El asesinato de Villamediana, un 'thriller' en el siglo de oro

31 de agosto de 2024 21:17 h

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El 21 de agosto se cumplieron 402 años del asesinato en Madrid del conde de Villamediana, crimen calificado de magnicidio, quizá no sólo por la víctima sino por el supuesto inductor: Felipe IV, rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, duque de Borgoña, soberano de los Países Bajos y conde de Flandes. Su asesinato reúne todos los ingredientes propios de un thriller intemporal, ayer como hoy: sexo, celos, corrupción, conspiraciones y odio. Y ayer como hoy, su crimen quedó impune.

La víctima, Juan de Tassis y Peralta, (Lisboa, 1582-Madrid, 1622), era el Correo Mayor y Maestro General de Postas de Su Majestad, un lucrativo e influyente empleo, al que no eran ajenos el espionaje y la diplomacia. Lo instituyó en España, en 1505, Felipe I de Castilla, 'el Hermoso', padre del emperador Carlos V, en la persona del lombardo Francisco de Tassis, antepasado de 'nuestro héroe', un pionero del servicio de correos en Europa que ya lo había servido en Borgoña y Flandes: la correspondencia entre Bruselas y Toledo tardaba en llegar de 12 a 14 días (en invierno). Una familia influyente e importante en las cortes del Sacro Imperio, el Vaticano y, finalmente, el imperio español, cuyo rey Felipe III otorgó el condado de Villamediana al sexto descendiente de la dinastía por su eficiencia y apoyo, como militar y diplomático, a la monarquía.

Pero Juan de Tassis distaba de ser el funcionario competente que habían sido sus predecesores en el cargo. El segundo conde de Villamediana pasó por la universidad sin concluir ninguna carrera, pero su crecimiento en los ambientes ilustrados de la corte española y la educación de los grandes preceptores que tuvo le proporcionaron tan profunda formación en letras y conocimiento de los clásicos que escribía poemas en un irreprochable latín humanístico. Era un literato, un artista, quizá la figura más sexy de lo que hemos llamado aquí Saloon Parnaso, el malencarado Olimpo de las letras españolas del Siglo de Oro “donde relucen más las navajas que los versos; está habitado por exquisitos camorristas y en el que, parafraseando a don Miguel de Cervantes, toda traición tiene asiento y toda puñalada, habitación”.

A los 18 años, con motivo del viaje de Felipe III al Reino de Valencia en 1599 para celebrar su matrimonio con Margarita de Austria, sustituyó en la comitiva real a su padre (que se hallaba de embajador en París) y se distinguió tanto que el rey lo nombró, además, gentilhombre de casa y boca, un empleo representativo que consistía en servir la mesa real y acompañar al monarca en sus salidas públicas.

A los 25 años, Tassis, que ya había publicado algunos notables sonetos y despertado la curiosidad de los círculos literarios por su excelencia, es un aristócrata de nuevo cuño recién heredado, rico, de importante presencia física –dicen: alto, atlético, rubio y muy guapo–; es el seductor de un grupo –con permiso de Lope de Vega: cinco mujeres, 15 hijos– donde casi todos los mascarones de proa ya han dado lo mejor de sí: Cervantes muere en 1616, Góngora en el 27, Lope en el 35 y Quevedo, el más joven, en el 45. Tiene éxito en todos los territorios, de la cama al despacho, de las academias al tapete verde y todas las papeletas para que le sea difícil declinar una vida más que desordenada, tumultuosa, de placeres y dependencias –para burlanga, ni Cervantes ni Góngora: Villamediana–. Es uno de esos tipos que despiertan amores indestructibles u odios inalterables. Los primeros le permitían ser amigo de enemigos irreconciliables entre sí –Góngora lo consideraba su discípulo y Lope le admiraba– y uno de los segundos, solo o en compañía de otros, le atravesó el pecho de una mojada cuando iba en su coche por la calle Mayor de Madrid.

Un vividor con conciencia

Juan de Tassis, por ser nuevo en la plaza de la nobleza de España, sentía un profundo desprecio por ella: había visto que un delincuente sin tapujos como Lerma ingresaba en la nómina de grandes de España y que sus compinches eran recompensados con posesiones y títulos –Felipe III nombró a Calderón, su socio, conde de la Oliva de Plasencia y marqués de Siete Iglesias–; fue inmisericorde con su clase en sus poesías satíricas, que corrían por Madrid como pan caliente.

