“Sólo Dios me sacará del poder”, dijo Jair Bolsonaro en septiembre de 2021. “Tengo tres opciones: cárcel, muerte o victoria. Y yo les digo a los sinvergüenzas: nunca me encarcelarán”. Mientras se pone ciego de pollo en un Kentucky Fried Chicken de Orlando, EEUU, puede reflexionar sobre cómo ninguna de las tres opciones terminó cumpliéndose después de las elecciones presidenciales de Brasil. Sin embargo, sobre la primera no puede estar ya tan seguro.
Como premio de consolación, puede presumir de algo que por lo demás tampoco es muy sorprendente. En la política española se ha hablado casi más de España que de Brasil cuando se ha comentado el asalto a las sedes de los tres poderes del Estado: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Un asalto violento con la destrucción de puertas, ventanas, mobiliario y obras de arte de esas instituciones, además del robo de documentos oficiales. Un acto de vandalismo masivo que buscaba provocar una intervención militar que anulara el resultado de las elecciones y acabara con el mandato de Lula.
Esa es la intención declarada de los bolsonaristas que llevan meses manifestándose en el país y que instalaron un campamento que albergaba a unas 3.000 personas frente al cuartel general del Ejército, y que fue desalojado el lunes.
Nunca ha ocurrido algo así en España (quizá con la excepción del cóctel molotov que provocó un incendio en la Asamblea de Murcia en 1992). En 2011 miles de manifestantes bloquearon todos los accesos al Parlamento catalán y acosaron a los diputados que pretendían entrar en su sede. La falta de antecedentes idénticos a lo ocurrido en Brasilia no ha impedido que se repitan las lecturas españolas de unos sucesos que sí fueron similares al asalto al Congreso norteamericano en enero de 2021.
El Partido Popular fue el que se dio más prisa. Quería marcar el terreno cuanto antes. ¿Cómo acusar a la izquierda de una insurrección contra un Gobierno de izquierda como el de Lula? Muy sencillo. Había que poner el foco en Pedro Sánchez, no en Bolsonaro. Sánchez había mostrado en Twitter su apoyo a Lula y su condena del asalto al Congreso, y Gamarra le reprochó que esos acontecimientos serían investigados en España como “un simple desorden público”, supuestamente a causa de la reforma del delito de sedición.
Es lo malo de los políticos cuando se ponen a tuitear sin pensar o sin haber leído la noticia. Hay ya 1.500 detenidos en Brasil –300 el domingo y el resto el lunes– y aún es pronto para saber de qué delitos específicos se les acusará. En España, si esos hechos se relacionaran con un intento de golpe de Estado o de derrocamiento del Gobierno –eso es lo que pretendían los bolsonaristas–, se les podría acusar de un delito de rebelión (ese delito que el Tribunal Supremo dejó claro que no se había producido en el proceso independentista de Catalunya).
También existe el delito contra los altos organismos de la nación (artículo 493 del Código Penal), que cuenta con una pena de tres a cinco años para los que “invadieren con fuerza, violencia o intimidación las sedes” de las Cortes, pero si se está celebrando una sesión parlamentaria, cosa que no ocurría en Brasil al producirse los hechos un domingo.
Alberto Núñez Feijóo incidió en la misma idea cuando comentó lo que pasó en Brasil al reclamar el lunes que vuelvan a instaurarse los delitos de sedición y de referéndum ilegal. Aprovechando que el Amazonas pasa por Catalunya. Al igual que en el caso de Gamarra, el líder del PP decidió que le convenía rentabilizar en su favor los trágicos sucesos de Brasil poniendo la lupa no sobre Brasilia, sino sobre Catalunya.
No le interesa que se hable mucho de Brasil, porque en ese caso se recordaría que el gran apoyo de Bolsonaro en España ha sido Vox, que bien puede ser su aliado imprescindible en el caso de victoria en las próximas elecciones.
