no pueden alegarlo en iguales condiciones. Ambas se ven atravesadas por la misma situación de violencia estructural. La violencia obstétrica no puede reducirse solo al momento concreto del parto y, además, al embarazo y parto que viven solo un sector de mujeres. La violencia obstétrica en sí misma es también violencia institucional, es el reflejo de la omisión estatal, del incumplimiento de los más básicos compromisos en materia de derechos humanos y no debería distinguir a mujeres dentro y fuera de un hospital.

Esto requiere un análisis mucho más largo y profundo, lo sé, y hay cosas que se me quedan por fuera. Todas las dudas que tuve al respecto, las resolví y no fue con las académicas –aunque debo decir que tuve mujeres maravillosas a mi lado, académicas también, que con su opinión me animaron a seguir-. Las resolví con las mujeres rurales, las que han vivido en su cuerpo el olvido del Estado y de la sociedad, y las que me recordaron que una siempre debe estar del lado de las que sufren. Que sin una revisión profunda del racismo y el colonialismo, nuestra lucha está a medio hacer y a medio contar y sigue siendo para unas cuantas y no para todas.

Hace unos días se conmemoró el Día Internacional de las Mujeres Rurales, un día para visibilizar la labor que una cuarta parte de la población mundial hace diariamente sin descanso para garantizarnos la seguridad alimentaria al resto de la humanidad. Mujeres que trabajan triples jornadas, la mayor parte de ellas sin remuneración. Y yo, que soy una mujer nacida en un país rural, criada y educada por mujeres rurales, vengo a contarles algo que desde hace unos años me roba el sueño -en el más literal de los sentidos-. Para ponerles un poco en contexto, tengo que contarles que soy una mujer nacida en el sur de Colombia. Desde que estaba en la panza de mi madre ya asistía a reuniones de mujeres campesinas, mujeres organizadas para conocer y reclamar sus derechos. Soy hija de una mujer que me enseñó a trasegar por el camino de las luchas de las mujeres rurales y, como no podía ser de otra manera, eso ha tenido una enorme influencia en mi vida. Y apenas vine a entenderlo hasta hace unos pocos años.

La violencia obstétrica ha sido ampliamente estudiada por el movimiento feminista, definida en términos generales como los tratos crueles, inhumanos y/o degradantes que se ejercen sobre los cuerpos de las mujeres en situaciones de embarazo, parto y posparto por parte del personal sanitario. La violencia obstétrica va de la patologización, la medicalización y la cosificación de los cuerpos de las gestantes. Hasta ahí todo bien. Esto nos resulta de alguna manera familiar. Pero, ¿y si hablamos de las mujeres que, para parir, deben andar horas por caminos fangosos por el que no anda un coche para llegar a un puesto de salud; o de mujeres que deben ir 10 horas en una lancha por un río o 7 horas a lomo de un caballo para llegar a un hospital; o de las que ni haciendo eso logran llegar, en medio de un trabajo de parto, al hospital o centro de salud más cercano? ¿Eso nos suena a violencia obstétrica? ¿O ya no tanto?