La noche del 10 de noviembre, antes de salir al balcón de la sede socialista a celebrar su segunda victoria electoral en seis meses, Pedro Sánchez reunió a su equipo más cercano en su despacho para contarles que esta vez sí habría coalición con Unidas Podemos. Las urnas se habían vaciado un par de horas antes, el PSOE tenía tres diputados menos que en abril y el líder del partido decidió dar un nuevo volantazo a su discurso para tratar de desbloquear el país con el primer bipartito de la democracia española. Luego festejó su triunfo con centenares de militantes, dejó sin contestar un mensaje de Pablo Iglesias que le urgía a negociar, evitó responder también a la llamada de Pablo Casado y se fue a dormir.
La mañana siguiente en España se empezó a fraguar una coalición que todavía precisa de una mayoría parlamentaria y en el camino se sucedieron una serie de movimientos políticos que evidencian hasta qué punto los hiperliderazgos se han adueñado de las grandes decisiones en la era de la nueva política y cómo los órganos internos de los partidos están siendo relegados a un papel secundario, aun cuando lo que está en juego es la misma gobernabilidad del país.
Con las portadas sobre el triunfo socialista todavía frescas y las tertulias aventurando sobre la posibilidad de unas terceras elecciones, Pedro Sánchez telefoneó a su jefe de gabinete, Iván Redondo, para activar la coalición con Unidas Podemos. Después se dirigió desde La Moncloa a la sede de su partido y mandó un mensaje críptico a la cúpula socialista: habrá Gobierno. Hubo preguntas y alguna queja sobre el papel subalterno que últimamente se reserva a los órganos del PSOE, pero Sánchez no ofreció ningún detalle a su Ejecutiva sobre cuál era esta vez el camino, cómo iba a ser posible lograr la investidura que fracasó en julio con tres diputados menos, una caída de siete de Pablo Iglesias y la necesaria colaboración de Ciudadanos o los partidos independentistas.
Solo el reducido núcleo de dirigentes socialistas que había escuchado al líder la noche anterior sabía a mediodía que el plan para buscar un acuerdo exprés con Unidas Podemos ofreciendo algo muy parecido a lo que se había negado en julio estaba ya en marcha. Ningún órgano del partido aprobó lo que suponía un giro al mensaje con el que el PSOE había acudido a las urnas... Ni mucho menos se consultó a las bases. Lo que Sánchez pretendía era un acuerdo rápido, tomar la iniciativa y evitar una negociación larga bajo la presión ambiental de los muchos y poderosos detractores que tiene la coalición con Unidas Podemos dentro y fuera del Congreso de los Diputados.
Pablo Iglesias, que había esperado en vano la respuesta a su mensaje telefónico durante la noche, supo de las intenciones de los socialistas por su jefe de gabinete, Pablo Gentili, que a su vez había recibido la llamada de Iván Redondo esa misma mañana. El líder de Unidas Podemos concertó la cita en la Moncloa para ver a Sánchez después de comer, también con el máximo sigilo. Tampoco consultó a nadie, si bien en su caso, la apuesta por la coalición había estado en el centro de su discurso durante las dos últimas campañas electorales, la de abril y la de noviembre.
Casi a la misma hora en que se ponía en marcha la negociación del bipartito, Albert Rivera tomaba el coche para dirigirse a las oficinas de Ciudadanos y anunciar su marcha de la política. La noche anterior, entre caras de funeral de la dirección de su partido, había dejado un cierto suspense sobre su futuro en la formación. El líder había certificado el fracaso, la pérdida de 47 diputados para quedarse en 10, y aludido a la necesidad de un congreso “para que las bases tomen las riendas del partido”. Pero no había pronunciado la palabra dimisión en un discurso en el que cada palabra estaba medida.
A las puertas de la flamante sede junto a la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid, algunos de sus más directos colaboradores ignoraban lo que iba a decir en el lunes más trágico de la historia de Ciudadanos. Rivera dijo adiós a la dirección del partido –que había contribuido a fundar 13 años atrás–, al escaño y también a la vida política en una comparecencia sin preguntas.