Los Tassis se trasladaron a Valladolid con la corte y en 1601, Juan se casó con María de Mendoza y de la Cerda, con la que tuvo hijos, todos malogrados, y que se quedaría a vivir en la capital castellana cuando rehacen el camino de vuelta a Madrid.

En la recuperada capital del reino, da rienda suelta a su personalidad arrolladora –no sólo por seductora sino por la literalidad del término: una persona de las que impone su voluntad al margen de los demás–, que está en todo y no se implica en nada, de carácter agresivo hasta lo temerario; amante del lujo, las fiestas, las piedras preciosas, los caballos...; con merecida reputación de libertino por su sexualidad –seguramente, uno de los mejores clientes de tabernas, burdeles y casas de coima, que en el Madrid del primer tercio del siglo XVII se calculan en más de 2.000, 700 y 300, respectivamente–. Además, aguanta el vino que le echen, las damas se hacen lenguas de sus destrezas amatorias y no sólo no es un 'membrillo' con el naipe y el dado sino que su suerte legendaria, o sus legendarias habilidades, le amasa una gran fortuna –que dilapida a la misma velocidad que la consigue–.

Las quejas de los nobles engañados y de los desplumados consiguen que pierda el favor del rey, sobre todo porque, por encima de su conducta tachada de disoluta, no calla escandalizado por la corrupción del dúo especulador Lerma-Calderón, que están esquilmando España ante la indiferencia de un rey ignaro y la complicidad de una clase dirigente desinteresada por todo lo que no sean sus arcas y su destino en el más allá, bendecidas por una Iglesia deformada por el fanatismo religioso de la Inquisición. Los fustiga con una decidida dureza patriótica:

Las Indias le están rindiendo

el oro y plata a montones,

y España con sus millones,

aunque la van destruyendo,

cada día están vendiendo

cien mil oficios, Señor:

usan muy grande rigor

en destruir vuestra tierra;

gastóse aquesto en la guerra

(...) o en Lerma diré mejor.

Un 'dandy' vividor, pero con conciencia: ya digo, el asiduo al Saloon Parnaso más interesante de la parroquia.

Unas y otras cosas le valen tres largos destierros de la corte del rey Piadoso. Cuando vuelve, tras el fallecimiento de Felipe III, el 31 de marzo de 1621, y obtener el perdón real de su sucesor, Felipe IV, 'el Rey Planeta' o 'el Grande' –o 'el Pasmado' para el pueblo, que no tenía que rendirle pleitesía–, está arruinado. Ha tenido que vender 17 plazas de Correo Mayor en España y Nápoles para que no lo encarcelen sus acreedores.

Pero no ceja. Para medrar en la corte del nuevo rey, Tassis no duda en halagar, favorecer y alcahuetear las aventuras extramatrimoniales del monarca. Le escribe a Francelisa, nombre que enmascara a la bella portuguesa Francisca de Tabora, dama de la reina: ser pueda sólo un Sol de un sol amante que un sol a un Sol de rayos alimente, donde el Sol es el rey Felipe IV (Luis XIV de Francia, su sobrino, eligió para sí el emblema de ‘Rey Sol’ con que, a veces, denominaban a su tío). “O dicho en prosa lisa y llana: que el sol de la hermosura que es Francelisa, sólo se debe enamorar del Sol de España, que es Felipe IV (...) Villamediana es el cronista de estos amores y su función es de tercería”, dijo Luis Rosales en su esclarecedor discurso de toma de posesión del sillón de la Real Academia Española, el 19 de abril de 1964, titulado Pasión y muerte del Conde de Villamediana, quien añade que “en esta época —15 de mayo de 1622— tenía un extraordinario y público ascendiente sobre el Rey”.

La vida parecía volver a sonreírle a Juan de Tassis y Peralta.

