Aitor Riveiro

31 de octubre de 2020 22:14 h

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La fotografía que mejor ilustra lo que ocurrió en la noche electoral del 25 de mayo de 2014 muestra a un grupo de personas hasta entonces casi desconocidas celebrando un hito: 1,2 millones de votos y cinco eurodiputados para un partido con pocos meses de vida y prácticamente sin financiación. En el centro de la imagen, el profesor universitario llamado a ser el líder de la formación sonríe satisfecho por haber pulverizado las mejores previsiones. A su izquierda, exultante, una profesora de secundaria de larga militancia política que no esconde su felicidad. Son Pablo Iglesias (Madrid, 1978) y Teresa Rodríguez (Rota, 1981), número uno y número dos de la candidatura de Podemos en las europeas. Casi siete años después, la relación está completamente rota. El epílogo del divorcio ha llegado en forma de expulsión del grupo parlamentario autonómico de la exdirigente y sus diputados afines, lo que anticipa una enconada batalla política, quizá también legal, que este mismo viernes daba el salto al ámbito estatal al enfrentar directamente en Twitter a la diputada autonómica con su, hasta hace unos meses, compañera de partido y actual ministra de Igualdad, Irene Montero.

Cuando se tomó la fotografía, las diferencias políticas entre Iglesias y Rodríguez ya eran notables. Y no han parado de aumentar hasta provocar este año la segunda gran escisión sufrida por el espacio político en menos de dos años. La primera fue la de Íñigo Errejón en Madrid en 2019. Luego, la salida de Anticapitalistas, que concentra sus efectivos principalmente en Andalucía.

El detonante ha sido la pugna por hacerse con el control de Adelante Andalucía que, hasta ahora, se había circunscrito a la comunidad autónoma, después de que la propia Teresa Rodríguez sellara un armisticio con el secretario general, Pablo Iglesias, y firmaran las condiciones de la ruptura. El problema, aseguran unos y otros, es que dichas condiciones no se han cumplido. Ambos bandos creen tener la razón y han esgrimido en las últimas horas sus argumentos, elevando el tono y aumentando el precio para una hipotética y cada vez más lejana reconfiguración de lo que un día se llamó espacio político del cambio.

El lanzamiento de Podemos en enero de 2014 aunaba en una organización a amigos y compañeros de diferentes militancias que habían desarrollado en los años anteriores, a veces juntos y otras no, un trabajo de activismo político normalmente ajeno a la institucionalidad. De todos, el único espacio que contaba con una organización detrás era Izquierda Anticapitalista (hoy, Anticapitalistas), una escisión de Izquierda Unida de corte trotskista y heredera de la vieja Liga Comunista Revolucionaria que, hasta entonces, había cosechado pobres resultados electorales. Su gran baza era contar con una modesta pero imprescindible estructura territorial para poner en marcha el proyecto.

El principal nexo de unión entre Pablo Iglesias y Anticapitalistas era el hoy eurodiputado por Unidas Podemos Miguel Urbán. En la presentación de Podemos en Madrid se le presentó como responsable de Organización del nuevo partido. Pero no fue el único miembro de Anticapitalistas que participó. Lo hizo también Teresa Rodríguez, quien asumió el rol de responsable de Participación Ciudadana.

Ninguno de los dos llegó realmente a ejercer sus funciones. Urbán, algo más, hasta ese mismo mes de abril cuando organizó el primer encuentro estatal de círculos. Unos días antes de aquel 17 de enero ya se había roto la paz interna, aunque para entonces Rodríguez era una recién aterrizada en el complicado ecosistema político madrileño. Y pocas semanas después llegaron los primeros despidos de personas de Anticapitalistas que trabajaban para el partido recién creado. Desde lo que sería la futura dirección de Podemos se les acusaba de intentar utilizar el partido y a su principal rostro para engordar a su propia organización y favorecer a los suyos.

La disputa no se centralizó en los órganos porque no había órganos ni partido. Podemos estrenó una fórmula para dirimir las diferencias que, hasta entonces, era inédita en España: el plebiscito en forma de primarias. El proceso que determinó la candidatura con la que se iba a concurrir a las elecciones enfrentó dos listas encabezadas por Pablo Iglesias y Teresa Rodríguez, respectivamente. Fue la primera vez que ambos confrontaron directamente ante las bases. No sería la última.

