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Resistencias antifeministas, neomachismo, usurpación y paternalismo

Julia Cañero

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Las resistencias más visibles, directas y violentas las podemos encontrar en forma de agresiones a las compañeras por parte de los sectores más reaccionarios, machistas y fascistas, que inundan las redes sociales. Aumentan los perfiles de hombres youtubers o instagramers con mensajes antifeministas (a veces en tono de burla o de gracia) que, desgraciadamente, tienen cada vez más seguidores. El acoso en redes ha obligado a muchas mujeres a cerrar sus perfiles o hacerlos privados. También nos hemos encontrado con amenazas y denuncias, como la reciente denuncia admitida a trámite contra Pamela Palenciano por un “delito de odio hacia los hombres”. Esta resistencia ultramachista no solo responde a unos cuantos hombres cabreados que no quieren perder sus privilegios, está acompañada por un sistema que les da voz y credibilidad. La “injusticia patriarcal” a la que, entre otras cosas, se tienen que enfrentar las víctimas de violencia machista o las madres en procesos judiciales, actúa como soporte para la resistencia patriarcal.

También encontramos una resistencia diaria y común, menos violenta pero muy perjudicial, con discursos que pretenden ser imparciales. Se invisibiliza la desigualdad y solo se reconoce la violencia machista en casos extremos. Ahí se sitúan las personas que se denominan “ni machistas ni feministas”, “igualistas” o incluso “feministas, pero no de ese feminismo que hay ahora” que usan a diario el “no todos…” o “las mujeres también…”. Están convencidos de que la igualdad ya existe en sus vidas y en las vidas de quienes les rodean. Reconocen el machismo pero piensan que las mujeres contemporáneas ya hemos adquirido derechos y que no tenemos motivos “para quejarnos” a no ser que hayamos sido maltratadas físicamente o violadas. En ese universo neomachista, con su discurso políticamente correcto, las feministas tendemos a ser exageradas y extremistas y surge el término hembrista o radical (no como corriente feminista, sino como sinónimo de “extremismo”), porque el término feminazi es demasiado soez para alguien que defiende “la igualdad”.

Pero también podemos encontrar hombres igualitarios, que se consideran aliados feministas, corresponsables, usan el lenguaje inclusivo, defienden las nuevas masculinidades y que, quizás, incluso dan charlas al respecto. El problema es cuando todo este proceso forma parte de un disfraz y no hay una revisión real, sincera y humilde de los privilegios. Nos encontramos además con violencias machistas enmascaradas en una aura de pareja progre, de las que muchas mujeres no saben cómo salir a pesar de tener herramientas, dudando incluso de ellas mismas ante la imagen socialmente endiosada de un activista “aliado”. Existen hombres muy concienciados que han hecho de la conciencia carrera y que, quizás, son más reconocidos en el ámbito de la igualdad que las propias mujeres y se lucran con ello. Porque en esta sociedad patriarcal no es incompatible (ni, al parecer, contradictorio) seguir haciendo uso de los privilegios mientras se cuestionan. Encontramos incluso mujeres que siguen admirando el discurso del hombre (sobre todo si está “deconstruyendo su masculinidad”) y otorgan más credibilidad y valor a sus palabras. Y mujeres profesionales que deben adquirir roles de la masculinidad hegemónica para hacerse escuchar. Cuanta más base social tenga el feminismo, más cuidado hay que tener con la apropiación de los espacios y de los discursos. En las maternidades se puede observar esta usurpación muy bien. Los padres corresponsables deben respetar las necesidades de las madres y los bebés. Sin embargo, la usurpación progre disfrazada de corresponsabilidad puede causar a las madres serios problemas: hombres que han leído mucho sobre embarazo y crianza y, en lugar usar esa información para comprender y apoyar a la madre, le dan pautas y directrices, como si ella fuera el recipiente de “su bebé”. Hombres que reclaman dar biberones para participar por igual en la alimentación, haciendo ver que la capacidad y el deseo de amamantar de la madre es un capricho. Que reclaman permisos de paternidad iguales a pesar de no haber pasado por un embarazo, un parto, un posparto, lactancia materna y puerperio. Que reclaman custodias compartidas impuestas como un derecho individual y adulto sin tener en cuenta las necesidades de las madres y de sus criaturas, repartiéndose al bebé como una posesión más, etc.

Pero no todas las resistencias vienen de fuera. El paternalismo puede ser externo al movimiento, pero también se da entre compañeras feministas y afecta principalmente a aquellas mujeres que salen fuera de la lógica hegemónica y de una única vía de liberación. Encontramos relaciones de este tipo con compañeras migrantes, racializadas (como las mujeres gitanas), mujeres pobres (porque el feminismo hegemónico sigue siendo de las clases medias), madres (porque la maternidad se sigue considerando patriarcal), infancia y adolescentes (porque las vías, métodos y discursos de liberación que se proponen son generalmente adultocéntricos), etcétera. El feminismo no es “uno, grande y libre” porque las mujeres somos diversas y, aunque nos opriman por ser mujeres, los caminos para liberarnos de esa opresión son múltiples. Si la consideración de un feminismo único la realizamos desde el occidente blanco, de clase media, heterosexual, etcétera (y podría añadir: con un cierto nivel educativo y una determinada franja etaria), estaremos exportando al mundo entero un único punto de vista sobre las estrategias de lucha y formas de liberación, que normalmente no son aplicables al resto de contextos. Dejamos también a un lado las múltiples opresiones que, en cada caso, se entrecruzan. Pero reconocer las diferencias no implica separación. De hecho, deberíamos intentar abandonar esos discursos prediseñados que repetimos sin cesar y empezar a escuchar a compañeras que viven experiencias diferentes, que nunca antes habíamos tenido en cuenta. Sin duda, podríamos aprender otras formas de lucha porque, como dice Pastora Filigrana, sus estrategias de resistencia ante las diferentes opresiones pueden ser la clave para definir un activismo realmente transformador.