Los dos errores del conde de Villamediana

Pero el triunfador cometió dos errores: enamorarse de Isabel de Borbón, hija de Enrique IV de Francia y primera esposa de Felipe IV, y malquistarse con su valido, el conde-duque de Olivares, celoso de la influencia del conde que amenazaba su puesto de valido. Sin contar con los innumerables afectados por sus despiadados dardos poéticos (“¡Qué galán entró Vergel / con cintillo de diamantes! / ¡Diamantes que fueron antes / de amantes de su mujer!”, contra el al alguacil de corte Pedro Vergel), sus aventuras amorosas y su destreza en el juego.

Fanfarrón como era, no dudó en hacer públicos sus sentimientos, a la manera del culteranismo poético que practicaba: se presentó en un baile cortesano vestido con uno de sus trajes bordados en oro con unos cuantos de los recién acuñados reales a ocho –el dólar de la época– cosidos a él y un lema bordado. “Son mis amores reales”, es decir, son amores verdaderos, son amores por los reales de plata y son amores por la reina de España, que lo acababa de nombrar gentilhombre de su casa.

La leyenda añade que en las fiestas celebradas en Madrid con motivo de la canonización de san Isidro, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, san Felipe Neri y santa Teresa, Villamediana alanceó toros en la Plaza Mayor con gran habilidad y la reina, entusiasmada, le dijo al rey: “¡Qué bien pica el conde!” A lo que el rey, amostazado, contestó: “Pica bien, pero pica alto”.

Y lo que es históricamente cierto es la increíble estratagema de que se valió para abrazar a Madama Isabela, la reina: ésta le había encargado una comedia para celebrar el cumpleaños de Felipe IV: La Gloria de Niquea, que representarían ella misma y las damas de la corte en el Jardín de la Isla del palacio de Aranjuez. Además, buscando el aplauso secreto de Felipe IV, de hacerle decir a la amante del rey, la citada Francisca de Tabora, Francelisa en los poemas de tercería: “Y en cuanto al Sol adoro yo de España”, se le ocurrió incendiar la tramoya para, atravesando las llamas, tomar en brazos a la reina, que encarnaba a Venus, diosa del amor, y así, so capa de salvarla, abrazarla en público sin sufrir la pena de muerte decretada a quien osara tocar intencionadamente a la reina.

La suerte de Villamediana estaba echada. El confesor de Baltasar de Zúñiga, que compartía con Olivares el valimiento de Felipe IV, “advertióle que mirase por sí, que tenía peligro su vida”, cuenta Quevedo en Grandes anales de quince días (1623). Y Gonzalo de Céspedes, cronista real, en su Historia del Rey Felipe IV (Lisboa, 1631) escribió: “Unos han dicho se produjo de tiernos yerros amorosos que le trujeron recatado toda la resta de su vida, porque él sin duda era de aquellos que comprehenden en sus ánimos cuanto les brinda la fortuna; y otros, de partos de su ingenio que abrieron puertas a su ruina”. “La ‘resta de su vida’ –dice Luis Rosales– son los meses que vivió Villamediana a partir del instante en que su muerte, según Céspedes, estaba prevenida. Su sentencia era inexorable, y una vez que fue dictada, sólo vivió Villamediana la resta de su vida”.

El conde lo sabía; escribió versos declarándolo: unos, chulescos: “Sépase, pues ya no puedo / levantarme ni caer, / que el menos puedo tener / perdido a Fortuna el miedo”. Otros, melancólicos: “Mas como todo lo iguala / temida, buscada muerte, / lo mismo es que en buena suerte / el disponerse en la mala”.

El escribano real, Manuel de Pernia, certificó y dijo: “Don Juan de Tassis, Conde de Villamediana, Correo Mayor de estos Reinos, estaba muerto en su casa de una estocada que le habían dado en la calle Mayor. Y para que conste, etc. 21 agosto 1622”. En realidad, fue asesinado con una ballestilla, una ballesta corta de mano cuya fuerza, disparada a bocajarro, permitía que los dardos atravesaran la cota de mallas que muchos pendencieros y valentones llevaban debajo de la ropa. O, dice Góngora en un verso sobre el suceso, “fue media partesana”: una especie de alabarda de mano con hoja de dos filos que sale de dos puntas de media luna, capaz también de atravesar defensas en la distancia corta.