El partido que aspiró a gobernar este país, que llegó a ser destacado como primera fuerza por el CIS en 2018, constituye hoy un conjunto vacío: sin liderazgo, sin una ideología clara tras los vaivenes de los últimos años y sin un recambio claro: muchas voces recuerdan que la mejor situada para tomar el timón, Inés Arrimadas, no discutió uno solo de los polémicos cambios de rumbo del ya exlíder de Ciudadanos.
El caso de Rivera, que ocupó desde 2006 todo el espacio en Ciudadanos y monopolizó las grandes decisiones sin ningún contrapeso interno es tal vez el ejemplo más exagerado de personalismo en la era de la nueva política, de la comunicación directa con el ciudadano, que difumina a los partidos frente a quienes son elegidos para dirigirlos. Los efectos secundarios que tiene el fenómeno sobre la democracia interna, la legitimación de las decisiones y la propia supervivencia de los partidos como instrumentos claves para vertebrar la convivencia, se verán en los próximos años.
Antoni Gutiérrez-Rubí es consultor político y ha coordinado junto a Pol Morillas el libro Hiperliderazgos, editado por el CIDOB, un think thank independiente de estudios internacionales, que analiza el fenómeno de los personalismos en sociedades tan distintas como el Japón de Shinzo Abe, la Francia de Emmanuel Macron o las presidencias estadounidenses de Barack Obama o Donald Trump.
En conversación con eldiario.es, Gutiérrez-Rubí sostiene que “el debilitamiento de las direcciones de los partidos en el análisis, la deliberación y la toma de decisiones se está produciendo en todas las fuerzas políticas independientemente de la orientación ideológica y de la antigüedad del partido y pone en cuestión el modelo tradicional del partido que conocíamos”.
En sus ensayos ha defendido que los cambios tecnológicos han dado un vuelco a la comunicación política y que ésta está transformado los partidos en muchas partes del mundo. “La incorporación de procesos de decisión acelerados, la tecnología de proximidad y los móviles permiten sustituir la conversación… hay una alteración de los tiempos política. La conversación sustituye al debate y las Ejecutivas pueden acabar sustituidas por grupos de WhatsApp entre dirigentes”, explica por teléfono.
A ese fenómeno global, añade este experto en comunicación política la singularidad española de este último lustro: “La fase competitiva de la política que es la fase electoral hace que los líderes electorales tengan siempre más poder. El hecho de que hayamos tenido cuatro elecciones en cuatro años y la intensidad de la pugna que estamos viviendo hace que se prolongue casi indefinidamente ese poder adicional del que disponen los candidatos en campaña. Si lo que se produce es una campaña de cuatro años, eso impacta en la vida orgánica de los partidos, la discrecionalidad se instala y pierden influencia los órganos internos frente a los equipos de campaña, los asistentes y los entornos de los candidatos. Y eso a veces produce choques de legitimidades”.
El filósofo Zygmunt Bauman, uno de los pensadores más influyentes de la izquierda durante las últimas décadas, acuñó el término “modernidad líquida” para definir el siglo XXI y los cambios sociales que ha traído la revolución tecnológica permanente. En sus últimos tratados antes de morir en 2017, retrató un nuevo mundo donde ya casi nada es duradero. A las tesis de Bauman recurre Emilio Pérez Touriño, expresidente de la Xunta de Galicia, militante histórico del partido socialista, para subrayar que el concepto “líquido” es también aplicable a la nueva política y explicar alguna de las derivas de los partidos.
Pérez Touriño, quien participó durante lustros en la agitada vida orgánica del PSOE y ahora está retirado de la primera línea, lo argumenta así: “Vivimos en el mundo de lo inmediato, el reinado del tuit, la comunicación política manda e impone mensajes sencillos, se rechazan y se aplazan las realidades complejas. Todo eso confluye en la misma dirección, crece el papel del hiperliderazgo en los partidos por parte de los referentes que lanzan los mensajes en los medios y las redes sociales y se van volviendo inútiles los espacios intermedios de deliberación”.
“El ciudadano puede tener la percepción ilusoria de una participación más directa, pero su participación efectiva en las decisiones se vuelve más tenue. La forma de elección y selección de órganos aparentemente muy democráticos como pueden ser las primarias, en este contexto de cambios, en el mundo y en la política, contribuye a otorgar más autonomía y a acentuar el papel del líder porque ya no hay contrabalances, ni contrapesos en virtud de esa comunicación directa”, añade.
