Seguro que el fotógrafo no podía creerse la suerte que estaba teniendo. Para una entrevista en El Español, preguntaron a Inés Arrimadas si tenía algún problema en fotografiarse en el Panteón de Hombres Ilustres en Madrid, donde se encuentran las tumbas de varios dirigentes liberales y conservadores del siglo XIX. Era octubre de 2021 y ya abundaban los comentarios sobre la defunción inminente de Ciudadanos, mientras algunos sostenían que el partido estaba más muerto que vivo. Pero ahí estaba Arrimadas, muy dispuesta a sonreír ante los sepulcros.
El titular resumió después una situación irónica que la entonces presidenta de Ciudadanos no fue capaz de detectar. O sencillamente le daba igual: “Inés Arrimadas, entre las tumbas de los liberales: 'Sobreviviremos a la opa del PP, estoy convencida'”. Y si no es así, buscaremos que nos hagan hueco en este panteón.
Todos los partidos están convencidos de que más tarde o más temprano los españoles les darán la razón. Hay pocos casos como el de Ciudadanos en que un partido demuestra hasta qué punto sus dirigentes pueden perder la conexión mental con la realidad. Cuando esta ejecuta su venganza, todo son lágrimas y miradas de perplejidad. Evidentemente, la culpa es más de los demás.
Arrimadas anunció el jueves que deja la política con el fin anticipado de esta legislatura. Dos días antes, Ciudadanos ya había comunicado que no se presentará a las elecciones de julio, lo que supone el suicidio definitivo. Continuará existiendo en las instituciones en que aún está hasta su extinción para que los cargos electos sigan cobrando los sueldos. La idea de una resurrección de Cs en futuros comicios nacionales parece tan lejana como plantearse hacer una secuela de una película que haya vendido cien entradas en su estreno.
Aunque ya no era la presidenta del partido, la intervención de Arrimadas fue decisiva para poner fin a cualquier discusión sobre las alternativas que tenían sus dirigentes actuales después del fracaso del 28M, según El Mundo. Ella les dijo que no iba a ser candidata a nada. Los dos voluntariosos don nadies que se habían hecho con el control no estaban tan locos como para intentarlo. En las primarias, Edmundo Bal les había llamado testaferros de Arrimadas.
Ciudadanos lleva muriéndose tanto tiempo que acumula un exceso de necrológicas. Todo empezó de una forma repentina. Alguien parpadeó y de repente casi todo había desaparecido. En abril de 2019, consiguió un resultado extraordinario. Al día siguiente de esas elecciones, Arrimadas ofreció el primer ejemplo de que el partido estaba en pleno viaje psicodélico. En ese momento, les tocaba “liderar la oposición”, dijo muy ufana.
Una cosa es estar muy crecido y otra ignorar el recuento de votos. El PP les había sacado 217.988 votos y nueve diputados. No mucho, pero lo suficiente para encabezar la oposición.
En mayo, repitieron un muy buen resultado en las autonómicas y municipales. Como estaban empeñados en ser protagonistas del fin de Pedro Sánchez, se entregaron al PP atados de pies y manos concediéndoles más poder regional y local del que esperaba recibir un PP debilitado. Cómo sería la cosa que Teodoro García Egea fue recibido como un triunfador en Génova tras dirigir las negociaciones. Él no contó que siempre es fácil pactar con pardillos.
Unos pocos disidentes reprocharon a Rivera haberse encerrado en el rincón derecho del tablero. Rivera se envolvió en la bandera: “No es una cuestión de izquierdas o derechas. Es España sí o España no”.
Seis meses después, el globo alimentado en los cuatro años anteriores terminó por estallar en la cara de Albert Rivera. Unos días antes, ya se veía venir. La campaña había sido tan irrisoria que concedió un papel protagonista a un perro que “huele a leche”, dijo el líder. La leche que te vas a dar, le respondieron en Twitter.
El partido perdió 2.505.347 votos y cayó a diez diputados. Arrimadas se hizo cargo de los escombros para ver si se podía reconstruir algo con ellos.
