Cuando Alberto Núñez Feijóo dice que Valladolid es la capital de la Comunidad de Castilla y León, que Picasso era catalán, que “hacía muchos siglos que no veía a cristianos matar en nombre de la religión” o que la luz de Cádiz le dilata la pupila podría ser muestrario de una ignorancia enciclopédica; que en 1984 Orwell escribió su distopía o que su libro preferido de los de Rosalía de Castro es Poemas galegos, acusarse de no haber leído ni un libro y que Badajoz es Andalucía y la gala de los Goya, la de los Oscar, revela un despiste impropio. Le puede pasar a cualquiera, desde luego, especialmente a los más iletrados, pero no parecen las mejores virtudes para un tipo que aspira a gobernar este país.
Pero lo que demuestra su inepcia y desinterés por todo lo que no sea poltrona es cuando reprocha al presidente del gobierno, en una sesión de control del Senado, que sus aliados “los senadores de Podemos no están presentes por sus diferencias en el Gobierno”, cuando la formación morada no había obtenido ningún escaño en la Cámara Alta. También, al recriminarle que la prima de riesgo de la deuda española sea de 250 puntos básicos, “la más alta desde verano de 2014”, aunque, en realidad, es de 113. O calificar de “timo ibérico” la llamada “excepción ibérica” y añadir con sarcasmo: “Tampoco he visto ninguna declaración de la UE en favor de la ampliación de la excepción ibérica para toda la UE”.
Fue precisamente la misma semana que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dice en el Parlamento Europeo que, en vista de lo positiva que ha sido para las economías española y portuguesa, se considera el aplicarla en toda Europa. En fin, o su anuncio bastante reciente, de mayo pasado, de que cuando llegue a La Moncloa reservará un 7% del empleo público a las personas discapacitadas –qué poco me gusta el término, que pasa por ser muy ‘políticamente correcto’: discapacitado: no capacitado–. El artículo 59 del Estatuto Básico del Empleado Público obliga, desde 2007, a destinar al menos el 7% de las plazas de las ofertas de empleo a dichas personas y dos meses antes, en marzo, el Consejo de Ministros lo había elevado hasta el 10%... (Para colmo de la caricatura, la ‘exclusiva’ la dio Servimedia, que también ignoraba u obviaba dichos extremos, a pesar de ser la agencia de noticias propiedad de la ONCE, la gran organización de los ciegos españoles que emplea a más de 100.000 discapacitados visuales o de otro tipo).
Ya no se puede decir que sea despiste, incultura o equivocación. Feijóo miente conscientemente y/o exhibe inconscientemente su desidia por todo lo que no sean eslóganes, ideas-fuerza, frases hechas y noticias falsas redactados en Génova, 13, rue de los ‘argumentarios’. Como pudimos ver/oír en el debate cara a cara organizado en Antena 3, una de sus sucursales.
Así, cuando Feijóo habla de “gente de bien” –“Lleva usted dos leyes, la ley del ‘sólo sí es sí’ y la ley Trans por la que usted pasará a la historia. Por eso, deje ya de molestar a la gente de bien, deje ya de meterse en la vida de los demás”, le dijo a Sánchez en el Senado–, no puede achacarse a ninguna de esas ‘virtudes’ que adornan al candidato a la poltrona monclovita ni echar mano del socorrido mantra infantil “Quien tiene boca, se equivoca”; dicho en latín, más suavemente: lapsus linguae (o calami, si es por escrito). Sigmund Freud lo llamó fehlleistung, es decir, acto fallido y lo definió científicamente (Psicopatología de la vida cotidiana, 1901) como el resultado chocante de la intención consciente del sujeto y la represión que la mantiene en el inconsciente. O sea, dices lo que piensas sin pensar en lo que dices: cuando el periodista Pedro Piqueras se dirige a Feijóo con un “¿Algún comentario, señor Abascal…?”, es porque su inconsciente no tiene duda de la similitud ideológica de los dos sujetos.
La “gente de bien” de Feijóo es la que no es homosexual –o lo disimula; en cualquier caso, no muestra orgullo–, el machismo es cosa de hombres, la violencia de género son conflictos intrafamiliares y la violación, tan desagradable, cosas que pasan. La “vida de los demás”, siempre que sea la de ‘uno de los nuestros’ no es para meterse con ella.
Nos pasa a todos: al equivocarnos, no nos equivocamos sino que acertamos; gracias a la capacidad mágica del habla, cuando decimos lo que no queremos decir, en realidad decimos lo que pensamos.