El expresidente gallego huye de la nostalgia, rechaza la máxima de que cualquier tiempo pasado fue mejor pero se pregunta –igual que hacen otros dirigentes de la vieja guardia de los partidos tradicionales– si los métodos de participación directa que han venido implantando las formaciones políticas están sirviendo realmente para democratizar las organizaciones.
En el centro del debate están las primarias –defendidas sobre todo desde la izquierda como el remedio mágico para democratizar los partidos– y son muchos los dirigentes que se se preguntan si no están consiguiendo el efecto contrario: otorgar un poder omnímodo a los líderes que las ganan y luego configuran equipos a su medida para laminar la discrepancia y apartar a las minorías de los centros de decisión. Si en lugar de superar los tiempos de la mesa camilla en los grandes partidos, se han agudizado algunos de los males que vivían estas organizaciones.
Un par de ejemplos recientes. En la actual dirección del PSOE no queda rastro del susanismo, pese a que la líder andaluza obtuvo el 39% de los votos en aquella batalla a cara de perro entre Sánchez y el viejo aparato del PSOE. Cierto que las razones habría que buscarlas en los antecedentes, en la crisis mayúscula de la que venía el partido después de que los barones obligasen a dimitir a Sánchez en el sangriento Comité Federal del 1 de octubre de 2016 para forzar una abstención de su grupo parlamentario ante Mariano Rajoy y que el PP pudiese formar gobierno a la segunda, tras la repetición electoral.
Tras la vuelta a la Secretaría General, una serie de cambios en las normativas internas del partido dejaron a Sánchez con todo el poder y sin apenas contrapesos internos. La potestad de derrocar al líder del partido, por ejemplo, recae ahora en las bases del partido y no en sus órganos de dirección. Esa y otras modificaciones blindaron internamente a Sánchez; los acontecimientos políticos terminaron de apuntalar su poder. Se convirtió en presidente del Gobierno tras la única moción de censura exitosa de la democracia en junio de 2018 y, unos meses más tarde, el único posible foco de oposición interna que encarnaba Susana Díaz, hoy en horas muy bajas tras la sentencia de los Ere, quedó anulado tras las elecciones andaluzas. Sánchez ha sido el primer presidente socialista capaz de configurar un Consejo de Ministros sin atender a las baronías territoriales ni hacer cesiones a las distintas familias de la casa PSOE.
En la sede nacional del Partido Popular tampoco queda nadie del equipo de quien un día fue la todopoderosa vicepresidenta del Gobierno de Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría. Pese a obtener el 42% de apoyos en las primeras primarias que celebró el PP, Santamaría y los suyos se fueron a casa: la mayoría están fuera de la política. Los otros cinco candidatos en la batalla interna se alinearon contra la número dos de Rajoy y dieron manos libres a Casado para estructurar el partido.
Casado no ha desaprovechado esas manos libres. En el partido donde todo lo decide el líder –Fraga ungió a José María Aznar y este señaló con su dedo a Mariano Rajoy–, el primer presidente elegido por primarias ha dedicado el último año y medio a apartar a todo lo que podía sonar a disidencia interna. Sus rivales se convirtieron en irrelevantes y desaparecieron también de las listas electorales. Su rumbo solo empezó a corregirse tras el batacazo de las elecciones de abril y mayo cuando barones con peso como Alberto Núñez Feijóo o Juan Manuel Moreno Bonilla empezaron a levantar la voz, no porque se hubiese producido un verdadero debate en el PP, tras el peor resultado de sus 30 años de historia.
En el caso de Pablo Iglesias no es solo que haya restringido la dirección de Podemos a un reducido número de afectos al líder, sino que él mismo dirige el grupo confederal, –donde está IU y las confluencias gallega y catalana– según algunos de sus socios sin apenas ceder espacios de decisión. El pasado julio, cuando en pleno debate de investidura lanzó desde el atril la última oferta para gobernar con Sánchez si además de los tres ministerios le cedían las políticas activas de empleo, algunos de sus compañeros de escaño que habían estado reunidos con él una hora antes no sabían nada.
