Con lo que se ha hablado en el juicio del Tribunal Supremo del referéndum del 1 de octubre, y lo que se seguirá hablando, y resulta que nunca hubo tal cosa. Mariano Rajoy compareció como testigo y tuvo a bien comunicar al tribunal: “Se intentó convocar un referéndum, pero allí no hubo ningún referéndum”. Estas cosas pasan cuando es necesario que los políticos presten declaración como testigos en un juicio. Vienen con su realidad paralela y luego es complicado ajustarla a los hechos de los que se ha hablado en la vista.
Como responsables del Gobierno anterior, Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría fueron el principal muro de contención contra el proceso independentista de Catalunya. No es extraño que en su comparecencia como testigos suscribieran la versión de la fiscalía, que acusa de rebelión a varios acusados.
Santamaría llegó a utilizar la misma expresión empleada por los fiscales, “murallas humanas”, una escena terrorífica en ciertas películas pero de traducción penal algo complicada. La exvicepresidenta ya había dicho en verano, cuando aspiraba a suceder a Rajoy en el PP, que creía que en Catalunya “se practica el apartheid”. Estaba claro el tipo de testimonio que iba a ofrecer.
Una condena por rebelión supondría una victoria política para la decisión de Rajoy de no negociar con la Generalitat y fiarlo todo a que el problema catalán fuera dirimido por los tribunales, una estrategia muy discutida por otros partidos. Los acusados no son los únicos que se juegan mucho en el Tribunal Supremo.
Cuando ambos declararon lo mismo que dijeron en numerosas ocasiones cuando estaban en el poder, el resultado fue tan previsible como poco influyente en la marcha del juicio. Había que estar atentos a cualquier variación o información extra sobre lo ya conocido. Es lo que ocurrió cuando respondió a una pregunta del secretario general de Vox, que resulta ser también letrado de la acusación popular, sobre el “acoso” que sufrieron las fuerzas policiales enviadas a Catalunya.
“Sin duda fue una de las razones que daban lugar a la situación de excepcionalidad que junto a otros factores nos llevaron al 155”, respondió Rajoy. El entonces presidente se resistió a la aplicación del artículo 155 y se decidió finalmente cuando se supo que Carles Puigdemont no daba su brazo a torcer y no convocaba elecciones autonómicas dentro de la legalidad del Estatut vigente.
Esas manifestaciones ocurridas frente a los locales hosteleros donde pernoctaban policías y guardias civiles no aparecieron en el radar en esos momentos. No es que fueran un asunto menor, sino que había otros asuntos de mayor impacto político y constitucional. Ahora resulta que fueron un factor importante en términos de excepcionalidad, una baza más para que la fiscalía juegue con ella para apuntar hacia la rebelión.
Cuando la defensa recibe malas noticias por la declaración de un testigo y eso ocurre en cualquier juicio, puede ser conveniente no hacer el agujero más grande. Jordi Pina, abogado de Sánchez, Turull y Rull, cometió el error de pedir a Rajoy ejemplos de alcaldes acosados. No fue una buena idea. El expresidente siempre podía alegar que existieron, pero que no recordaba casos concretos. “Decir que no hubo acoso, crítica o manifestación contra ningún alcalde, con perdón, es estar ciego”, fue una respuesta más contundente.
Si la situación fue tan grave como para estar en peligro la unidad de España, si de verdad eso era un golpe de Estado, la duda es por qué tardó tanto el Gobierno en actuar o por qué no recurrió a las armas constitucionales más serias a disposición del poder ejecutivo. Esta era una cuestión que se sabía que podría salir en los interrogatorios a los testigos. Rajoy y Santamaría la solventaron con facilidad. Era mejor aplicar el 155, dirigido contra los responsables del procés, que imponer un estado de excepción que limita los derechos fundamentales de los ciudadanos. Otro punto para la fiscalía.
Xavier Melero, abogado del exconseller de Interior Joaquim Forn, se apuntó un tanto frente a Santamaría. La fiscalía pretende sostener que los Mossos se convirtieron en la fuerza armada que colaboró con los responsables políticos. Por alguna razón desconocida, eso es compatible con acusarles también de pasividad el 20 de septiembre o el 1 de octubre. Hay hechos que pueden servir para convalidar lo segundo, pero no lo primero.
El abogado de Forn vio su oportunidad cuando sacó el asunto de los 6.000 agentes enviados por el Gobierno central, un número insuficiente para desplegarse con garantías por toda la comunidad autónoma en el caso de que Rajoy y Santamaría hubieran perdido toda su confianza en los Mossos. Melero preguntó si los policías y guardias civiles actuaron “en apoyo o sustitución” de los mossos.
Santamaría debió de olerse que la pregunta tenía trampa, o mejor dicho, el problema estaba en su posible respuesta. Si fuera lo primero, la consideración de los Mossos como fuerza armada subversiva se vendría abajo con estrépito y los fiscales verían mutilada su apuesta por la rebelión. Si fuera lo segundo, se podría interpretar que el Gobierno no veía la situación con la gravedad que ahora manifiesta.
¿Qué hacer? Santamaría aplicó la máxima tan habitual entre los políticos cuando se enfrentan a preguntas que pueden estallarles en la cara. Efectivamente, no responder. Se limitó a decir que actuaban en respuesta a una resolución judicial. Melero insistió y recibió la misma no respuesta. Intervino el magistrado Manuel Marchena, pero no sirvió de nada. Santamaría se aferró a la misma tabla, quizá porque no se creía que el tribunal fuera a actuar contra ella o a censurarla en público.
Los testigos están obligados en el juicio a declarar la verdad a todas y cada una de las partes y responder a todas sus preguntas. No pueden seleccionarlas, como hacía Santamaría en las ruedas de prensa de Moncloa, donde elegía con cuidado quiénes eran los que podían hacerlas.
El truco parece ser infalible porque a Sáenz de Santamaría también le funcionó en el Tribunal Supremo.