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Un problema de otras: feminismo y blanquitud

Imaginad que asistís a unas jornadas periodísticas sobre sexismo a las que han invitado a debatir a tres hombres, representantes de diferentes organizaciones. Como activistas feministas no tendríamos reparo en levantarnos de la silla e irnos. Sin embargo, la cuestión no queda tan clara, o se presenta de manera más difusa, cuando las jornadas versan sobre periodismo y xenofobia y quienes tienen invitación a la mesa son tres hombres o mujeres blancas.

Fue lo que lo que le ocurrió la pasada semana a mi compañera, June Fernández, una de las coordinadoras de Pikara Magazine, invitada a unas jornadas sobre los medios de comunicación ante los discursos del odio en la que no se incluyó ni a una sola persona migrada o no blanca en todo un programa dedicado a reflexionar sobre cómo se construye al “otro” y cómo se puede frenar el racismo, desde el derecho, la pedagogía social y el periodismo. Las personas migradas que asistieron apenas tuvieron tiempo para intervenir porque, como es habitual, las ponencias arañaron tiempo al debate.

Fernández escribió sus sensaciones en su muro de Facebook y prefirió llevar el asunto a la autocrítica: “Pensamos siempre en cómo los medios representan a las personas migradas, cómo hablan ‘sobre ellas’. Señalamos menos la ausencia de personas migradas como fuentes expertas, como analistas, columnistas, tertulianas. Señalamos menos que en nuestras ciudades viven periodistas que no pueden ejercer debido a la ley de extranjería, a las trabas para homologar titulaciones y al racismo. Y de la misma forma que a las feministas no nos sirve que un editor diga que no encuentra mujeres que quieran salir en su tertulia o escribir en una columna, creo que quienes coordinamos medios alternativos que se llenan la boca hablando de diversidad, deberíamos ponernos las pilas e incluir a personas migradas como comunicadoras”.

La experiencia de mi compañera se suma a los espacios de intercambio que he vivido las últimas semanas, en los que la cuestión de ‘la blanquitud’* y el debate sobre los privilegios ha estado muy presente. Uno de estos espacios fueron las jornadas celebradas en Granada sobre feminismos decoloniales, organizada por 'South Training Action Network of Decoloniality'. En estos encuentros se pusieron sobre la mesa diferentes malestares y debates sobre el hecho de que mujeres blancas realicen, por ejemplo, estudios, sobre mujeres racializadas de otras latitudes o con menos privilegios.

Una de las opiniones más contundentes fue la de la activista y teórica del movimiento lésbico-feminista latinoamericano y caribeño e iniciadora del movimiento antirracista de mujeres afro de la región, Ochy Curiel. En una de sus intervenciones, la activista afrodominicana preguntaba: “¿Qué supone el privilegio de la blanquitud? Gente blanca estudiando a gente otra”. Para Curiel, esto ya es un problema y una clara violencia epistémica: “¿Por qué la blanquitud no es un sujeto de investigación?, ¿por qué no hacemos antropología de los privilegios?”, también desde ahí. Y lanzaba alguna respuesta: “Porque eso limpia culpas”.

Todas estas reflexiones cobran especial sentido en el debate sobre la necesidad de espacios asamblearios feministas no mixtos y en la discusión sobre cómo recibimos la crítica cuando lo no mixto tiene que ver con la ausencia de personas blancas en esos espacios. ¿Cómo reciben las personas activistas y feministas blancas estas críticas y cómo nos sentimos interpeladas e incluso violentadas por ello? Una de las ‘tendencias’ es vivir estos privilegios como contradicciones, a lo que Ochy Curiel apuntaba que es necesario “superar esas contradicciones que nos ubican en el lugar de enunciación”.

