Muchos en España creen que ya ha pasado demasiado tiempo desde la Guerra Civil y la dictadura de Franco para seguir recordando lo que ocurrió, uno de los principios de la memoria histórica. Es lo que pensaba el Gobierno socialista de Felipe González, que publicó en 1986 un comunicado en el BOE a modo de declaración institucional con ocasión del 50º aniversario del golpe de Estado. Se trataba básicamente de dar carpetazo al asunto. La Guerra Civil era algo del pasado y, en pro de la reconciliación, no debía importunar ya a la convivencia.
“Segundo, que la guerra civil española es definitivamente historia, parte de la memoria de los españoles y de su experiencia colectiva. Pero no tiene ya –ni debe tenerla– presencia viva en la realidad de un país cuya conciencia moral última se basa en los principios de la libertad y la tolerancia”, decía el texto para expresar la opinión del Gobierno.
Seguro que los familiares de las miles de personas cuyos cuerpos fueron enterrados en fosas comunes después de su fusilamiento pensaban de forma muy diferente. El dolor sí tenía una “presencia viva” en su existencia. No en la del Gobierno socialista de entonces.
“Nosotros decidimos no hablar del pasado”, dijo González tras una visita a Chile en 2001. “Si lo tuviera que repetir, con la perspectiva de estos 25 años desde la desaparición del dictador, lo volvería a hacer”.
Una forma tradicional de honrar a un líder político es dedicarle una estatua. La estatua ecuestre de Franco en Nuevos Ministerios seguía allí como homenaje al dictador cuando se publicó esa declaración. Hubieron de pasar 19 años más para que otro Gobierno, el de Zapatero, decidiera quitarla en 2005. Otra estatua similar aguantó tres años más en la zona más céntrica de Santander.
La lógica de González y de otros dirigentes de su época era que retirar esas estatuas suponía abrir viejas heridas. Por algún tipo de excepción mágica, mantenerlas no tenía ningún efecto. Aquellos para los que la preservación de esos monumentos suponía una afrenta estaban obligados a callarse.
El fin del homenaje permanente al dictador
Ahora, el Tribunal Supremo ha certificado que es legal la decisión del actual Gobierno de poner fin al mayor homenaje que recibió Franco tras su muerte: enterrarlo en el Valle de los Caídos, la obra con la que la dictadura recordaba a los españoles lo que podría pasar si se cuestionaba su mando, es decir, la vuelta al fratricidio anterior.
Así que es cierto el Estado continuaba homenajeando a Franco al mantener su cuerpo en esa obra masiva y faraónica con la que se perpetuaba su recuerdo, es cierto que a una larga distancia de la capital del país. Solo ya por eso era inevitable que formara parte del debate político contemporáneo, al menos a iniciativa de los que pensaban que no era digno olvidar.
Los recursos presentados y los plazos judiciales han hecho que la decisión del Supremo se produzca a poco más de un mes de las próximas elecciones. Resulta ingenuo por decir algo que la vicepresidenta Carmen Calvo haya dicho que la retirada de los restos de Franco se llevará a cabo “lo más lejos posible de la campaña electoral”. Como si unos días vayan a marcar la diferencia cuando el Gobierno lleva varios meses haciendo campaña en las ruedas de prensa de los viernes tras el Consejo de Ministros. Y lo mismo todos los partidos.
Además, el PSOE utilizará en sus mítines el éxito que supone el dictamen judicial por ser un proyecto en el que el Gobierno se había empeñado y porque a fin de cuentas tampoco cuenta con muchos logros de los que presumir desde los comicios de abril. Al menos han hecho lo de Franco, será un argumento que se escuchará a muchos votantes socialistas. Mejor presumir de eso que de lo contrario.
Como ya viene siendo habitual, Ciudadanos se ocupará de afianzar el voto de izquierdas al PSOE. Esa es una misión que su líder tiene muy interiorizada. En primer lugar, la portavoz del partido, Lorena Roldán, dijo el martes que “en democracia no caben los homenajes a los dictadores ni a las dictaduras”. Con algunas críticas más a Sánchez en este asunto, parecía que ya era suficiente en la respuesta de Ciudadanos, que no necesitaba complicarse más la vida.
Pero el factor Rivera aún tenía que aparecer. El líder de Cs no puede resistir la tentación. Quizá se aguantó durante unas horas, pero cerca de la hora de comer estalló con su furia de costumbre: “Afortunadamente, la dictadura de Franco acabó hace 44 años. Sánchez lleva un año jugando con sus huesos para dividirnos en rojos y azules, pero a muchos españoles a estas alturas no nos importan. Yo prefiero unir a los ciudadanos y hacer las reformas de futuro que España necesita”.
Rivera se levanta ya cabreado y todo lo que ocurre después es una provocación.
Dio la impresión de que el Partido Popular no tenía de entrada ganas de meterse a fondo en un asunto en el que no tiene mucho que ganar (excepto el portavoz del Gobierno madrileño de Díaz Ayuso, que tiene que cuidar a sus socios de extrema derecha). Casado ha aprendido que moverse con cautela puede ser una receta beneficiosa para la salud política. Con Rivera, no. La cautela es un vicio de los débiles.
Lo malo de los arrebatos de Rivera son los compañeros de viaje que le surgen. “Se pretende dividir a los españoles. Se pretende enfrentar a personas que nada tienen que ver con lo que sucedió hace 80 años”, dijo Iván Espinosa de los Monteros, de Vox. “Estaremos siempre en contra de desenterrar muertos y odios del pasado. Miramos al futuro. Porque amamos a España y deseamos la convivencia entre los españoles”, clamó con más fuerza su líder, Santiago Abascal.
Las negritas en las frases de Rivera y de los dirigentes de Vox son del autor del artículo y no están destacadas con inocencia. Es solo que no deja de sorprender que Rivera tenga esa tendencia tan acusada de hacer la campaña más fácil a sus rivales.