Ha estado en las batallas políticas más complicadas de los últimos treinta años. En la cocina de los secretos de Estado. Dando la cara en los momentos más duros y siendo el gran negociador por excelencia, el hombre que era capaz de alcanzar acuerdos imposibles. Y, paradojas de la vida, ha sido su propio partido, el PSOE, quien ha podido con Alfredo Pérez Rubalcaba.
Rubalcaba llegó al PSOE a raíz del presunto asesinato del universitario Enrique Ruano a manos de la policía franquista. Como él mismo ha contado muchas veces, aquel acontecimiento que conmocionó a los estudiantes de la época, le empujó a afiliarse al Partido Socialista, aún en la clandestinidad.
En los primeros años de la democracia, siempre estuvo vinculado a la entonces Federación Socialista Madrileña (FSM) y trabajando, sobre todo, en temas de educación, que es su gran pasión en política.
Estuvo muy cerca de José María Maravall o de Javier Solana cuando fueron ministros del primer Gobierno de Felipe González y ya en 1986 ocupó su primer cargo público como secretario de Estado de Educación. Llegó a ser ministro del área seis años después. La LOGSE es, en gran parte, obra suya.
Pero no fue hasta 1993 cuando Rubalcaba empezó a tener un protagonismo político más que relevante. Tras ganar las elecciones generales de ese año, Felipe González le nombró ministro de la Presidencia y de Relaciones con las Cortes, lo que le situó como portavoz del Gobierno.
El infierno de los viernes
Rubalcaba recuerda como un infierno aquellas conferencias de prensa tras el Consejo de Ministros. El PSOE estaba acuciado por casos de corrupción -Roldán, Filesa, Mariano Rubio, etcétera- y además resurgía el caso GAL. A él le tocaba dar la cara, y González sabía que era el único que podía hacerlo con ciertas garantías.
Con su gran habilidad dialéctica, estuvo intentando durante casi tres años sortear aquellos viernes, donde daba igual lo que hiciera el Gobierno porque todo estaba centrado en los casos de corrupción.
En 1996, cuando el PSOE perdió el Gobierno, se convirtió en uno de los hombres fuertes del nuevo secretario general de los socialistas, Joaquín Almunia, y entró en la Ejecutiva. En la batalla interna que se libró en el partido en aquellos años, él siempre estuvo al lado de los renovadores frente a los guerristas y estaba considerado como uno de los miembros del llamado “clan de Chamartín”, del que Almunia era uno de sus máximos promotores.
Tras la mayoría absoluta del PP en el año 2000, se volcó en apoyar a José Bono en el 35º Congreso del PSOE, pero la sorprendente victoria de José Luis Rodríguez Zapatero le dejó descolocado, algo que no le había pasado en toda su vida política.
Sin embargo, Zapatero recurrió muy pronto a él. Primero para firmar el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo con el Gobierno, y luego como una de las personas de su máxima confianza en el partido.
Rubalcaba ejercía hasta entonces más de fontanero. Escribía discursos, preparaba estrategias electorales y siempre estaba en un discreto segundo plano. Por eso, Zapatero le designó jefe de campaña de Trinidad Jiménez cuando la exministra optó en 2003 a la Alcaldía de Madrid.
Tras la victoria electoral en 2004 del PSOE, sin mayoría absoluta, volvió a ejercer un puesto clave y complicado. Fue nombrado portavoz del Grupo Parlamentario Socialista. Tuvo que negociar ley a ley, a veces con ERC o con IU-ICV; otras con CiU y PNV. Y, casi siempre, con éxito.
Para Zapatero, era una garantía de estabilidad que Rubalcaba controlara el Parlamento y allí lo tuvo dos años. Con un encargo añadido: negociar el nuevo Estatut de Cataluña.
Pero en abril de 2006, el entonces presidente del Gobierno lo requiere para una tarea de mayor envergadura: negociar el final de ETA. Era el hombre adecuado para ello. Lo nombra ministro del Interior, puesto en el que estuvo hasta que Zapatero abandonó el Gobierno, y fue el encargado de llevar todo el proceso.
Es, posiblemente, la persona que mejor conoce a la banda terrorista y, a la vez, una de las que más ha llorado por los atentados terroristas.
Ya en el 2010 le volvió a tocar bailar con la más fea. Con el Gobierno de Zapatero contra las cuerdas por la crisis económica, fue nombrado vicepresidente del Gobierno y volvió a dar las ruedas de prensa tras el Consejo de Ministros, otra vez rodeado de malas noticias para el Ejecutivo.
Condenado a la derrota
Cuando Zapatero tiró la toalla y decidió no volver a presentarse, el PSOE tenía por delante un proceso electoral que se antojaba más que dramático. Y, de nuevo, los ojos se volvieron hacia Rubalcaba.
Afrontó con dignidad y con problemas de salud una campaña electoral que sabía que tenía perdida de antemano, pero su objetivo era aguantar al PSOE, que no se hundiera del todo. El fantasma de la UCD siempre ha dado mucho miedo a los socialistas.
Y sacó el resultado previsto, un poco mejor o un poco peor de lo esperado, pero pocos dudaban de que el PP conseguiría la mayoría absoluta.
El problema es que tras el fracaso electoral no acababa todo. Un PSOE hundido y desangelado tenía que afrontar todo un Congreso. Y, otra vez surgió Rubalcaba, el incombustible.
Se tuvo que enfrentar a un duro congreso con una rival, Carme Chacón, a la que aprecia, aunque no lo diga, y que tenía muchas papeletas para ganar. Pero 22 votos le dieron la victoria. El joven que decidió afiliarse al PSOE tras la muerte de un compañero de Universidad era el líder del partido.
En estos dos últimos años, Rubalcaba ha hecho lo que mandaba el argumentario político. Si alguien hace su papel con otra cara, su trabajo sería casi impecable. Hay un proyecto político muy serio del PSOE que ordenó Ramón Jáuregui pero que no pasó los filtros de la comunicación. Resolvió el problema de Cataluña por unanimidad con una propuesta federalista que aunó a todo el partido. Y afrontó momentos muy difíciles para mantener al PSOE en pie.
Unos días antes de las elecciones europeas, creía que iba a ganar. “Va a ser por poco, pero ganaremos”, dijo. Tras la derrota, tuvo claro que se tenía que ir. Que el PSOE necesitaba otra cosa y que no era él, aunque fuera el más listo y el más preparado.
Aguantó dos semanas más en su eterno papel de hombre de Estado, para garantizar la unidad de su partido en torno a la abdicación del Rey. Y, este jueves, en el último pleno ordinario del periodo de sesiones, decidió anunciar su adiós definitivo de la política.
Es la persona que menos se parece al perfil público que se ha dibujado de él. Ni hubo “comando Rubalcaba”, ni es tan maquiavélico como se ha contado. Más bien, todo lo contrario, pero a estas alturas nadie lo creería.