Iglesias arrasó. Pero Rodríguez se coló en el número 2 de la lista. Frente a la fuerza carismática del profesor universitario versado en mil tertulias y sus esfuerzos por colocar a otra mujer, Lola Sánchez, como su ticket electoral, la organización de Anticapitalistas fue premiada: establecieron una estrategia que cumplieron todos sus militantes, lo que permitió un uso muy eficiente de un número relativamente bajo de votos.

Para cuando llegó aquel 25 de mayo las relaciones entre el llamado “núcleo promotor” de Podemos (Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Juan Carlos Monedero, Carolina Bescansa y Luis Alegre) y Anticapitalistas eran muy malas. Las diferencias políticas eran notables y eso había provocado roces personales. Teresa Rodríguez logró colarse en la foto de la noche electoral, elegida por algunos periódicos impresos para ilustrar su portada, no sin esfuerzo. A Urbán no le dejaron subir al escenario, pese a que era candidato y llegó a sentarse en el Parlamento Europeo precisamente cuando Rodríguez regresó a España. Iglesias y los suyos se habían dado cuenta ya del potencial que tenía la joven maestra y no querían que nadie pudiera hacer sombra al liderazgo que habían comenzado a construir. 

Con la llegada al Parlamento Europeo de los cinco representantes de Podemos la relación entre Iglesias y Rodríguez mejoró. Nadie, o casi nadie, esperaba los resultados obtenidos. Quizá solo Carolina Bescansa, la socióloga de cabecera del partido, previó lo que podía pasar. Y mientras en España, con epicentro en Madrid, proseguía la pugna por hacerse con el control de la incipiente organización, en Bruselas se construía una suerte de respeto mutuo que hacía que las diferencias que existían las intentaran solventar personalmente ellos dos. Una estrategia que Iglesias ha utilizado habitualmente en Podemos y que, a la larga, no siempre le ha salido bien.

Podemos entró tras el 25M en un sprint maratoniano de elecciones externas e internas que duró algo más de dos años y que dieron en llamar “guerra relámpago”, una de las muchas referencias bélicas que impregnaron el discurso del partido por herencia de los textos de uno de los referentes intelectuales de sus fundadores: Antonio Gramsci. Las voces discordantes con la estrategia definida por el grupo promotor, que se había hecho de facto con el control del partido, crecieron hasta el otoño de 2014, cuando se celebró la Asamblea Ciudadana fundacional de Podemos.

En aquel Vistalegre I se constató la existencia de una doble alma dentro del partido. Fue cuando la mayoría de ciudadanos supo de la existencia de diferentes sectores dentro de una organización formalmente neonata. A un lado, Pablo Iglesias y los suyos. En frente, Teresa Rodríguez liderando un grupo que recelaba del poder que iba a acaparar la dirección estatal del proyecto donde Anticapitalistas era el sector mayoritario. Otro eurodiputado del partido, que se coló también de forma inopinada en las listas electorales, se sumó a los de Rodríguez: Pablo Echenique, con quien la roteña acabaría también muy enfrentada.  También Lola Sánchez, quien para entonces se había distanciado de Iglesias. O el todavía coordinador autonómico en Asturias, Daniel Ripa, entre otros.

En aquel largo fin de semana de mediados de octubre se pusieron sobre la mesa dos formatos de dirección. Uno más tradicional, con un secretario general que dispusiera de los mecanismos de control interno para liderar un proyecto que tenía por delante una gymkana electoral. Y otro que apostaba por descentralizar la toma de decisiones, dar poder a los territorios y definir una dirección más plural, con tres secretarios generales. El debate se planteó en términos de “eficiencia” frente a “democracia”. “Tres secretarios generales no ganan a Rajoy y Sánchez”, dejó dicho Iglesias. Rodríguez respondió: “Las elecciones no las gana un secretario general ni tres; las gana la gente”. Ambas frases quedaron sepultada bajo otra que acaparó más titulares: “El cielo no se toma por consenso: se toma por asalto”

La opción de Iglesias arrasó, otra vez. El sistema, mayoritario, permitió al grupo promotor hacerse con el control del partido e introducir en los estatutos una prohibición expresa de la doble militancia. Un misil a la línea de flotación de Izquierda Anticapitalista, que por entonces todavía figuraba como partido en el registro del Ministerio de Interior. La respuesta fue disolver el partido formalmente, aunque políticamente ha seguido y sigue funcionando como tal, y constituirse como asociación bajo el nombre de Anticapitalistas. El segundo intento del tándem Iglesias-Errejón de quitarse de encima a sus aliados trotskistas tampoco salió bien.