O sea, que para matar a Villamediana había que coger número, como en la pescadería. ¿Quién lo cogió? La Justicia nada hizo, pero la acusación popular enseguida señaló a unos tales, Alonso Mateo e Ignacio Méndez, como autores materiales del asesinato. Mateo era ballestero real y Méndez fue nombrado guarda mayor de los Reales Bosques por el conde-duque. ¿Quién lo cogió? Lo sabían los asesinos, el rey, el valido, la sociedad madrileña: todos. La profesora de Literatura Española de la UCM Esther Borrego Gutiérrez señala agudamente que “un dato que confirma las circunstancias extrañas de la muerte del controvertido personaje es que el cronista oficial de las fiestas [de Aranjuez] no cita ni una sola vez al conde, cuando fue el protagonista indiscutible de los festejos ribereños, mientras que Lope de Vega es nombrado con toda naturalidad”.

Y también lo sabe, o lo imagina con fuerza, el pálpito popular, su literatura que lo ha recordado y mitificado como víctima débil, en el fondo de su poderosa apariencia, de las dos caras de un monstruoso Jano omnipotente: la blanda de un desdibujado Felipe IV, rey por la gracia de Dios, y la terrible de un conde-duque de Olivares, prepotente por el poder del borroso monarca.

Pero no es exacto decir que la Justicia no hizo nada. Un Códice de la Biblioteca Nacional dice: “Este año de 1622, a 18 de agosto [fue el día 21], mataron al Correo Mayor, a boca de noche en la calle Mayor, junto a la de los Boteros, yendo en su coche un hijo del Marqués de Carpio, y dicen que le mataron con un arma como ballesta al uso de Venecia y que se callase se mandó”. La Justicia mandó que se callase.

No sólo eso. Con motivo de una causa secreta de la Inquisición por el “pecado nefando”, homosexualidad, en señaladas casas nobiliarias, se implicó post mortem al conde de Villamediana. El rey, que montó en cólera cuando supo el asesinato de Villamediana, pues había ordenado que se le diese un escarmiento y le propinasen sólo alguna cuchillada leve, cuenta Quevedo en los Anales, “mandó que por ser ya el Conde muerto, guardase secreto de lo que contra él hubiese en el proceso por no infamar al muerto”, dice el instructor, licenciado Fernando Ramírez Fariñas. La causa se resolvió con ese secreto, con la quema en pira pública, de cinco jóvenes, bufones y servidores de esas casas (dos mozos de la de Villamediana) y el silencio absoluto sobre los nobles implicados: una cosa es castigar el “pecado nefando” y otra, desestabilizar el sistema.

Villamediana, poco conocido en nuestro país por la pacatería y cortedad de nuestra educación literaria, fue admirado modelo de amante en la Europa de los siglos XVII y XVIII. Son numerosas las alusiones a su ‘hazaña’ en textos e incluso en el habla cotidiana. “He visto a Milord Montaigñu, el cual pretende reparar su falta si V.S. le promete ser su huéspeda, por que entonces pondrá fuego a su palacio, a fin de salvarla entre sus brazos, como hizo Villamediana”, le escribe Charles de Saint-Évremond, embajador de Luis XIV en Londres, a Hortense Mancini, duquesa de Mazarino. Y el fabulista francés Jean de la Fontaine lo recuerda en El marido, la mujer y el ladrón: “Aquel amante que quemó su casa para besar a su dama (...) propio de un alma española y aún más grande que locura”. En la cultura popular española, sustituyó la historia de Macías el Enamorado, una trágica historia de un poeta y juglar gallego del siglo XIV cuyo amor por María de Albornoz, esposa de Enrique de Villena el Nigromante, le costó la vida.

Su maestro, amigo y protegido, un Luis de Góngora desamarrado de su suerte y consciente de que ya no tiene noray en la corte del que asir su desvalimiento, no duda en difundir una valiente, acusadora décima:

Mentidero de Madrid,

decidme, ¿quién mató al conde?

(...)

La verdad del caso ha sido

que el matador fue Bellido

y el impulso soberano.

Bellido Dolfos fue el asesino del rey Sancho II de Castilla por orden de doña Urraca, señora de Zamora (1070). Es decir, el asesino fue el conde-duque de Olivares, 34 años, y el impulsor, el rey Felipe IV, 17 años.