“Rajoy tenía mediadores de todo tipo. No podía aguantar un mediador más”. La frase es de uno de los principales colaboradores del expresidente del Gobierno y resume la disparidad de gestiones que se impulsaron en el ámbito más cercano al Palacio de la Moncloa para evitar la declaración de independencia y, como consecuencia, la puesta en marcha del artículo 155 de la Constitución hace ahora un año.
Cuatro empresarios, un cardenal, eurodiputados, consellers, la vicepresidenta del Gobierno de entonces, Soraya Sáenz de Santamaría; el ministro de Justicia Rafael Catalá; la presidenta del Congreso, Ana Pastor y sobre todo el lehendakari, Íñigo Urkullu, participaron activamente en un intercambio de mensajes que por momentos dio la impresión de estar construyendo el territorio del acuerdo. “Está solucionado el tema”, llegó a escribir el exconseller Santi Vila a un eurodiputado del PP en la mañana del 26 de octubre en un mensaje que en cuestión de minutos estaba ya en manos de lo más alto el Gobierno.“Esas horas fueron un hervidero”, asegura a eldiario.es uno de los principales asesores de Rajoy: “Todo el mundo tenía un amigo que le había dicho no sé qué y a toda la gente que quiso ayudar se la escuchaba”.
Ana Pastor, presidenta del Congreso, tercera autoridad del Estado y de la máxima confianza de Mariano Rajoy, fue una de las personas que desde la cima del PP estuvo al tanto de lo que iba sucediendo en las horas en las que Puigdemont cambió de opinión varias veces sobre al camino a seguir. “El día anterior a que Puigdemont declare la independencia hablé con Santi Vila y me dijo que iba a convocar elecciones. Nos fuimos a la cama con esa convicción. Por la mañana supimos que haría lo contrario. Santi Vila me dijo que si pasaba eso él se iría... y se fue”, recuerda un año después Pastor.
Su relación con Vila parte de una amistad prolongada en los años. Hasta el punto de que la presidenta del Congreso fue una de las invitadas a la primera boda del exdirigente del PDeCAT. Un enlace que ofició Puigdemont como alcalde de Girona. Eran otros tiempos.
Si hubo un negociador principal en aquellos días de tensión de finales de octubre de 2017, ese fue Íñigo Urkullu. Ni en la Lehendakaritza ni en Moncloa consiguen precisar un año después quién le eligió para la tarea. A él es a quien buscaron un grupo de empresarios catalanes que el 25 de octubre alquilaron un avión privado para desplazarse a Vitoria y pedirle que participase en la solución. Urkullu hablaba directamente con Puigdemont y lo hacía también con Rajoy, según confirman fuentes del entorno de ambos.
En el entorno del lehendakari aseguran que él fue quien se encargó de trasladar a Rajoy las primeras condiciones del presidente catalán. Puigdemont exigía garantías de que el Gobierno de Rajoy no aplicaría el 155, que se diera orden de retirada a los cuerpos de seguridad del Estado desplazados a Catalunya y que se abriese un proceso negociador sobre un referéndum pactado. A cambio, estaba dispuesto a parar la DUI y convocar elecciones.
El Gobierno respondió que las peticiones eran inasumibles y Puigdemont acabó cediendo. En su segunda oferta las condiciones ya eran más laxas: estaba dispuesto a convocar elecciones con tal de que el Gobierno retirase el 155. En el camino de ese pacto todo acabó por torcerse. Durante el proceso, los dos principales protagonistas de las decisiones que implicaron la ruptura total no hablaron ni una sola vez pero ambos tuvieron un punto principal en común: en su entorno político Rajoy y Puigdemont encontraron resistencias internas a la búsqueda de una solución negociada.
Del lado del PP, Soraya Sáenz de Santamaría era la principal partidaria de buscar el acuerdo. Pero un núcleo duro se mantenía reticente. Puigdemont, por su parte, encontró en ERC su escollo para avanzar pero también en sectores de su propio partido había críticos a la convocatoria electoral.
El 25 de octubre el entonces president convocó una concurrida reunión en el Palau para comunicar a su entorno su decisión de no convocar elecciones. Era su primer cambio de opinión. El encuentro empezó a las 19:30 y se prolongó hasta más de la una de aquella madrugada. En ese encuentro, las republicanas Marta Rovira y Carme Forcadell se posicionaron airadamente en contra de la propuesta. Miembros del PDeCAT como Vila o Marta Pascal apoyaron el cambio de estrategia: elecciones a cambio de parar la intervención de Catalunya por el Gobierno central. Artur Mas era de la misma opinión y en esos días se lo había repetido a Puigdemont en varias ocasiones.
A Madrid, mientras tanto, seguían llegando mensajes uno tras otro y se había instalado la sensación de que el acuerdo estaba próximo. En la mañana del 26 de octubre, un magistrado del Tribunal Constitucional escribe a través de Whatsapp: “Habrá acuerdo. Los negociadores no van a dormir hoy”. Para ese día estaban convocadas dos reuniones de la máxima importancia: el Pleno del Parlament para debatir la declaración de independencia y el del Senado, que acabaría aprobando la aplicación del artículo 155. Hasta el último minuto, una legión de negociadores que apoyaban la búsqueda de un acuerdo mantuvieron vivas las esperanzas para evitar el choque de trenes que terminó con la disolución de la autonomía catalana por primera vez en democracia.