Sin solución de continuidad Podemos entró de lleno en el proceso de extensión territorial. Pero en los planes de unos y otros se coló de forma inesperada el PSOE andaluz. Susana Díaz, que vio venir el tsunami, adelantó las elecciones autonómicas, previstas para 2016, a marzo de 2015, lo que obligó al partido a reformular su estrategia. Cuando todo estaba listo para el enfrentamiento por el control del territorio en el que se había refugiado Teresa Rodríguez tras perder las primarias estatales, tuvieron que posponer el proceso interno e improvisar una candidatura. No se podían permitir un resbalón. Ese mismo año se celebrarían las municipales y autonómicas. Y, a final de año, las generales, el auténtico objetivo de los estrategas de Podemos. Y un mal resultado en Andalucía podía ensombrecer el éxito de un año antes y lastrar sus opciones.

Hubo un amplio acuerdo entre Teresa Rodríguez, al frente de los Anticapitalistas andaluces, y la dirección estatal, cuyo emisario en Andalucía fue hasta 2016 el por entonces secretario de Organización, Sergio Pascual. El pacto incluía las listas para las elecciones y también las primarias a la dirección de la organización. Si Susana Díaz no hubiera adelantado las elecciones la batalla por el control de Podemos en Andalucía quizá hubiera sido similar a la que por aquel entonces se produjo en Madrid, donde Miguel Urbán estuvo en un tris de ganarle la partida a Luis Alegre. Echenique en Aragón sí se hizo con la victoria de forma abrumadora. También Daniel Ripa en Asturias.

Iglesias tenía el control del aparato estatal, pero no de todos los autonómicos. Desde los territorios no afines se reclamaba mayor autonomía, gestionar sus propios ingresos, su propio censo y capacidad de decisión. Pero la dirección se negaba una y otra vez, temerosa de perder el control no solo de la organización, sino también del discurso.

Las elecciones andaluzas de 2015 se saldaron con un buen resultado para Podemos: tercera fuerza con casi 600.000 sufragios, un 15% del voto, y 15 diputados. El PSOE no logró la mayoría absoluta y tenía que pactar, bien con los de Teresa Rodríguez, bien con Ciudadanos. La decisión abrió otra batalla y sirvió para que Anticapitalistas marcara una línea roja: nunca aceptarían gobernar en minoría con el PSOE. Tras semanas de tira y afloja, Díaz optó por Ciudadanos tras rechazar las tres condiciones que habían acordado plantear en Podemos como vía intermedia. 

La dinámica de los meses posteriores fue de acercamiento y alejamiento de los tres vectores en los que se estaba definiendo ya claramente la dirección de Podemos: pablistas, errejonistas y anticapitalistas. Unos y otros se utilizaban y apoyaban entre ellos para la miríada de procesos internos que se celebraron a nivel autonómico y municipal por toda España, formando un grupo tan heterogéneo como difícil de gestionar desde un punto de vista centralista. Ese mes de mayo, Podemos logró representación en casi todos los parlamentos autonómicos y tomó la decisión de no entrar en ningún Gobierno con el PSOE. A nivel municipal, el partido ni siquiera se presentó como tal. La mirada estaba puesta en las generales.

El 20 de diciembre de 2015 Podemos se hace con la tercera posición en las elecciones. Logra más de cinco millones de votos y 69 diputados, forjando alianzas territoriales en Catalunya, Galicia o Comunidad Valenciana. Los siguientes meses están marcados por la fuerte discrepancia entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón por la estrategia a seguir con el PSOE. El secretario general no quiere investir a Pedro Sánchez. El secretario político, sí. La solución intermedia pasó por ofrecer al líder socialista un Gobierno de coalición que en Ferraz rechazaron inmediatamente.