Parecidos reproches ha recibido la nueva plataforma de Íñigo Errejón, que en principio había nacido en Madrid como una escisión de Podemos para tomar una deriva distinta, con liderazgos compartidos y alejado de las viejas estructuras partidistas. En su exigua andadura Más País también ha recibido críticas internas por ser más de lo mismo, incluido el abandono de quien estaba llamada a ser una de las referentes feministas, Clara Serra, que ha dado un portazo lamentando la apuesta del partido por reproducir las estructuras verticales de otras marcas políticas.
Y así, el período de mayor inestabilidad política derivado de la crisis del bipartidismo que ha deparado cuatro elecciones desde 2015 lo afrontan los partidos políticos sin grandes debates internos, metidos en una campaña electoral permanente, y con la urgencia de establecer una comunicación inmediata con los ciudadanos –convertidos ya para siempre en votantes– a través de la prensa, las redes sociales y sobre todo la televisión, con tertulias en directo que ocupan parrilas enteras de la programación. En esa vorágine de mensajes y respuestas, los espacios intermedios de debate han estado ausentes en los partidos y los congresos y convenciones que organizan a menudo derivan en meras plataformas desde las que lanzar nuevas dosis de propaganda y mensajes contra los partidos de enfrente.
Nunca la sociedad había tenido retos tan acuciantes y nunca los partidos han debatido tan poco, puertas adentro. Políticos de diferentes formaciones y sensibilidades admiten a eldiario.es que el carrusel continuo en que se ha convertido la política –este año se han celebrado elecciones municipales, autonómicas, europeas y doble ración de las generales a la espera de si se forma gobierno o hay unas terceras– apenas deja tiempo para pensar y debatir dentro de las organizaciones.
Por eso ni siquiera extraña que las líneas maestras de la primera coalición de la democracia la hayan pactado Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en un café de una hora en la Moncloa, antes de que sus respectivos equipos limasen la letra pequeña de lo que será el germen del bipartito, si es que finalmente logra la mayoría en el Congreso de los Diputados a mediados de diciembre.
Los candidatos de los cuatro grandes partidos españoles –los mismos que se presentaron hace seis meses a las elecciones– tienen algo en común: comandan sus formaciones sin apenas atisbo de oposición interna. Iglesias o Rivera, porque los partidos se fraguaron en torno a ellos. Sánchez y Casado, ambos salidos de unas primarias, porque después han hecho los movimientos necesarios para garantizarse un control casi absoluto. Vox tampoco parece una excepción: la extrema derecha de Abascal decidió cambiar los estatutos cuando el partido empezó a crecer para eliminar las primarias, pero no para evitar el riesgo de que puedan derivar en proyectos personalistas sino para garantizarse el control de las listas.
Los órganos de dirección de los partidos se convierten así en agrupaciones de adeptos, donde apenas se escuchan críticas ni se encienden los debates como antaño y casi no hay intervención en la dirección política, asumida casi en su totalidad por el líder. Las tímidas voces disidentes asoman en ocasiones desde los territorios, menos sometidos al poder central de la formación y sin asiento en la mesa camilla donde suelen tomarse las grandes decisiones.
En la mayoría de las ocasiones, quien está al mando del partido asume, además, toda la exposición mediática. El resultado son organizaciones que apenas dejan crecer liderazgos a la sombra del presidente. El poder en los segundos y terceros escalafones en caso de que exista lo es por delegación del líder. Las grandes líneas políticas las fija la cúpula junto a un equipo de asesores, a veces ajenos al partido.
“Tiene mucho que ver la comunicación política, la fase competitiva/electoral está muy marcada por las palabras, los marcos, las estrategias, las imágenes... y eso deriva en una sobrerrepresentación de estas habilidades en la política. Si siempre estoy compitiendo, los entrenadores son muy importantes, los equipos, las personas, las técnicas para competir asumen todo el protagonismo”, explica Gutiérrez-Rubí, en conversación con eldiario.es.
Semejante forma de organizarse implica una dependencia del líder, hasta el punto de que su marcha puede amenazar la supervivencia misma del proyecto. Lo saben bien en Ciudadanos, un partido abocado a la refundación y seguramente la formación que más culto rindió a su líder estos últimos años. Una vez caído Rivera, es una organización en ruinas.