Las gentes del Partido Popular son ricas en actos fallidos: sólo con los de M. Rajoy se podría escribir un libro. Por poner un ejemplo, cuando siendo presidente del Gobierno le espetó a Sánchez que “Lo que nosotros hemos hecho, cosa que no hizo usted, es engañar a la gente” (3/marzo/2016). Debía de ser una convicción muy arraigada en el inconsciente colectivo del PP, porque María Dolores de Cospedal expresó por dos veces la intención de su partido de “saquear” primero Castilla-La Mancha –cuando era presidenta de la Comunidad– y, luego, España –cuando era ministra y secretaria general del partido (22/abril/2015)–. Y especialmente divertido fue el de vicepresidenta de M. Rajoy Soraya Sáenz de Santamaría, quien en la misma entrevista de la Cadena Cope en mayo de 2016 negó la existencia de la ‘Caja B’ regentada por SéFuerteLuis Bárcenas y, a la vez, reivindicó los “recursos del Partido Popular” evadidos por él a Suiza, porque “deberían haber servido para hacer más cosas del partido”.
En la prehistoria de la financiación ilegal del PP ya lo había insinuado el diputado del Partido Popular Ángel Sanchís, uno de los protagonistas del escándalo sobreseído protagonizado por él, Naseiro, y Palop. El acta de la reunión a puerta cerrada de la Comisión del Estatuto del Diputado (20/noviembre/1990) recoge un gran acto fallido como principal alegación del imputado: “Hemos recibido dinero los partidos de señores que lo dan, pero nunca a cambio de nada (...) No ha sido práctica habitual, nunca lo ha sido, recibirlo a cambio de nada”. El subrayado es mío; el acto fallido, suyo.
En todas partes cuecen lapsus
Pero siendo conspicuos perpetradores de actos fallidos, los del PP no son, desde luego, los únicos. ‘Quien mucho habla, mucho yerra’, reza el refrán y pocas profesiones hay como la política en las que se hable tanto. Los catorce años de gobiernos ininterrumpidos de Felipe González dieron para muchos actos fallidos. Uno de los más psicológicamente interesantes lo protagonizó Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno, quien, para explicar la naturaleza de su relación con el presidente González declaró en el periódico romano Il Messaggero: “Yo soy el cocinero que prepara los platos. Y es González, quien los adereza y los presenta a los comensales”. Bajo la apariencia de una frase falsamente modesta: “yo soy un mandado”, el inconsciente de Guerra afirmaba que él era el cerebro del tándem gobernante, que quien verdaderamente mandaba era él.
No gustó a González, quien, con los años de gobierno, se había aficionado a identificarse con España hasta la simbiosis, como lo verbalizó con ocasión de la intervención de este país en la Guerra del Golfo de 1990; al comparecer en el Congreso de los Diputados, dijo: “Si yo como España decido...” ¿Fue como quien dice que es Napoleón, era Napoleón en persona, tropo retórico o, por fin, acto fallido?
De la misma manera obsesiva que el fantasma del primer matrimonio persigue al felizmente casado en segundas nupcias, al hombre lo persigue su pasado en forma de melancólica añoranza o imperioso deseo. El mismo Felipe González, que líneas más arriba era la gloriosa representación de España sobre la tierra, luego, una vez que tuvo que dejar la presidencia del Gobierno, no sabía bien quién era. En una intervención en la Escuela Socialista Jaime Vera, divagaba sobre su futuro al hilo de unas sonadas declaraciones suyas en las que, en el magma judicial del Caso GAL, había calificado de “descerebrados” a ciertos jueces de la Audiencia Nacional, quizá por su notoria escasez de materia gris, y de “canalla” al periodista Pedro J. Ramírez, por la percepción de ausencia de nobleza en el desempeño de su profesión..., y había añadido: “Algunos creen que me preocupa personalmente. Se equivocan. Me preocupa como presi..., como responsable político” (Galapagar, Madrid, 11/abril/97).
Fue un clásico, Robert Graves, quien nos enseñó la paradójica grandeza de la miserabilidad de las intrigas políticas y hasta del odio cuando los rivales o el objeto tienen talla. En la política española, ni el knowbot que llamáramos Juan Diógenes Español encontraría trazas siquiera. Aquí la arruga es bella y lo miserable, cutre. Al día siguiente de salir de prisión preventiva, el que fuera gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, fue preguntado por su compañero de grilletes, Manuel de la Concha, presidente del Banco Ibercorp, alrededor del cual habían hecho unos negocios particulares: “Una última pregunta, don Mariano: ¿cómo está don Manuel de la Concha?” Una última respuesta de Mariano Rubio: “Mire, yo no le conozco... Yo no he estado con él..., desde ayer (...)” (Tele Madrid, 20/Mayo/1994).