Podemos comparó el asalto con el boicot del PP a la renovación del poder judicial. “Lo que está haciendo en Brasil Bolsonaro con una turba de fanáticos lo está haciendo Feijóo con togados”, dijo Pablo Fernández, coportavoz del partido. En realidad, lo del CGPJ es un poco al revés. Es una violación del mandato constitucional, pero al menos los vocales del Consejo no lo han asaltado, sino que se han hecho fuertes en él para proteger una mayoría conservadora. No han destrozado el mobiliario del CGPJ ni quieren destituir a Sánchez.
Lo que está claro es que impedir esa renovación resta credibilidad al poder judicial, lo contamina con la lucha política y, por tanto, debilita su legitimidad. Pero eso no ha preocupado ni al PP ni a los vocales conservadores del CGPJ.
Todos los análisis de los ataques a la democracia liberal en varios países del mundo coinciden en que la deslegitimación de las elecciones y de las instituciones es uno de los hechos más graves y que pueden causar incidentes violentos. Es imposible disociar el asalto de Brasil del domingo de la campaña realizada por Bolsonaro y su partido desde mucho antes de las elecciones contra el sistema electoral.
Al igual que había hecho Donald Trump en EEUU, el entonces presidente denunció sin pruebas que el sistema electoral brasileño permitía el fraude y que sólo con él podría perder las elecciones. No reconoció la legitimidad de la victoria de Lula, no asistió a su toma de posesión para entregarle el poder como marca el protocolo y abandonó el país para residir durante un tiempo en Florida. Su silencio animó a sus seguidores, que comenzaron a realizar manifestaciones y cortes de carreteras.
“Hay un nuevo tipo de ladrones, los que quieren robarnos la libertad”, había dicho Bolsonaro en junio de 2022. “Si es necesario, iremos a la guerra”. Sus partidarios estaban preparados. Nunca reconocerían la victoria de Lula.
En España, Santiago Abascal y Vox ya negaban legitimidad a Sánchez mucho antes de esta legislatura. En la concentración de Colón de febrero de 2019, Abascal apoyó su celebración “por la traición de un Gobierno mentiroso e ilegítimo sostenido por los enemigos de España”.
El PP ha medido más sus palabras hasta el punto de ser capaz de decir dos cosas diferentes al mismo tiempo. Muy recientemente, Feijóo jugó con el concepto de legitimidad, algo tan peligroso en una democracia como lanzar al aire una granada de mano. “Sánchez es legítimamente presidente, sí, pero lo que no es legítimo es lo que está haciendo”, dijo en un discurso en la Junta Directiva Nacional de su partido refiriéndose a los acuerdos del PSOE con Esquerra o Bildu.
Hay que reconocer que a veces es complicado seguir la lógica de Feijóo. “No solamente no es legítimo, sino que no es ético ni es mínimamente razonable”, afirmó. Decir en política que una decisión no es legítima es más grave que sostener que no es razonable. Algunos tienen las prioridades cambiadas.
Sobre la calidad del sistema electoral español, el PP también es capaz de cuestionarla. Esteban González Pons insinuó en junio que Sánchez pretende controlar Indra para amañar o controlar las elecciones con el argumento (falso) de que Indra es la empresa que “recuenta los votos”. Minutos después, dijo, porque los periodistas insistieron con varias preguntas: “Consideramos que no hay posibilidad de manipulación. Ninguna”.
Vamos a ver si nos aclaramos. La limpieza del sistema electoral está en peligro por culpa de Sánchez y además es imposible que el sistema electoral sea manipulado. Elija al González Pons que más le guste.
Vox juega siempre a tocar la partitura bolsonarista. El PP entra y sale de ella constantemente. Un día, son unos señores respetables y al otro se ponen el traje de piratas. La legitimidad de las instituciones es una de esas cosas con las que no conviene jugar en una democracia, pero en la política española eso se ignora de forma consciente. Nunca se renuncia a actividades tan entretenidas como la ruleta rusa. Algún día el revólver se disparará y nos volaremos la cabeza.