No hay líder ni línea política a seguir, porque Rivera la cambió a su antojo una y otra vez durante meses. Incluso tocó los estatutos hace año y medio para que no quedase rastro de la socialdemocracia y se apuntó a las tesis socioliberales. Cada nuevo giro se improvisaba a golpe de encuestas y estudios de márketing, según cuentan ahora dirigentes desencantados. El nuevo rumbo se aceptaba sin reparos por quienes le rodeaban: daba igual si se trataba de fichar a Manuel Valls o de romper con él; tanto daba si había que pactar con el PSOE un programa de gobierno o establecer un cordón sanitario a Ángel Gabilondo en Madrid.
Francesc de Carreras, uno de los fundadores de Ciudadanos, hizo referencia a esa acumulación de poder en un artículo de El País que también criticaba la estrategia de Rivera durante esta campaña. Habló directamente de despotismo en Ciudadanos. “El hecho actual es que el líder elegido, legitimado por el voto de sus militantes, actúa como un déspota en su feudo: señala la línea programática y estratégica, determina la táctica, designa de hecho a los componentes de los órganos de dirección, acumula todo el protagonismo ante la opinión pública (...) En los partidos no hay corrientes de opinión, hay un jefe que hace y deshace”, escribe Carreras, que abandonó el partido hace unos meses descontento con las decisiones de Rivera“.
Tras el fiasco del 10N, la primera línea de dirigentes que acompañó a Rivera desde los inicios de Ciudadanos se despide. Antoni Gutiérrez-Rubí explica que la política basada en personalismos donde un liderazgo muy acentuado ocupa todo el espacio puede tener recompensas pero que también entraña elevados riesgos: “El hiperliderazgo a veces es jugar a todo o nada. El nivel de concentración de poder es a la vez un riesgo político evidente. Desde una perspectiva democrática puede parecer un déficit, desde una perspectiva del poder puede no serlo tanto. Las organizaciones acostumbran a dar a los hiperlíderes un poder muy relevante a cambio de mucha recompensa, pero eso implica también exponerse a lo contrario”.
Podemos: consultas cerradas donde arrasa el líder
El poder de Iglesias sobre la estructura de Podemos, el partido que fundó junto a un grupo de amigos y profesores de la Complutense se ha cimentado de manera distinta a la de Sánchez. En su caso es un partido erigido por un pequeño núcleo fundador que le tuvo a él, entonces un tertuliano habitual de las televisiones, como reclamo principal. El partido creció rápidamente en torno a ese grupo reducido y mediante alianzas en distintos territorios. Pero en ese crecimiento se han sucedido las crisis que han ido produciendo bajas hasta desaparecer toda aquella primera línea.
Esas deserciones del proyecto original han ido dejando a Iglesias rodeado de un nuevo –y cada vez más reducido– grupo de leales donde él marca la estrategia sin apenas oposición interna. Las únicas voces disonantes en los últimos tiempos han sido de quienes no están integrados en Podemos: el coordinador federal de IU, Alberto Garzón, la alcaldesa de Barcelona Ada Colau o los representante de la corriente Anticapitalista. Fueron ellos quienes en verano discreparon –siempre en privado– con Iglesias y dejaron ver que tal vez mejor que la coalición que exigía el líder fuese un acuerdo programático con el PSOE para evitar nuevas elecciones.
Iglesias, que la pasada semana envió una carta a la militancia alertando de que entrar en el bipartito exigirá renuncias, también prevé someter el acuerdo a la votación de las bases de Podemos. Cuenta con la garantía de que avalarán su posición, como ha ocurrido en las otras consultas, que se saldan siempre con un respaldo abrumador a la tesis de la dirección del partido. En todas ellas la dirección se plantea una propuesta cerrada, sin posibilidad de enmiendas por parte de la militancia, que vota de forma telemática.
Incluso cuando decidió trasladar a las bases la polémica compra de su chalé. Podemos preguntó a los inscritos por la continuidad de Iglesias y Montero. Se pedía un 'sí' o un 'no', o a través de una votación en Internet sobre si el líder debía quedarse o irse, sin introducir ningún matiz. Fue una de las consultas que suscitaron un mayor rechazo a la tesis de la dirección, aunque los síes a la marcha de Iglesias apenas superaron el 30%. En el resto –muchas utilizadas únicamente para apuntalar los argumentos políticos del partido en materia de pactos– el respaldo supera el 90%.