Era el 22 de enero y, dos meses después, la interna de Podemos volvía a estallar. Al filo de la medianoche la Secretaría General del partido informaba de la destitución del secretario de Organización y mano derecha de Errejón, Sergio Pascual. Entonces se aludió a las muchas crisis territoriales, filtraciones y disputas entre familias políticas, además del control del partido. Algunos medios sostuvieron que tenía que ver con la negociación con el PSOE, pero fue la gestión de Podemos Madrid, cuya dirección saltó por los aires días antes, lo que precipitó la decisión.

En esta ocasión, Iglesias sí coincide con Rodríguez, quien tampoco cree que haya que dar el poder a Sánchez. Y quien revela que las negociaciones nada tienen que ver con el cese de Pascual, el fontanero de la dirección con el que la líder andaluza tenía que vérselas de tanto en cuanto. Su sustituto fue Pablo Echenique, quien rehizo puentes con Iglesias y fue muy bien recibido por las direcciones autonómicas, especialmente la andaluza, ya que había defendido con mucha intensidad la independencia de los territorios. 

Durante 2016, el secretario general se acerca al sector más a la izquierda de su partido ante la guerra inminente que se avecina contra Errejón. En el cierre de campaña de la repetición electoral del 26 de junio, Iglesias agradeció el apoyo que recibió para fundar Podemos en enero de 2014, con mención expresa a “los valientes que me han acompañado desde el principio”, Miguel Urbán, Juan Carlos Monedero, Luis Alegre, Tania Sánchez, y a “Íñigo Errejón y su gente” que, dijo, “llegaron después”.

A la vuelta de ese verano, tras los comicios gallegos y vascos, se abrió un proceso para reelegir a la dirección madrileña tras la crisis del invierno anterior en la que, después se supo, algo tuvieron que ver los por entonces número dos y tres del partido. La batalla de Madrid fue crucial porque sirvió de preludio de lo que vino después. Y para imponerse al tándem que formaron entonces Rita Maestre y Tania Sánchez, quien rompió toda relación política con Iglesias, el pablismo pactó con Anticapitalistas una lista única, liderada por Ramón Espinar e Isa Serra.

Contra todo pronóstico, ganó Espinar. Con mucha más tranquilidad, Rodríguez se hizo con la reelección en Andalucía. Y sin solución de continuidad Podemos entró en una nueva batalla. La más grande de todas: Vistalegre 2. 

En la II Asamblea Ciudadana estatal de Podemos se dirimieron las fuerzas de los tres principales sectores. Pablo Iglesias presentó su candidatura a la Secretaría General, mientras Errejón lanzaba una solo al Consejo Ciudadano, igual que Miguel Urbán, quien contó con el respaldo de Teresa Rodríguez. El resultado fue abultado y la lista de Iglesias rozó el 50% de los votos, la de Errejón, el 33,6% y la de Anticapitalistas, el 13,8%.

Era febrero de 2017 y parecía que el partido podía, por fin, pacificarse. Los documentos organizativos ganadores incluían medidas descentralizadoras. Iglesias y Errejón pactaron que este se centrara en ganar la Comunidad de Madrid. El antiguo número dos de Podemos dejó de ir a las reuniones del Consejo de Coordinación y su paulatino alejamiento fue irreversible. Irene Montero se convirtió en la portavoz parlamentaria de Unidos Podemos y acabó con muchas de las críticas que recibió por su intervención en la moción de censura que presentaron contra Rajoy esa misma primavera. 

Todo seguía el plan. Podemos se recuperaba en las encuestas tras unos meses muy delicados. Por delante se presentaban un par de años sin elecciones, lo que podía dar tiempo a construir la organización que, casi desde el inicio, los dirigentes echaban en falta. Era lo que les faltaba, decían, para lograr mejorar los resultados en las elecciones autonómicas, normalmente peores que en las generales. Pese a todo, había disputa para reglamentar la descentralización que habían votado los inscritos en febrero. Soterrada. Sin necesidad de hacer un drama cada semana. Pero septiembre puso sobre la mesa un elemento que, como hiciera Podemos en 2014, pateó el tablero: el procés.