La pandemia provocó unas circunstancias políticas tan insólitas que ofrecía a Ciudadanos la posibilidad de retomar su rumbo inicial de partido liberal abierto a pactos en algunos asuntos. Nunca iba a formar parte de la mayoría de gobierno, pero podía intentar dejar su sello. Las votaciones del estado de alarma fueron una oportunidad que el partido aprovechó. Todo concluyó cuando la derecha decidió que la mayor pandemia del siglo no era motivo que justificara dejar de estrangular al Gobierno.
Arrimadas hizo un amago de negociar los presupuestos con el Gobierno a finales de 2020. No tuvo fuerzas para soportar la contestación interna y la presión de la prensa de derechas. Finalmente, Rivera asestó la cuchillada final a sus planes: “Ay, por Dios, menos mal que dimití, porque si tengo que aguantar todo esto, tengo que ir escoltado, pero frente a mis votantes”. Estaba acusando a Arrimadas de traicionarles. La líder de Cs tuvo que inventarse dos condiciones de última hora con las que escapar de la trampa y renunciar a esas negociaciones.
Hubo un capítulo final en el intento de que Ciudadanos tuviera su propia personalidad. Ahí entró en acción el factor chapuza de la que fueron igualmente responsables Arrimadas y Moncloa. El partido había ordenado en 2019 a sus dirigentes en Murcia que entraran en el Gobierno con el PP, lo que tiraba a la basura todo su discurso contra la corrupción. En 2021, les exigieron que se apartaran para que saliera adelante una moción de censura que auparía a la nueva líder regional del partido.
Salió mal y desencadenó una serie de elecciones en las que Cs quedó laminado. Arrimadas se quejó de que Mañueco, presidente de Castilla y León, la había engañado. Si te engaña un tipo como Mañueco, es que ya estás para los restos.
Ya eran un juguete en manos del tiempo. Del tiempo que faltara hasta la siguiente derrota electoral.
Con una trayectoria tan fulgurante hacia arriba y hacia abajo, es legítimo preguntarse para qué existió Ciudadanos, si fue un espejismo que pasó rápidamente ante nuestros ojos durante un espacio de tiempo de sólo tres o cuatro años.
Entre los votantes de Podemos, siempre causó mucha tirria, porque lo consideraban un experimento de laboratorio lanzado para neutralizar al partido que impugnó el sistema político desde la izquierda. Recoger en Cs el hartazgo por el bipartidismo que existía en las clases medias de ideas liberales o conservadores. Hay unas declaraciones muy citadas del presidente del Banco Sabadell en junio de 2014 en las que pedía crear “una especie de Podemos de derechas”. Pero el banquero lo dijo medio en broma y desde una perspectiva muy reaccionaria: ni siquiera pensaba que el PP defendiera la iniciativa privada en España.
Al final, se vio claro que un votante que terminara cogiendo la papeleta de Ciudadanos nunca podría haber votado a Podemos. Las diferencias ideológicas y de estilo de sus líderes eran evidentes.
Ciudadanos progresó gracias a un significativo apoyo mediático –hubo un momento en que tanto El País como El Mundo lo defendían– y a que parecía que el PP pendía de un hilo, acosado por la corrupción y su gestión de la crisis económica. En ese sentido, resultaba útil a una parte de la derecha. Pero si hubiera sido una simple marioneta, habría aceptado pactar con Sánchez tras las elecciones de abril de 2019 e impedir así un Gobierno de coalición que incluyera a Podemos. Empresarios y banqueros lo habrían considerado el mal menor.
Rivera hundió al partido con su arrogancia al creer que sería el salvador de España, desplazando al PP y asumiendo todo el poder en la derecha. Arrimadas siempre le apoyó en esa idea mesiánica. Cuando a ella le tocó relevarlo, demostró que ni contaba con un plan claro para reflotar el partido ni personalidad suficiente para soportar las presiones. El panteón era el único sitio en que podía acabar.
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