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Aparta Tribunal Constitucional que llega Pablo Casado

Pablo Casado ya no tiene que competir con Albert Rivera para ser el martillo más duro contra un Gobierno de Pedro Sánchez. Ahora lo tiene peor. Tiene enfrente a Santiago Abascal, previsiblemente crecido con 52 escaños. Al mismo tiempo, los medios de comunicación no paran de importunarle con preguntas sobre si estaría dispuesto a abstenerse para que Pedro Sánchez no sea elegido con el apoyo de Esquerra o para que no haya terceras elecciones (cada uno que elija su peor pesadilla). Mientras tanto, Núñez Feijóo y Moreno Bonilla le vigilan de cerca para que no se lance al monte, y Cayetana Álvarez de Toledo se pone el cuchillo entre los dientes para asaltar las fortalezas nacionalistas-rojas-bolivarianas-ateas-islamistas.

Hay días en que el marcaje a Casado es bastante estrecho.

El palentino se ha cansado y ha decidido imponer su autoridad. No en el partido, sino en toda España y para todo lo relacionado con la Constitución. Algunos políticos sienten tanto la Carta Magna en sus entrañas que no necesitan ningún tribunal que la interprete por ellos. Eso queda para los bárbaros.

Por eso, el presidente del PP anunció el jueves que ha enviado una carta a Meritxell Batet –presidenta del Congreso en la anterior legislatura y quizá ahora candidata a la reelección– para darle órdenes sobre cómo debe ser la constitución de la Cámara. Le impone cuatro misiones, además de una amenaza final con lo que le puede pasar en los tribunales si no hace caso. La política es más sencilla si puedes meter en prisión a tus rivales o al menos inhabilitarlos.

Casado está aún escandalizado con el primer pleno de la anterior legislatura en el que los nuevos diputados juraron o prometieron su cargo. La variedad de intenciones o causas que algunos añadieron a la promesa de cumplir la Constitución, algunas sin duda pintorescas, ofendieron a Casado en lo más hondo de su corazón. Esa sesión “fue claramente humillante para la legalidad constitucional”, dijo.

Acto seguido, pasó a interpretar lo que dijo el Tribunal Constitucional en la sentencia 119/1990, que “dejaba muy claro que fórmulas como las que se han utilizado en el pasado mes de abril no serían válidas”. ¿Cómo es posible que el TC supiera hace 29 años lo que declararían los diputados elegidos en 2019 sin tener acceso a los servicios de una máquina del tiempo?

Casado está convencido de que hay ningún obstáculo espacio-temporal para eso. Sabe que las únicas fórmulas permitidas son dos: “Sí, juro o sí, prometo. No hay ninguna fórmula mayor” (sic, quizá quería decir 'ninguna fórmula más'). También acepta que se diga “por imperativo legal”, que fue lo que dijeron los tres diputados electos de Batasuna en 1990 y que la presidencia de la Cámara no aceptó hasta que intervino el TC y dio la razón a los demandantes.

En 1990, Félix Pons decidió que los tres electos no se habían convertido en diputados por haber empleado las palabras “por imperativo legal” (es decir, obligados por la ley, en este caso, el reglamento del Congreso). Por su cuenta, había anulado los resultados de las elecciones de varias provincias y las había dejado sin esos diputados elegidos en las urnas. Eso vulneraba la Constitución –la violentaba, decía la sentencia– y el respeto que se debe tener en una democracia al sufragio universal.

El requisito de juramento o promesa de la Constitución no aparece en la Carta Magna, aunque tampoco queda prohibido. Para relativizarlo, el TC dijo que era más “una supervivencia de otros momentos culturales y de otros sistemas jurídicos”, un legado del pasado que no puede ser más importante que la voluntad popular en una democracia.

El TC zanjaba la cuestión en 66 palabras: “En un Estado democrático que relativiza las creencias y protege la libertad ideológica; que entroniza como uno de su valores superiores el pluralismo político; que impone el respeto a los representantes elegidos por sufragio universal en cuanto poderes emanados de la voluntad popular, no resulta congruente una interpretación de la obligación de prestar acatamiento a la Constitución que antepone un formalismo rígido a toda otra consideración”.

Se puede exigir a los diputados y senadores que acaten la Constitución, siempre que en su declaración sean claros, con independencia de que invoquen antes otras cosas. Hasta el planeta, como dijo Juan López de Uralde. O entidades de menor tamaño como España en el caso de los diputados de Vox o Catalunya en el de los independentistas catalanes.

Así que parece claro que Casado se inventó lo que dijo el jueves sobre lo que dice la “legalidad constitucional”. En realidad, se basó en la jurisprudencia del TPC (Tribunal de Pablo Casado), para quien el resultado de las urnas es secundario frente a la obligación de los diputados de pronunciar las únicas palabras que el líder del PP admite para el juramento de la Constitución.

Casado dijo que Batet debe mandar una carta a los electos con lo que deben decir en esa sesión, asegurarse de que se graben bien todas esas intervenciones, confirmar que la de cada diputado se atiene a lo ordenado, y finalmente expulsar del hemiciclo a los que hayan desobedecido al PP.

Y luego vino la amenaza: “La presidenta del Congreso, o quien la sustituya si así fuera, se puede enfrentar a las pertinentes sanciones administrativas o legales en caso de que a sabiendas dicte una resolución injusta, es decir, dé por válidos los juramentos (incorrectos) en el acta de la sesión”, concluyó Casado. Se adivinaba un brillo en la mirada de Álvarez de Toledo, que estaba al lado de su líder, al escuchar esa referencia a una condena por prevaricación, ella que quedó tan decepcionada con la sentencia del juicio del procés.

La broma, que quizá pillen en el Tribunal Supremo, es que si Batet hiciera lo que le exige Casado bien podría ser acusada de prevaricación por ignorar por su cuenta y riesgo lo que dictaminó el TC en 1990.

“Me siento víctima de fake news”, dijo Casado en marzo. Ahora ha pasado al nivel de verdugo. No tiene que preocuparse por estas cosas. Si le atacan por los juramentos, siempre puede recurrir al TPC. Es el único tribunal en el que tiene garantizada la victoria.