Manuel Alcántara ha publicado recientemente su último libro, El oficio del político, en el que reivindica la profesionalización del político, pese a la “mala imagen” que tiene. Para ello aporta dos antídotos: “Que haya transparencia” y, además, “una reválida”.
En las últimas semanas, Alcántara se ha quejado de forma amarga por el escaso eco de una Declaración institucional del Claustro de la Universidad de Salamanca, que promovió él, en la que lanza un alegato en defensa de la enseñanza pública y a favor de la investigación.
En el tercer punto de esa declaración, se dice que “hay bienes públicos cuya defensa por parte del Estado no solo es necesaria sino que debería entenderse como obligatoria no debiendo quedar relegados como consecuencia de la aplicación de medidas anticrisis. Se trata de la salud y de la educación”.
Su lamento también se debe al Estado democrático español: “Brasil aventaja a España”.
¿Está en juego la democracia en España?
La democracia, tal y como la concebimos ahora, con un sistema electoral y con derechos básicos, no está ni en juego ni en peligro. Sin embargo, sí muestra rasgos de cierto agotamiento, de cierto cansancio.
¿Qué quiere decir, que antes estaba bien y ahora va a peor?
No quiero decir que hayamos estado en una situación idílica, maravillosa, y que vayamos a menos. La situación nunca fue idílica. Sí fue, evidentemente, infinitamente mejor, respecto a donde veníamos. Esa fue la clave de la transición a la democracia, es que evidentemente se logró consolidar una pauta de comportamiento político que había sido difícil de consolidar en la historia de España.
Entonces, ¿cuándo se vivió el mejor momento de la democracia en España?
En ningún momento llegamos a alcanzar estándares de democracia óptima. Como nunca lo alcanzamos, se ha producido un desgaste debido a la fórmula de una democracia de mínimos. Así, cuando surge la crisis económica, que no da respuestas acordes con las expectativas de la gente, hay nuevas generaciones que se plantean cuál fue su papel en el establecimiento de este orden democrático. Ahí es donde todo esto se cuestiona. Se ponen de relieve cosas que no estuvieron nunca resueltas.
¿La democracia española se ha puesto en juego con la crisis actual?
Durante estos años, veo tres principales problemas de la democracia española. Uno es que es una democracia demasiado centrada en los partidos políticos. Eso está muy bien en un primer momento, cuando no tienes nada, una idea de partidos políticos disciplinados, aquella idea de Alfonso Guerra, de que quien se mueva no sale en la foto puede ser positiva en un primer momento. Pero los partidos políticos han terminado teniendo el monopolio absoluto de la vida política. Nada se mueve que no decidan los partidos. El segundo problema es un nivel escasamente proporcional de la Ley Electoral. Esto es más problemático que lo que la gente pide ahora, las listas abiertas. Las listas abiertas se resuelven con partidos políticos menos hegemónicos, ensimismados. El tema de la proporcionalidad es muy grave porque tenemos gobiernos con mayorías absolutas con un pequeño porcentaje de votos, en términos de lo que debería ser para tener un Gobierno lógico. Históricamente ha habido fuerzas políticas que han quedado fuera del Parlamento o poco representadas. Esta desproporcionalidad es muy mala. Y el tercer problema es la poca funcionalidad, por no decir nula, del Senado. No se ha articulado como debería ser, una Cámara territorial, de las autonomías.
Quizá se deba a que es una democracia demasiado joven, sin que todavía haya una base cultural social suficiente para acometer esos cambios. Ese es el problema. Quien debe iniciar el proceso de cambio es la clase política, que no está interesada. El Gobierno no lo hace porque sabe que tiene por delante una legislatura; y el principal partido de la oposición tampoco está interesado en hacer esos cambios.
Pero ahí surgió un movimiento social, ciudadano, como el 15-M que pretende mover las estructuras de este país.
Sinceramente, era muy escéptico, aunque me impresionó lo que duró y la capacidad de mantener la propia movilización. Era escéptico por la propia experiencia de otros movimientos similares en países parecidos a España. Es la cuadratura del círculo. Esos movimientos, para conseguir algo, tienen que institucionalizarse. Y eso está en contra de la propia lógica del movimiento, que es asamblearia, más participativa… Eso funcionaría si hubiera una energía que lo mantuviera. Si no se institucionaliza, se acaba hundiendo. Pero es muy difícil que se institucionalice porque los mecanismos de entrada en el sistema político son a través de una ley electoral que hace muy difícil la representatividad proporcional. Y como los partidos mantienen el control de las listas, ni siquiera estos movimientos sociales pueden coquetear con candidatos alternativos.
¿Por qué ninguno de los dos partidos políticos mayoritarios decide afrontar el cambio del sistema electoral?
Porque con el 40% de los votos un partido ya tiene mayoría absoluta.
¿Y por qué nadie se toma en serio el cambio del Senado?
Nadie quiere, porque ahí aparecen los dos principales partidos nacionales y como no creen en la filosofía del Estado de las autonomías no se atreven a dar más prerrogativas al Senado.
¿España debe ir hacia el federalismo?
España es, prácticamente de hecho, un Estado federal, aunque hay elementos, como el Senado, donde no se cumple la lógica federal. Pero en otros casos, España tiene un proceso de descentralización más avanzado que el que hay en países federales. En el Senado debería haber una presencia muy fuerte por parte de las autonomías, que tuvieran capacidad de constituirse como circunscripciones electorales a la hora de elegir a sus senadores y que cuestiones relativas al pacto autonómico se den allí. Hoy, tal y como es el Senado, es una Cámara prácticamente inútil.
¿Corre peligro España de desmembrarse, como se pretende hacer ver desde algún sector de la sociedad?
Tendemos a pensar la política en clave del pasado. En esa clave, es muy difícil plantear el escenario que vivimos hoy o que vamos a vivir, por ejemplo, en 2020. La propia definición de España, que es compleja, complicada, aunque haya personas que tengan muy claro qué es. En su definición clásica, un Estado se identifica con una moneda, unas fronteras, un Ejército propio, una lengua o una religión… Todo esto ha cambiado. Hoy nadie definiría a España como un país de la religión católica. Se puede ser ateo, musulmán, católico, agnóstico y ser español. En el tema de la lengua, la Constitución del 78 reconoce que España es un país plurilingüe. En cuanto a las fronteras, ahora podemos ir a tomar un café a Portugal o tomar un avión para ir a Alemania y nadie te pide ni siquiera el carné de identidad. La idea de frontera es obsoleta.
Entonces, ¿qué significa hoy ser español?
Para mí, España significa una cosa del pasado y del futuro. Del pasado, ciertas tradiciones, que llamamos cultura, que se extienden a través de las vivencias personales. Y, de cara al futuro, la patria de uno podría ser, como diría Carlos Fuentes, el idioma. Por eso, adscribir la identidad de una persona a la lengua es algo falso.
Pero hablar hoy de fronteras, cuando Europa trata de eliminarlas…
La gente tiene una cierta pulsión de lo que llamaríamos idea de la diferencia, algo que vende. Yo quiero ser diferente y no ser homologado a un ente grande. Por ejemplo, alguien quiere ser catalán porque supone resguardar ciertos elementos de identidad, muy suyos, que en este mundo global se pierden, por lo que quiere ser diferente.