Catalunya trastocó los planes de Podemos, que se encontró en tierra de nadie defendiendo a la vez un referéndum pactado y la permanencia de la unidad del Estado. Era su posición de siempre, en realidad. En 2015 y 2016 les había funcionado muy bien y En Comú Podem había ganado las dos elecciones generales en Catalunya. Pero con el 1-O en el horizonte, el discurso fue tachado de equidistante. Para rizar el rizo, Anticapitalistas lanzó un comunicado en el que apoyaba la DUI y la República catalana. Y por si era poco complicado, Teresa Rodríguez y su pareja, el alcalde de Cádiz, José María González, Kichi, hacían lo propio pero para situarse al margen de su propia organización. Un galimatías que al final atrapó a todos y que destruyó buena parte de la confianza previa, así como asestó un duro golpe en los sondeos al partido.

2018: hacia la ruptura total

En 2018 Podemos pudo resarcirse emocionalmente del no a la investidura de Pedro Sánchez y apoyó al líder socialista en la moción de censura contra Rajoy, lo que abría la posibilidad de poner en marcha algunas de las medidas sociales y económicas que venían reclamando desde hacía años.

Pero ese mismo verano llegó otro cataclismo en forma de casa y de hipoteca por 30 años. Pablo Iglesias e Irene Montero se compraron una propiedad en la sierra madrileña, cansados del acoso al que se veían sometidos por periodistas y curiosos en la residencia que tenían alquilada en Rivas-Vaciamadrid. La tormenta política que provocó la adquisición les llevó a convocar un revocatorio entre las bases del partido, lo que molestó, y mucho, a los dirigentes autonómicos.

Kichi llegó a presumir de que vivía, junto a Teresa Rodríguez, en su barrio de toda la vida pese a ser alcalde de Cádiz, lo que fue entendido en la dirección de Madrid como un ataque directo en uno de los peores momentos que pasaron Iglesias y Montero. El secretario general recordaba que él había respaldado a su compañero de partido cuando este había defendido la producción de fragatas para Arabia Saudí en los astilleros gaditanos. 

Para entonces, la relación entre ambas direcciones eran pésimas. Con documentos filtrados y pantallazos de conversaciones de Telegram que se tuiteaban “por error”. A finales de 2018, los andaluces volvieron a ser llamados a las urnas y la entrada de la ultraderecha en el Parlamento con 12 diputados sacudió todo el país. La coalición de Podemos e IU, Adelante Andalucía, aguantó el empujón con 17 diputados, pero las tres derechas sumaron y eligieron al primer presidente regional del PP: Juan Manuel Moreno. 

El desarrollo de Adelante Andalucía ha sido el último escollo. Y no solo ha enfrentado a Teresa Rodríguez con su antiguo partido, Podemos. También con el que militó en su juventud, IU. Pese a la buena sintonía con el excoordinador de IU, Antonio Maíllo, las diferentes estrategias de las partes han hecho el espacio político irrespirable. Todo se rompió.

2019, que se volvió a convertir en una gymkana electoral, fue un año de tregua. Pero 2020 confirmó la ruptura. El acuerdo de Gobierno con el PSOE en minoría había roto las últimas resistencias dentro del partido de Urbán y Rodríguez. Históricamente, incluso cuando estaban en IU con el nombre de Espacio Alternativo, habían estado en contra. También ahora.

Anticapitalistas dejaba Podemos tras firmar un armisticio con Iglesias. Otro más.

El divorcio político se confirmó en mayo. Pero inmediatamente comenzaron las hostilidades por el control del sujeto político andaluz. Podemos eligió una nueva dirección, mientras Anticapitalistas se reactivó como partido. IU, que mantiene una amplia alianza con el partido de Iglesias en buena parte de España, y a nivel estatal, se quedó en minoría en el grupo andaluz, mientras Teresa Rodríguez y los suyos registraban Adelante Andalucía ante el Ministerio del Interior. La idea de Rodríguez pasa por constituirse como una fuerza netamente andaluza, independiente de cualquier ámbito estatal. Para Podemos e IU, por su propia naturaleza, eso es imposible.

A partir de entonces, cruces de acusaciones y una pugna que ha terminado con la expulsión de ocho diputados al grupo de no adscritos. Una decisión de la Mesa del Parlamento solicitada por IU a petición de Podemos, que paradójicamente no tiene ningún diputado propio ya que todos los que fueron en las listas de diciembre de 2018 eran de Anticapitalistas.

La guerra que se avecina no será corta, dicen los que están metidos en ella hasta las rodillas. Y será cruenta, tras acumular siete años de agravios y desagravios por las partes. Nada nuevo, en realidad, en el universo Podemos.