La familia Medina: de terratenientes que recaudaron y “limpiaron rojos” para Franco a comisionistas con Almeida

Peio H. Riaño

12 de abril de 2022 22:05 h

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Francisco Franco invadió España y la dividió en dos para siempre, como dos realidades paralelas e irreconciliables. Una historia que se puede contar en dos fotos y dos protagonistas. Con el mismo nombre. A un lado de las trincheras, Rafael Medina. El oficial retratado por Robert Capa en la imagen conocida como Muerte de un miliciano, quizá el icono bélico del siglo XX. La fotografía tomada en Espejo, y no en Cerro Muriano, el 5 de septiembre de 1936, convirtió al periodista húngaro en el reportero de guerra más famoso del mundo. Medina era el enlace de Capa y estaba al mando del escuadrón de milicianos que defendió el municipio, que cayó a los pocos días de la famosa foto en manos de Franco. Medina fue capturado y encarcelado y fusilado en 1940.

Al otro lado de las trincheras, otro Rafael Medina. Vecino de Sevilla, duque de Medinaceli y falangista. Y autor de un libro de memorias titulado Tiempo pasado (1971), en el que descubre en sus primeras cuarenta páginas los estrechos contactos que mantiene con otros falangistas y militares retirados y activos, con los que conspira contra la Segunda República. Rafael agarró las armas, acompañó a la sublevación militar y formó parte de una de las más funestas organizaciones, la Guardia Cívica (dirigida por el comandante Alfredo Erquicia), una unidad experta en la represión de la retaguardia que sembró el terror en los pueblos de Huelva y Sevilla durante los primeros años de la Guerra Civil. 

El abuelo de Luis Medina, el comisionista del Ayuntamiento de Madrid de las mascarillas y los test de mala calidad, es el protagonista de una de las fotos más espeluznantes de la guerra. Así como Robert Capa actuó en el frente republicano, el abulense Juan José Serrano lo hizo en la vanguardia y retaguardia franquista y al terminar la contienda continuó su labor en ABC.

Una foto para no olvidar

En la foto tomada el 4 de agosto de 1936, un mes antes de la de Capa, Paul Preston ha identificado a Rafael Medina como el individuo que viste un mono blanco y camina al frente de la Guardia Cívica, en pleno ejercicio del terror a su paso por uno de los pueblos de Huelva. Fue compañero del temido Ramón de Carranza en la represión de los pueblos del Aljarafe sevillano. Rafael Medina, después de participar activamente en la sublevación franquista, pasó a formar parte de la columna del terror que se integra en la llamada Policía Montada. Este grupo paramilitar se dirigió a Huelva desde Sevilla para realizar tareas de “limpieza” por los pueblos del suroeste desde agosto de 1936 hasta marzo de 1937, cuando la columna pasó a la Falange. 

El historiador Paco Espinosa ha estudiado en profundidad ese momento y al personaje. Cuenta que aquella mezcla de terratenientes, señoritos de la burguesía y aristócratas se juntaron en la Policía Montada y marchaban ocupando zonas agrícolas. “Limpiando los pueblos de gente roja”, asegura el historiador. “Mucho tiempo”, añade Espinosa, investigador de la represión en el sudoeste de España. Los propios documentos oficiales se refieren a ellas como “operaciones de limpieza”. Vestían uniforme color caqui, botas de montar y sombrero cordobés. En el sombrero de este sombrío cuerpo ecuestre podía leerse el “detente”, un lema que decía: “Detente enemigo, que el corazón de Jesús va conmigo”. Creían que esto les libraba de los peligros y los legitimaba para la barbarie en los pueblos que querían controlar.