“Hay ocasiones en las que las preguntas han sido muy tendenciosas”, dice sobre esas consultas Ramón Espinar, que llegó a ser secretario general de Podemos en la Comunidad de Madrid pero dimitió a principios de este año, descontento con el rumbo que había tomado el partido. En conversación con eldiario.es, insiste en varias ocasiones que Podemos “es el partido más democrático que hay en España” y que los problemas con las consultas han venido de cómo se planteaban, no del mecanismo en sí. “Funciona bien la democracia plebiscitaria, pero funciona mal la democracia orgánica”, añade.
Espinar, uno de los más críticos con la configuración actual del partido y muy alejado ya de Iglesias, señala que el Consejo Ciudadano “es un órgano en el que se delibera poco” y que tampoco hay líderes territoriales que levanten la voz porque la mayoría están al frente de gestoras provisionales. Añade que hay pocos cauces para que quien no tiene un cargo orgánico plantee un debate, por ejemplo, sobre los resultados electorales: “¿Dónde discutimos del millón de votos que se perdió en las anteriores elecciones y los 700.000 que se han perdido en estas?”.
Ante esa pérdida de votos y escaños, Espinar llama la atención sobre que no haya escuchado a nadie de la dirección admitir que se han equivocado, ni hay hueco para que los que no están en esa dirección se lo hagan saber. “Podemos ha hecho un tránsito de ser un movimiento de representación del descontento a ser un partido de izquierdas, y en ese transitó hay algunos vicios de los partidos de izquierda de toda la vida que Podemos tiene”, concluye.
Entre los descontentos con ese modelo estaba Íñigo Errejón, que saltó el pasado enero de la candidatura de Podemos a las autonómicas de Madrid, tras haberse sometido a unas primarias, para fundar una plataforma nueva en compañía de Manuela Carmena. Primero fundó Más Madrid, que obtuvo un resultado notable en la Asamblea Regional y fue la fuerza más votada en el Ayuntamiento de Madrid, aunque se quedó a un paso de revalidar el gobierno.
Y en vísperas de las generales impulsó Más País para tratar de desbloquear la situación política. Unos días después de lanzar su candidatura, vivió ya la primera crisis: Clara Serra, diputada de Más Madrid en la Asamblea y uno de los referentes feministas de la organización, dimitió con una carta en la que apuntaba al excesivo control de Errejón sobre el proyecto y a la falta de democracia interna. “Hace falta dejar de convertir las primarias en un trámite de cara a la galería”, escribió en su despedida.
El texto constituyó una airada crítica a las formas “personalistas” de Errejón, que tras abandonar la Asamblea de Madrid para ser candidato al Congreso, designó a dedo a su sucesor, Pablo Gómez Perpinyà, una persona de su máxima confianza.
Errejón no ha recibido contestación interna por los resultados de Más País, una organización recién nacida que apenas tiene estructura y donde casi todo lo ha decidido el líder. El objetivo de los 15 diputados y el grupo parlamentario propio ha quedado reducido a tres escaños sin apenas influencia en la negociación para formar Gobierno. Está por ver el futuro que juega su organización fuera de las instituciones madrileñas, sobre todo después de que el otro gran referente del proyecto, la exalcaldesa Manuela Carmena, se ha ido desconectando de él.
Las fuentes consultadas apuntan que ahora mismo Más País es Errejón y que todo lo demás está por construir, una difícil tarea cuando la máxima atalaya de la que disfrutará es el grupo mixto, que comparten una docena de partidos y 16 diputados.
En las conclusiones de su ensayo sobre Hiperliderazgos, el libro que coordinaron los investigadores Gutiérrez-Rubí y Pol Morillas se escribe: “Los hiperlíderes son conscientes de cuánto le deben a la comunicación política, por lo que ésta sigue siendo una prioridad una vez han sido elegidos”. El tratado contempla este fenómeno como una reacción “al resurgimiento del populismo y la demagogia en la política”, pero advierte de que esta “excepcionalidad para salvaguardar al sistema de amenazas iliberales externas” solo sería tolerable “mientras dure el peligro”. De lo contrario, advierten los autores: “el plus de liderazgo sería un acto reflejo en los políticos que los aproxima a aquellos que pretenden sustituir”. Con otras palabras, están señalando el riesgo de que los hiperliderazgos se eternicen y deriven en populismos.