Al menos en las experiencias que he vivido, en los movimientos feministas blancos, la crítica sobre la blanquitud y la autorrevisión de estos privilegios sigue sin estar muy presente. Es más, creo que no existe una revisión de privilegios en otros sentidos y en términos generales. Por ejemplo, cuando la persona que enuncia no destaca su privilegio como académica o como persona que domina los únicos discursos que se legitiman: el oral y el escrito; aunque viva discriminaciones en otros sentidos. La cuestión de los privilegios brilla por su ausencia en prácticamente todos los movimientos activistas.

Por otra parte, a la cuestión de estudiar siempre a ‘otras’ se suman los privilegios que obtenemos –como blancas– por ello en forma de títulos o créditos, tal y como apuntaba Curiel. Se hace ineludible relacionar esto con la ausencia de las corporalidades blancas en las teorías y planteamientos que proponemos: ¿por qué no nos exponemos más como feministas en los espacios que se consideran públicos contando nuestros devenires y lo que rodea a nuestros cuerpos? ¿Por qué no lo hacemos con nosotras pero sí, de nuevo, con otras? ¿Por qué lo privado en los ‘feminismos blancos’** sigue sin salir a lo público? ¿Por qué en nuestras presentaciones parece que hayamos venido al mundo solas, sin mencionar las violencias concretas que nos han llevado hasta aquí, las comunidades o estructuras que nos rodean o incluso nos sostienen? ¿Por qué marcamos tanta distancia entre nuestros planteamientos y nosotras? ¿Por qué cuando estudiamos la violencia machista siempre hablamos de ‘las mujeres víctimas’ y no de ‘nosotras, mujeres víctimas’? ¿Por qué nuestros conocimientos nunca son situados? ¿Por qué Ochy Curiel es –en esta nota– teórica y activista afrodominicana y mi compañera June Fernández es sólo June Fernández sin más apellidos? Sin blanca, sin vasca, sin nada…

¿No es esto acaso asumir que lo blanco es lo universal? ¿No estoy acaso yo, ahora, hablando de las otras?

Quizás es tiempo de que las feministas blancas sintamos vulnerabilidad también desde nuestros privilegios y que asumamos, como defendía María Paula Meneses en el encuentro de Granada, que nuestra identidad también es “biográfica, política y epistemológica” –nuestro conocimiento–. El desmantelamiento de los regímenes de verdad pasa por acabar con ‘La Historia’ única y empezar a generar historias desde nuestras vivencias subjetivas de una manera situada. También pasa por poner en cuestión nuestros privilegios. Aunque estos no se reduzcan únicamente a la cuestión de la blanquitud, ignorarla implica ejercer violencia y caer en un reduccionismo y en unos feminismos con demasiadas certezas y pocas preguntas. En definitiva, más mundo del mismo. Bienvenidas las crisis de las certezas.

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*Pongo ‘la blanquitud’ con comilla porque también existe un hondo debate sobre ello. El autor decolonial Ramón Grosfoguel, que también asistió a las jornadas de Granada, defendía que las categorías raciales son distintas en diferentes latitudes y cómo una categoría racial en un lugar determinado puede tener que ver más con una religión que se practique que con una “pigmentación”. Para Grosfoguel, hablar de categorías raciales es hablar de epistemologías –conocimientos que condicionan la forma de entender e interpretar– y, por tanto, de formas de ver el mundo: unas aceptadas y otras no. Por ello, también es necesario situar el debate de ‘la blanquitud’ en cada contexto.

**No creo que exista un solo feminismo blanco al igual que no creo que exista un solo feminismo negro.

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Fue lo que lo que le ocurrió la pasada semana a mi compañera, June Fernández, una de las coordinadoras de Pikara Magazine, invitada a unas jornadas sobre los medios de comunicación ante los discursos del odio en la que no se incluyó ni a una sola persona migrada o no blanca en todo un programa dedicado a reflexionar sobre cómo se construye al “otro” y cómo se puede frenar el racismo, desde el derecho, la pedagogía social y el periodismo. Las personas migradas que asistieron apenas tuvieron tiempo para intervenir porque, como es habitual, las ponencias arañaron tiempo al debate.