Resulta fácil decir que estamos inmersas en dinámicas de poder, pero no siempre es fácil reconocer que nos encontramos más próximas al lado de arriba, que siendo  mujeres e incluso activistas, feministas y revolucionarias, tenemos muchas cosas en común con el lado opresor y, a veces, menos con el oprimido. Reconocerlo de verdad, no porque queda muy cool la interseccionalidad. No paramos de criticar la cantidad de #NotAllMen y nosotras nos justificamos cada vez que un colectivo nos hace ver nuestros privilegios, sobre todo cuando nos los muestran de forma incómoda. Debemos hacer una gran autocrítica, por ejemplo, en el uso de la ciencia: los estudios de género deberían acercarse más a la realidad diversa de las mujeres y sus contextos (no haciendo teorías universales de un único modelo de salvación) y luchar para que la teoría feminista se convierta en práctica también en los espacios universitarios y políticos (en lugar de adaptarse a sus dinámicas patriarcales).

También corremos el riesgo de enfrentarnos a una nueva institucionalización, por eso es necesario revisar nuestra historia. La cooptación de los colectivos feministas por los partidos políticos generó un feminismo de carácter institucional, de tal forma que, si bien consiguieron importantes avances en el terreno legislativo, dejaron de ser grupos de presión autónomos, de carácter transformador y antisistema. Dejaron por lo tanto de ser un referente activista en la calle, más allá del 8M y del 25N, donde también se podía ver esa institucionalización en los actos. La creación de los centros de la mujer (con nombres diferentes según el territorio) ha significado un gran logro para el asesoramiento, soporte y ayuda a las mujeres, sobre todo a las víctimas de violencia machista, pero no se pueden plantear como sustituto de la lucha, porque supondría la profesionalización de un movimiento social. Al igual que la constitución de los colectivos feministas como asociaciones de mujeres. Siempre agradeciendo la enorme y valiosa lucha de estas mujeres por los derechos adquiridos que ahora todas disfrutamos, pero muchas activistas quedaron atrapadas dentro del sistema que pretendían cambiar. El feminismo no se puede traducir en votos, sino en transformaciones sociales. Debemos dar un empuje al feminismo autónomo, que desde la pandemia parece estar en duermevela y se despierta solo a golpe de post o de like: la imagen ilusoria de un activismo fantasma, la institucionalización 2.0.

Muchos son los riesgos a los que se exponen las feministas hoy, comenzando por una dura resistencia antifeminista y ofensiva patriarcal. Sin embargo, en ocasiones nos enfrentamos a formas más sutiles con las que convivimos en nuestros propios espacios y que debemos desenmascarar, incluso a través de la autocrítica. Reconocernos feministas todas, en nuestras diversidades y contextos, nos hará tender puentes entre nosotras y reparar los agujeros que se hayan producido en las murallas que nuestras antepasadas comenzaron a construir.

Las resistencias más visibles, directas y violentas las podemos encontrar en forma de agresiones a las compañeras por parte de los sectores más reaccionarios, machistas y fascistas, que inundan las redes sociales. Aumentan los perfiles de hombres youtubers o instagramers con mensajes antifeministas (a veces en tono de burla o de gracia) que, desgraciadamente, tienen cada vez más seguidores. El acoso en redes ha obligado a muchas mujeres a cerrar sus perfiles o hacerlos privados. También nos hemos encontrado con amenazas y denuncias, como la reciente denuncia admitida a trámite contra Pamela Palenciano por un “delito de odio hacia los hombres”. Esta resistencia ultramachista no solo responde a unos cuantos hombres cabreados que no quieren perder sus privilegios, está acompañada por un sistema que les da voz y credibilidad. La “injusticia patriarcal” a la que, entre otras cosas, se tienen que enfrentar las víctimas de violencia machista o las madres en procesos judiciales, actúa como soporte para la resistencia patriarcal.

También encontramos una resistencia diaria y común, menos violenta pero muy perjudicial, con discursos que pretenden ser imparciales. Se invisibiliza la desigualdad y solo se reconoce la violencia machista en casos extremos. Ahí se sitúan las personas que se denominan “ni machistas ni feministas”, “igualistas” o incluso “feministas, pero no de ese feminismo que hay ahora” que usan a diario el “no todos…” o “las mujeres también…”. Están convencidos de que la igualdad ya existe en sus vidas y en las vidas de quienes les rodean. Reconocen el machismo pero piensan que las mujeres contemporáneas ya hemos adquirido derechos y que no tenemos motivos “para quejarnos” a no ser que hayamos sido maltratadas físicamente o violadas. En ese universo neomachista, con su discurso políticamente correcto, las feministas tendemos a ser exageradas y extremistas y surge el término hembrista o radical (no como corriente feminista, sino como sinónimo de “extremismo”), porque el término feminazi es demasiado soez para alguien que defiende “la igualdad”.