En la mañana de ese 26 de octubre todo empezó a torcerse. Poco después de las 12 de la mañana, Gabriel Rufián publicó un tuit en el que alentaba la posición contraria a la convocatoria de elecciones. “155 monedas de plata”, escribió el diputado de ERC, unas palabras que en el entorno de Puigdemont fueron entendidas como una acusación de traición. Rufián asegura un año después que su mensaje fue malentendido: “Se interpretó como un mensaje contra Puigdemont y la verdad es que no. Es dramático que insignes periodistas hagan artículos culpabilizando a un tuit de la declaración de independencia”.
Antes incluso de que Rufián enviara ese tuit, la Plaza Sant Jaume de Barcelona ya se estaba llena de estudiantes independentistas pegados a las radios que esperaban noticias del Palau. Hubo algunos gritos de “traidor” entre los miles de personas que clamaban por la independencia y la república catalana. Puigdemont estaba sometido a presión por todas partes, incluida la que le llegaba desde miembros de su Gabinete.
En Moncloa entretanto esperaban acontecimientos, al igual que en Ferraz, la sede del Partido Socialista en Madrid. Albert Rivera repetía en esas horas el mismo mensaje a todos sus interlocutores: Puigdemont ya no era de fiar. Bajo el suelo de Rajoy las cosas también se movían y los halcones del partido, favorables a truncar la negociación, hicieron su jugada. Javier Arenas y Xavier García Albiol comparecieron ante los medios de comunicación en el Senado para dar un mensaje que acabó por quitarle a Puigdemont los pocos puntos de apoyo de los que disponía para entonces: el 155 se aplicaría a pesar de que el president convocase elecciones en Catalunya.
Las declaraciones de Albiol alimentaron la desconfianza sobre un pacto en el que nunca nada se puso por escrito y en el que los principales protagonistas no llegaron a hablar personalmente. Puigdemont volvió a llamar a Urkullu y le pidió garantías sobre un papel pero Rajoy no quiso estampar su firma en ningún acuerdo. La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, fue la encargada de comunicarle al conseller Santi Vila que Moncloa no entregaría nada por escrito.
En el PSOE la esperanza duró todavía algunas horas más. El líder del PSC, Miquel Iceta, había estado negociando esos días a varias bandas pero su partido tenía que tomar una decisión sobre su posición de voto en el debate del 155, un asunto tabú en la política española hasta ese momento. El portavoz socialista en el Senado, Ander Gil, recuerda hoy: “Se estuvo negociando hasta el último momento”. Los socialistas habían llevado al Pleno una enmienda para dejar sin efecto el 155 en caso de convocatoria electoral. Esa enmienda decía: “La entrada en vigor de las medidas previstas en el Acuerdo del Consejo de Ministros y aprobadas por el Senado se suspenderá si el presidente de la Generalitat, antes de la vigencia de las mismas, hiciera uso de sus facultades para la convocatoria de elecciones autonómicas”. Poco después de las seis de la tarde, Pedro Sánchez llamó a Gil para decirle que retirase esa enmienda. El portavoz socialista en el Senado pidió la palabra al presidente, Pío García Escudero, y así lo hizo.
“A Urkullu le falló su interlocutor”, resume ahora un alto cargo de aquel Gobierno del PP. Las mismas fuentes relatan episodios en los que el propio presidente participó activamente en unas negociaciones que no fructificaron. Un ejemplo fue el encuentro que Rajoy mantuvo con el cardenal de Barcelona, Juan José Omella, en Moncloa. “Aparecieron los obispos y les tuvimos que explicar qué es la soberanía nacional. Alguna gente venía proponiendo cosas que no eran posibles”. “Hice lo que pude. Hablé con unos y otros en aquellos momentos de tensión”, diría el propio cardenal meses después en una entrevista a Catalunya Radio.
Ninguna de aquellas conversaciones fue nunca reconocida por los principales protagonistas. Solo con el paso de los meses, empezaron a aflorar los detalles de aquellos contactos que Moncloa quiso mantener en secreto para evitar ante la opinión pública las críticas por seguir hablando incluso después del referéndum del 1-O con dirigentes que impulsaron el 'procés'.
En el mundo independentista sucedió algo similar y los que negociaron prefieren correr un velo de olvido sobre aquellos intentos que dividieron todavía más a los socios de un Govern que acabaría disuelto por la aplicación del artículo 155.
Un año después de aquello, Íñigo Urkullu, se niega a conceder entrevistas o realizar declaraciones sobre su participación en la negociación. Nada se dejó por escrito salvo la multitud de mensajes cruzados entre ambos mundos y que llenaron de esperanza a los protagonistas de un problema que todavía está por resolver.