Dimitir es un verbo que apenas se conjuga en la política española. Albert Rivera lo ha hecho. Y ya por ello merece reconocimiento. Otros prefieren la resistencia. El suyo ha sido el más sonoro, pero no el único fracaso en estas últimas elecciones. Y sin embargo en otros se ha escuchado más justificación que autoenmienda. Sólo él ha hecho lo que correspondía y por otra parte estaba escrito desde hace tiempo. Porque solo él es el responsable de haber llevado al abismo a su partido. Tanto vaivén y tanto transformismo han acabado por confundir al electorado de una formación que, en su corta trayectoria nacional, ha virado de la socialdemocracia al neoliberalismo y antepuesto el pragmatismo a las convicciones. Es lo que tiene pasar sin apenas tránsito de la transversalidad al monocultivo de la derecha. Él lo decidió, a pesar de provocar la hilaridad y la estampida de los padres fundadores del partido y nutrido grupo de dirigentes de la primera fila, y él paga las consecuencias.
El adiós a la política del líder de Ciudadanos ha merecido, no obstante, diferentes respuestas. El elogio desmedido, el llanto sobreactuado, la recurrente tristeza infinita y el hiperbólico agradecimiento… La chanza, la inquina, el puente de plata… Que de todo ha habido tras el único ejercicio de coherencia que se le recuerda en los últimos tiempos. Por eso no hacía falta tampoco explicar en su despedida quién era y de dónde venía. Todo el mundo lo tiene fresco porque nadie dilapidó tanto en tan poco tiempo. El descalabro de Ciudadanos, que en solo seis meses ha perdido 47 escaños y 2,5 millones de votos, es una mala noticia para España y una hecatombe para sus dirigentes, que se enfrentan ahora, además de a un profundo proceso de cambio organizativo, a un debate sobre su propia naturaleza como partido.
A Rivera no lo han “matado”, como dicen sus exégetas, por estar en el centro, sino por irse de él y abandonar todo lo que antaño hizo del suyo un proyecto atractivo para el electorado, y que no sólo era su resistencia al nacionalismo. La modernidad, la regeneración, la lucha contra la corrupción, la moderación y la centralidad pudieron ser una mezcla imbatible para el triunfo político de no haber cedido todo el espacio al españolismo de bandera, el himno [de Marta Sánchez] y la España de la plaza de Colón.
Y todo por una sucesión de espejismos. Hasta cuatro fantasías cegaron la carrera más fulgurante, corta y errática de un joven de buena oratoria y mejor aspecto que quiso sustituir a los nacionalistas periféricos como partido bisagra.
Primer espejismo: Más de un millón de votos y 37 diputados en las elecciones autonómicas catalanas de 2017. Ciudadanos logró una victoria histórica con Inés Arrimadas como candidata, pero el secesionismo se impuso con mayoría absoluta. Fue entonces cuando creyó encontrar en el antiindependentismo la receta mágica con la que crecer también en el resto de España y decidió soslayar los otros ingredientes de su proyecto hasta abandonar su condición de partido bisagra.
Segundo espejismo: mayo de 2017 y el efecto Macron. La victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales francesas y el tsunami de casos de corrupción que golpeó al Partido Popular, dos escenarios aparentemente distantes y distintos, fueron vistos por Ciudadanos como una oportunidad para consolidar su apuesta por el centro liberal y comer terreno al PP de Mariano Rajoy. Antes había querido ser Adolfo Suárez, antes Felipe González y hasta el Kennedy de la política española. Pero se afanó desde entonces en encontrar referentes internacionales actuales tanto por su coincidencia generacional como por el liberalismo de su programa. Las encuestas le auparon hasta el 28% de los votos y se creyó ungido por los dioses para desbancar al PP como partido hegemónico de la derecha.
Poco después y, aunque él mismo abrió la espita para la moción de censura contra Rajoy al marcar un antes y un después de la sentencia de la Gürtel, quedó descolocado por la rapidez con la que Pedro Sánchez aprovechó la brecha que él mismo había abierto y sumó los votos necesarios para convertirse en inquilino de La Moncloa.
