En torno a Ciudadanos se ha intentado que todo sea a lo grande como en un diseño de Calatrava. Albert Rivera cita nada menos que el I have a dream de Martin Luther King y sus compañeros siguen viendo en él al Adolfo Suárez de la Retransición. Hubo incluso un momento a finales de enero en el que Ciudadanos no descartaba que el rey encargara a Rivera la formación del Gobierno. Para entonces Rivera ya había despertado de la burbuja de las encuestas con una resaca de garrafón de 40 escaños. El glamour de Calatrava –como todas las burbujas que ha parido España– se había agrietado.
El día después del 20D Albert Rivera volvió a su estado ideal –estado de no elecciones–, después de sufrir un calvario de campaña electoral con gotas de sudor en la frente y estrellas invitadas como Marta Rivera de la Cruz que terminaron estrelladas. En su partido se encargaron informes para conocer por qué España había votado tan mal. En España encargar informes es la forma de mitigar la crítica hacia el líder y este fue el caso: se repartieron responsabilidades sobre los portavoces novatos de provincias, la falta de estructuras sólidas en el partido, la injusta ley electoral y una campaña en la que habían apostado por un decorado de presidente del Gobierno con Albert Rivera plantado en medio.
En los movimientos cesaristas el César es el que menos culpa tiene, aunque a Rivera le pedirían –eso sería más tarde– que moviera menos las manos en los debates. Un poco menos que Juan Tamariz.
Albert Rivera quería ser el árbitro de la política española y le había tocado ser el que levanta el panel con los minutos de prolongación. Pero, cuando todos daban a Rivera por amortizado, cierta mañana, y no una mañana cualquiera, la mañana después de que Pablo Iglesias lanzara la oferta de Gobierno al PSOE tras reunirse con el rey, Rivera recibió una llamada de Pedro Sánchez. Era 23 de enero y el líder del PSOE buscaba aliados sin coleta. Un mes después Rivera y Sánchez firmarían en el Congreso el famoso acuerdo para un “gobierno reformista y de progreso” y posarían por separado junto al cuadro ‘El Abrazo’ de Genovés, el photocall oficial del espíritu de la Transición.
Casi todo los opinadores coincidieron en que Albert Rivera había realizado una maniobra audaz y había conseguido recuperar a Ciudadanos del ostracismo al que le habían mandado las urnas. A Pedro Sánchez le acusaban de no saber sumar, pero a Rivera le felicitaban por saber influir. En todo caso, no le faltaron críticas: Cospedal le llamó muleta del PSOE, Iglesias le llamó Señor Cuñado y Pedro Sánchez le siguió llamando por teléfono.
A Rivera hacía tiempo que algunos de sus adversarios le tildaban de veleta por sus cambios de opinión. Y tampoco es que se esforzara demasiado en desmentirlo. Dijo que no apoyaría a Pedro Sánchez como presidente si quedaba segundo y después lo hizo. Primero pidió la abstención del PSOE para un presidente del PP; luego pidió la abstención del PP para un presidente del PSOE. Durante mucho tiempo, además, puso como condición para apoyar al PP que Rajoy regresara a su plaza de registrador de Santa Pola (“quien no puede limpiar España no puede limpiar su casa”, le dijo a Raúl Piña en El Mundo), pero en esta segunda campaña electoral ha amagado con rectificar (“yo no voy a querer quitar a nadie del Gobierno”) y ha vuelto a la posición inicial -¿rerectificar?- y descarta la abstención para hacer presidente a Rajoy. Quién sabe. El Gran Centro tiene un suelo muy gelatinoso.
Durante estos meses Ciudadanos ha aportado a la política española la dosis habitual de noticias extrovertidas que ofrecen los partidos con crecimientos fulgurantes: Felisuco es candidato por Cantabria y Juan Carlos Girauta acusó a La Sexta de una conspiración para provocar en Rivera las sobaqueras de Camacho durante el debate con Pablo Iglesias. De tanto hablar desde el 20D –Rivera habla mucho– ha dejado también un buen ejemplar para el apartado de Frases Que Te Acompañarán Para Siempre. Le preguntaron si Venezuela era una dictadura y contestó:
En Venezuela precisamente había comenzado la transmutación para afrontar las segundas elecciones (sudores fríos de nuevo): Albert Rivera pasaría de ser el perfecto yerno de la centralidad política al Capitán América del antipopulismo. Necesitaba ahora despiojarse del barniz progresista que se le había pegado con el acuerdo del PSOE para taponar una fuga masiva de electores hacia el voto útil del PP.
La solución elegida fue acribillar a Podemos con todo el arsenal disponible, a riesgo de apuntalar la polarización PP-Podemos. Pero Albert Rivera ya no sería más un buen chico. Incluyó a Pablo Iglesias en el (tremendo) combo de Le Pen, Trump y Amanecer Dorado, advirtió sin cesar de que Podemos quería sacar a España del euro y llegó a acusar a Podemos de mandarle violentos a sus mítines.
No ha sido el único cambio. Albert Rivera ha modificado el nombre de algunas de sus propuestas más polémicas -el contrato único, la eliminación del agravante de violencia de género- pero sin alterar la esencia de su contenido. Una ronda de eufemismos para unas segundas elecciones. Parecido a lo que Stringer Bell hizo con la droga en Baltimore.
Ah, y también ha empezado a mover menos las manos en los debates.