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Pasear entre putas

Amsterdam no existe en realidad. La ciudad, dicen, es el máximo exponente de lo que es capaz de hacer el ser humano. Construida sobre agua, la población ha aprendido a vivir en constante movimiento. Nada parece casual. Las casas están un poco inclinadas hacia delante para que los muebles no golpeen con la fachada cuando los suben por el exterior. Por esas escaleras tan estrechas, no caben grandes armatostes. En el tejado de casi todas las viviendas hay colgado un gancho, que utilizan para agarrar las poleas. A casas estrechas, grandes soluciones. Los impuestos aumentaban en función del ancho de la vivienda, así que construyeron hacia arriba.

Ciudad de mercaderes, la capital holandesa ofrece hoy a sus visitantes lo que ofrecía también a los primeros marineros que hicieron pie allí: un ocio en el que no cabe ningún juicio de valor. En una misma calle, justo detrás de la Iglesia Nueva –Oude Kerk–, de un vistazo, encuentras una tienda en la que venden trufas de setas alucinógenas, un coffee shop y mucha cerveza. Sólo unas calles más allá, el aderezo que faltaba para la gran fiesta: las mujeres. Ellas están en el Barrio Rojo. La mayoría no son holandesas, que pueden presumir de haber logrado una igualdad, al menos formal, aceptable si se compara con otros países europeos, y trabajan detrás de otros escaparates. En los que están iluminados con la característica luz roja, que antes era un código pero ahora es un souvenir, las mujeres son principalmente de América Latina y de Europa del Este. Muchos de los clientes sí son ciudadanos holandeses y pasean por las calles del barrio rodeados de turistas, que acuden a la zona por distintas razones.

Algunas personas visitan el barrio por curiosidad, por puro morbo, para darse codazos entre ellas luego y susurrar: “Look, look”. Lo que ven son putas. Esas luces rojas causan sensación, pero esta es muy distinta según quién mire. En la calle principal del famoso Barrio Rojo, Oudezijds Achterburgwal, el sexo es el producto estrella y todo está diseñado para satisfacer los deseos de hombres heterosexuales. Puedes pagar dos euros por ver dos minutos de un espectáculo erótico a través de una mirilla; ver porno en vivo; o acostarte con una prostituta. La tarifa habitual es de 50 euros por un servicio de 20 minutos, que incluye coito y felación. Ellas pagan entre 80 y 90 euros por el alquiler diario de las cabinas, que habitualmente se gestiona a través de una especie de sindicato, que está situado en los aledaños de la iglesia del barrio. En Amsterdam, el pecado y el perdón; la marihuana y los dulces, conviven puerta a puerta. “Que no os falte de nada”, podría ser el lema de la ciudad.

En Holanda son expertos en negocios y se manejan sin dificultad en una doble moral, que imprime carácter. Todo vale si no molestas. Las reglas de oro son la discreción, y manejarse bien en los negocios. En el Barrio Rojo, debido al turismo masivo, la discreción holandesa no es tan viable. Además, ahora, en un intento institucional de darle otra cara a la zona, empiezan a aparecer nuevos restaurantes desde los que puede verse esa cara de la ciudad que la población tolera en la sombra. Las zonas oscuras son ideológicas. Una de las luces de neón más grandes del país está en este barrio, anunciando espectáculos de sexo en vivo. Las entradas, agotadas. En la cola, grupos de amigos y parejas dispuestas a divertirse. En la puerta, el dueño, un hombre mayor, de pelo blanco y largo, que controla con gesto de apatía todos los locales que tiene en la calle. Su emblema, un elefante rosa. Entre sus virtudes no debe estar la originalidad, pero en su cuenta corriente hay ceros suficientes para comprar y vender cualquier cosa. Bienvenido es, pues, en la ciudad en la que se vendió la primera acción del mundo.

Paseo por sus calles junto a mi hermano. Me pregunto cómo alguien se puede empalmar con lo que para mí es la versión humana de las tradicionales ferias de ganado. Él tampoco se lo explica, pero tiene ante él los privilegios de la masculinidad, que pueden llevarse hasta el límite si tienes dinero. Nos dicen que esto es el ‘Disneyland’ de los adultos. Es cierto que, en este mundo, se trafica sin escrúpulos con ratones; igual que con mujeres.

Me sorprendo sintiéndome fervientemente abolicionista. Al menos, hasta que mi estómago vuelva a colocarse en su sitio. La última vez que estuve aquí no quise visitar la zona. Hoy, asumo mis contradicciones: No. No me gusta ver a mujeres expuestas en escaparates. “A quién le importa lo que te guste a ti”, pensarán algunas. Es verdad. Además, aquí, poco importa mi opinión si no puede comprarse. El neoliberalismo brilla con fuerza en Amsterdam.

Amsterdam no existe en realidad. La ciudad, dicen, es el máximo exponente de lo que es capaz de hacer el ser humano. Construida sobre agua, la población ha aprendido a vivir en constante movimiento. Nada parece casual. Las casas están un poco inclinadas hacia delante para que los muebles no golpeen con la fachada cuando los suben por el exterior. Por esas escaleras tan estrechas, no caben grandes armatostes. En el tejado de casi todas las viviendas hay colgado un gancho, que utilizan para agarrar las poleas. A casas estrechas, grandes soluciones. Los impuestos aumentaban en función del ancho de la vivienda, así que construyeron hacia arriba.

Ciudad de mercaderes, la capital holandesa ofrece hoy a sus visitantes lo que ofrecía también a los primeros marineros que hicieron pie allí: un ocio en el que no cabe ningún juicio de valor. En una misma calle, justo detrás de la Iglesia Nueva –Oude Kerk–, de un vistazo, encuentras una tienda en la que venden trufas de setas alucinógenas, un coffee shop y mucha cerveza. Sólo unas calles más allá, el aderezo que faltaba para la gran fiesta: las mujeres. Ellas están en el Barrio Rojo. La mayoría no son holandesas, que pueden presumir de haber logrado una igualdad, al menos formal, aceptable si se compara con otros países europeos, y trabajan detrás de otros escaparates. En los que están iluminados con la característica luz roja, que antes era un código pero ahora es un souvenir, las mujeres son principalmente de América Latina y de Europa del Este. Muchos de los clientes sí son ciudadanos holandeses y pasean por las calles del barrio rodeados de turistas, que acuden a la zona por distintas razones.