Tercer espejismo: 28A, el sorpaso andaluz y los 57 escaños. El partido de Rivera logró 11 diputados y adelantó al PP en votos en la comunidad donde debutó en un Gobierno. Empató en escaños pero sumó 24.600 papeletas más que los populares con quienes ya gobernaba en coalición en la Junta de Andalucía, consolidándose allí como segunda fuerza con más de 800.000 votos. Para entonces, Rivera ya había tenido la brillante idea de convocar una gran manifestación en la plaza de Colón en defensa de la unidad de España, y a la que se sumaron a rebufo PP y Vox. La ultraderecha había irrumpido en la escena andaluza con 12 diputados y el 11% de los votos que dieron a PP y Ciudadanos el gobierno de la Junta de Andalucía, tras 36 años de gobiernos socialistas.
Rivera había pactado con Vox igual que Casado para desalojar al PSOE de la Junta. La diferencia es que a uno no le importaba que se supiera y el otro pretendía no ensuciarse las manos del barro que esparcía el discurso de la ultraderecha.
Cuarto espejismo: 25M. Ya jugando sin disimulo en el terreno de la derecha, el partido del cambio permanente se equivocó de nuevo. Pudo tener la alcaldía más simbólica del país y su obsesión con el “no es no” a Sánchez y al PSOE le llevaron a resucitar a un PP que había salido muerto de aquellas elecciones e impedir la alternancia de la Comunidad de Madrid después de más de veinte años de gobierno popular y su rosario de escándalos. Creyó que un “sí” a Sánchez le alejaba de su propósito de desbancar a un PP que el 28A había caído a su peor marca histórica hasta los 66 diputados, tan sólo 9 más que Ciudadanos.
Con el “no es no” a pactar, como los liberales europeos, con la socialdemocracia española y la idea de echarse sin embargo en brazos de la ultraderecha cometió el mayor error de su carrera política y provocó una gigantesca crisis interna en el partido. Tras el 28A y las palabras del responsable de Economía, Toni Roldán, antes de abandonar su acta de diputado, tronaron contra la estrategia de Rivera, que seguía atrincherado en el marco de la derecha y había desvirtuado ya por completo los principios fundacionales del partido. Roldán, como antes Francesc de Carreras y algunos otros, le acusaron de ahondar en el frentismo y la polarización. Quien se había erigido en solución a los males del país era ya uno de sus principales problemas. “Como vamos a luchar contra la dinámica de confrontación de rojos-azules que vinimos a combatir si nos convertimos en azules”, se preguntó el discípulo de Luis Garicano antes de hacer pública su decisión irrevocable de abandonar la política.
Roldán abrió todas las costuras del partido con una primera renuncia de alto voltaje que fue seguida por otros dirigentes, que añadían ya a los motivos para su estampida no solo la estrategia impuesta por Rivera, sino también los delirios y la soberbia que le hicieron perder la perspectiva tras la moción de censura que llevó a La Moncloa a Sánchez.
El final no podía ser otro más que su salida del partido. De hecho, se aguardaba a los resultados del 10N para que así fuera si se cumplían los peores pronósticos. Cada espejismo le llevó a un error y cada uno de ellos al abismo en el que ha caído por confundir una y otra vez lo que necesita el país con lo que necesitaba él mismo. Abandonó la centralidad, abandonó sus señas de identidad y se dedicó al monocultivo del nacionalismo español. Y todo sin reparar, como recuerdan algunos expertos en estrategia política, que a diferencia de PSOE y PP, Ciudadanos es un partido instrumental al 100%, sin fidelidad histórica ni demasiados vínculos ideológicos. Sus votantes siempre fueron prestados y ante la evidencia, tras el 28A, de que sus siglas nos sirvieron ni para pactar con Pedro Sánchez ni para echarle de la Moncloa, este noviembre buscaron refugio en otras opciones. Más claro: Ciudadanos ha dejado de ser un partido útil y sus ex votantes se desconectaron, tras perder el hilo de sus continuas estrategias de pizarra de consultoría.
La pregunta ahora es si, con la salida de Rivera, hay o no futuro para una formación con 10 diputados, y quién será el valiente que se haga con las riendas de un partido para gestionar ya solo los restos de un naufragio que había sido advertido. Voluntarios parece que hay. Otra cosa es que alguno de ellos sea capaz de resucitar lo que a priori, está más muerto que vivo. De momento, el número dos en su condición de secretario general asume el control hasta la celebración de un Consejo General que nombrará una gestora previa a la celebración de la Asamblea extraordinaria. Después, prepárense para un desfile de nombres, que salvo el de Ignacio Aguado, aún no han salido del anonimato. Y algunos con escasas capacidades.