La columna que Rafael Medina formó con Ramón de Carranza estaba compuesta por la burguesía agraria, caciques que revisaban qué había ocurrido con sus tierras. Lo primero que hacían era apartar a las autoridades de los pueblos y colocar a los que querían, para recuperar el control de las localidades. “Esa gente iba cubierta por fuerzas africanas, legionarios y regulares. Una vez que tomaron Huelva, a finales de julio de 1936, siguieron su ruta hacia Ayamonte”, recuerda Espinosa. El propio Medina lo escribe en su libro de memorias, publicado en plena dictadura: “Aquellas operaciones de conquista de pueblos tenían, sin duda, un gran interés y eran de la mayor urgencia por el fin que se perseguía de liberación y dominio”. También por hacerse con la propiedad de las tierras de pueblos como Aznalcázar, Pilas, Villamanrique, Carrión de los Céspedes y Castilleja del Campo. 

La prensa franquista llamó “grupos de incontrolados” a estas “escuadras negras”. Participaron en la primera fase de la “limpieza política”. Dionisio Ridruejo, el director general de Propaganda en el Ministerio de la Gobernación, calificó sus acciones como “represión informal o espontánea”. Fueron los orígenes de las sacas y el “paseo” (o “paseíllo”). La que más notoriedad ha alcanzado es la escuadra negra que asesinó a Federico García Lorca. La del duque de Medinaceli le sirvió, además, para nombrarle alcalde de Sevilla, entre 1943 y 1947, y procurador de las Cortes. En Huelva, hasta el inicio de los tribunales militares, en marzo de 1937, se asesinó a 2.376 hombres y 86 mujeres.

Una historia sin responsabilidades

En un pueblo de Huelva los fascistas mataron un día a todos los detenidos que se llamaban Manuel, simplemente por el gusto de crear el terror, ha contado Espinosa. La columna de Rafael Medina logró destruir todo lo levantado por la República a fuerza de fusilamientos para recuperar el control y los poderes. “Esa gente se ha mantenido en su sitio durante la dictadura y en la Transición no perdieron nada, intocables desde 1936. Nadie ha interrumpido su historia para pedirles responsabilidades”, cuenta Espinosa.

Paul Preston, en El holocausto español (2011), cuenta algo más sobre el papel del abuelo del comisionista que ha sacado provecho del coronavirus y se ha lamentado de que en la Fiscalía sean “de izquierdas”. Según el hispanista británico el odio entre los campesinos sin tierra y los propietarios administradores de las fincas pasó a formar parte de la vida cotidiana en el sur. Cuenta cómo un destacado terrateniente de Sevilla, Rafael Medina, escribió acerca de “la incomprensión de los de arriba y la envidia de los de abajo”, la distancia entre quienes caminaban en alpargatas y quienes viajaban en coche. Y se detiene en esa anécdota: cuando Rafael y su padre pasaban en su coche por delante de los jornaleros, en alguna carretera secundaria, notaban “la torva mirada, de tan profundo desprecio y tan señalado rencor que tenía la fuerza de un rayo fulminante”. 

Continúa Preston el relato de la estrecha relación que existía entre los propietarios de las tierras y sus salvadores militares. Se puso de manifiesto cuando Queipo de Llano encargó a Rafael Medina que recaudara fondos para la causa rebelde. Tras muchos meses de quejas por la ruina de la agricultura, como consecuencia, criticaban, de las reformas republicanas, cabía esperar que los esfuerzos de Medina fueran un fracaso. Pero no. El primer día recaudó un millón de pesetas entre los exportadores de aceituna de Alcalá de Guadaira. 

Ese mismo día, en Dos Hermanas, un propietario le preguntó a dónde iría el dinero. Medina dijo que esperaban comprar un avión y el terrateniente preguntó cuánto costaría eso. Medina contestó que “sobre un millón de pesetas”. El latifundista le extendió en el acto un cheque por esa cantidad. “En los días que siguieron al alzamiento, los señoritos rurales podían permitirse el lujo de formar y financiar sus propias milicias, como las columnas de Ramón de Carranza y de los hermanos Mora Figueroa”, escribe Paul Preston.

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