Alberto Núñez Feijóo tiene 62 años y la vida se le está haciendo larga. Quiere volver a ser joven y quiere que la democracia vuelva a ser joven. Hay que regresar a los años ochenta, a la visión mítica de la Transición en la que todos llegaban a pactos y todos se querían a rabiar. España, un país muy diferente al de esa época en todos los órdenes, debe mirar al futuro y ese futuro está en retrasar el reloj cuarenta años.
En el discurso más importante de su vida, el líder del Partido Popular demostró su inseguridad antes de que comenzara. Es una situación en la que un político queda solo en la tribuna y de alguna manera se examina ante todo un país. Feijóo no quería aparecer solo. Le daba pánico. Por eso, movilizó a todos los dirigentes de su partido para que le acompañaran. En la entrada, llegó andando junto a decenas de sus diputados en calidad de guardaespaldas. Los presidentes autonómicos también estaban convocados y algunos senadores se apuntaron. Aquí pringamos todos por mucho que fracase la investidura, parecía decirles. Liderazgo del que necesita que le den ánimos.
Feijóo es de los que llegan tarde a su propia boda. Llegó al hemiciclo con cinco minutos de retraso. Sin abrir la boca, ya se ganó una ovación en pie de los diputados de su partido, un gesto bastante servil que estrenaron los senadores con Rajoy. Claro que tienen que aplaudirle, pero que al menos haga algo para merecer los aplausos. Hasta aplaudieron algunos dirigentes del PP en la tribuna del público, lo que está prohibido. Un ujier les llamó la atención.
Inició el discurso como si fuera la sesión de investidura del líder de la oposición. O la presentación de una moción de censura contra un Gobierno en funciones. Empezó citando una frase sin decir su fuente que era la típica baladronada de un independentista que lo exige todo a cambio de nada. No se sabe si se la inventó. Era un truco con el que destacar que nunca aceptaría algo así. Como si no lo hubiera dicho cien veces antes, sobre todo desde que Junts ni se molestó en reunirse con él.
Durante los primeros veinte minutos del discurso, quedó claro lo que no quería hacer. Era un curioso discurso de investidura. Había que esperar mucho para saber cuál era su programa.
No hacía más que insistir que él había ganado las elecciones. Como un Donald Trump de ocho años desgañitándose en repetir que es el mejor. “Esta sesión de investidura nos retrata a todos”, dijo. Ahí tenía toda la razón. Con 171 votos asegurados, no cuenta con una mayoría para ser elegido presidente por mucho que llore y se agarre a la pierna de su madre para decirle que él es el mejor, que ha ganado y que se merece su premio en forma de galleta de chocolate.
Cuando dijo qué es lo que haría como presidente fue cuando empezó la carta de ajuste de los setenta y ochenta. Citó el abrazo de Fraga y Carrillo como momento mágico que le emociona. “Hay quien reniega de la Transición. Yo vengo a reivindicarla y a reclamar su vigencia”. Lo primero es legítimo. Lo segundo es difícil de creer, porque los problemas actuales del país no se solucionan con la nostalgia ni recordando los años de la EGB ni pensando que España continúa siendo como entonces.
Pactos de Estado para todo. No es una solución que haya que desdeñar, pero sí habría que analizarla fríamente y ver qué posibilidades de éxito hay. Estaría bien con una ley de educación para no tener que cambiarla cuando se produce la alternancia en el Gobierno. Ya se vio que no hay muchas opciones si Feijóo dice que no admite “adoctrinamientos” –pequeño detalle con Ayuso y Vox– y se puede uno imaginar que no permitirá que se limite o elimine una de las formas de adoctrinamiento más antiguas del mundo occidental, la asignatura de religión cuya función siempre ha sido la de crear buenos católicos.
Feijóo ofreció la ración de bulos que suelen aparecer en sus discursos. En la mención de costumbre a las ocupaciones de viviendas, hasta metió en la manipulación a una anciana con Alzhéimer. Aquí valía todo. Los socialistas se rieron con ganas cuando presumió de lo mucho que había subido el salario mínimo el Gobierno de Rajoy.
El escenario irreal culminó cerca del final del discurso. “Yo no vengo aquí como líder de ningún bloque. El único es el suyo”. Feijóo distorsionaba la realidad política del país con grosería y evidente desprecio por los hechos, como prueban todos los gobiernos autonómicos y ayuntamientos formados con el apoyo de Vox. Él quiere que vuelvan los ochenta, que Sánchez se pinte unas canas y que sea como Felipe González.
Cuidado, no como el Felipe que gobernaba con mayoría absoluta y no pactaba nada con Alianza Popular, sino como el Felipe actual, dispuesto a cantar una nana a Feijóo antes de llegar a un solo pacto con los nacionalistas. Feijóo añora un tiempo y unos personajes que nunca volverán.