Razones para dudar de las medidas anunciadas para combatir el odio
El 28 de abril del año 2014, la Guardia Civil, por orden de la Audiencia Nacional, detenía en sus domicilios a 21 personas. Arrancaba así la conocida como Operación Araña, que consistió en la identificación y la detención de varios usuarios de la red social Twitter que habían publicado mensajes que podrían ser constitutivos de un delito de enaltecimiento del terrorismo. “Hay que limpiar las redes sociales de indeseables”, declaró días después el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, tras la denuncia de varios comentarios de mal gusto sobre el asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León, y con el debate sobre la libertad de expresión y la citada operación policial de fondo.
Tan solo unos meses antes del arranque de la Operación Araña, el juez al cargo, Eloy Velasco, participó en unas jornadas del Colectivo Nacional de Amigos de la Guardia Civil sobre Informática Forense y Delitos Informáticos. “Nos debemos adaptar a los nuevos tiempos para prevenir y combatir los nuevos delitos, los ciberdelitos. Ahora estamos empezando a ganar a los malos la batalla”, dijo. Una muestra de la capacidad de adaptación que reivindicaba el juez fue la citada operación policial que se desarrolló tres meses después, y que tendría otros tres episodios más, conocidos como Operación Araña II, III y IV, hasta abril de 2016, con Fernández Díaz al cargo de Interior y con la recién aprobada reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana, conocida como Ley Mordaza y todavía hoy vigente.
Diez años después, el debate sobre el odio en la red, la impunidad, la responsabilidad y la capacidad de las instituciones vuelve a estar de actualidad. La avalancha de discursos de odio y desinformación que se ha desatado en redes sociales estos últimos días tras el terrible crimen de Mocejón no es nueva, pero días después de los disturbios y las cacerías racistas de Reino Unido, se advirtió de que estos mensajes buscaban provocar lo mismo en España usando la misma fórmula: un crimen, un bulo, una explicación racista, un llamamiento a la acción y un señalamiento de objetivos.
Los principales artífices de esta estrategia tienen nombres y apellidos, no se ocultan, y cuentan con decenas de miles de seguidores en sus redes que no solo amplifican y alimentan los algoritmos de estos contenidos, sino que contribuyen también así a su monetización. Todo el mundo los conoce. El problema va más allá de lo que pueda decir un tuitero desconocido con poco más de cien seguidores. El problema es cómo los discursos de odio, la desinformación e incluso el acoso digital se han instalado en la normalidad de las redes en tan poco tiempo y sin ningún freno. Y también quienes, desde sus tribunas políticas o sus medios de comunicación, están contribuyendo y están ganando dinero con ello, aunque no se pueda atribuir a estos la comisión de los actos violentos de terceras personas.
Abordar esto implica hacerse demasiadas preguntas incómodas, que interpelan no solo a la responsabilidad de los ciudadanos que participan de ello, como pedía la delegada del Gobierno en Castilla-La Mancha, Milagros Tolón, suplicando a los que difundían bulos y mensajes racistas que fueran 'más humanos'. No se trata de una cuestión moral, ni siquiera de un engaño en el que han caído quienes difunden el bulo. Es una estrategia política bien pensada, bien diseñada, ensayada anteriormente y con no pocos éxitos. Y quienes participan de ella saben perfectamente a lo que juegan. Es más, hasta los dueños de estas plataformas, como Elon Musk con X, lo incitan, lo promocionan y lo premian con sus algoritmos y la monetización de contenidos.
Hoy, las instituciones no solo llegan tarde, sino que, siendo conscientes del origen y la extensión del problema, siguen actuando sin una estrategia clara y capaz de ir más allá de la sanción arbitraria y de la ampliación de la capacidad punitiva del Estado. Y esta, además, sujeta al criterio del operador jurídico de turno, que decidirá a quién se persigue, por qué y quién se libra. Solo así se entiende, después de aquella fallida intención de prohibir Telegram por temas de derechos de autor, que estos días se hable de prohibir el acceso a redes a determinadas personas condenadas o exigir el DNI para registrarse en cualquier plataforma. Estos palos de ciego no transmiten ninguna sensación de seguridad a quienes habitualmente se ven en la diana de estos grupos de odio, bien activos todavía, coordinados y sabiéndose todavía impunes.
El Estado tiene capacidad suficiente, y desde hace tiempo, para descubrir la identidad de cualquier internauta. Lo demostraron en la Operación Araña y con muchos otros casos más recientes que han llevado a internautas ante un juez. Por eso, las medidas sugeridas por el fiscal de Delitos de Odio, Miguel Ángel Aguilar, sobre acabar con el anonimato en redes, no solucionarían el problema. Es más, pedir que sea el Estado quien regule el acceso a determinadas redes, o que empresas privadas retengan cierta información personal cuyo uso se escapa de todo control, es tan inútil para acabar con el odio y la desinformación como peligroso para la privacidad de los usuarios y su libertad de expresión. Además, sin intención de ir al hueso del asunto, todo podría quedar en la reprobación penal de varios internautas al azar, y eximir de toda responsabilidad a los principales proveedores de estas campañas, sean individuos conocidos, digitales con apariencia de medio de comunicación o cuentas con miles de seguidores en redes sociales. ¿Porque quién elegirá a quién investigar?
La polémica legislación de delitos de odio
Aunque en el Código Penal de 1995 ya se incluía mención a la provocación al odio, no fue hasta 2007 cuando se empezarían a designar fiscalías especializadas. Y fue tras la reforma del Código Penal en 2015 cuando se amplió este precepto legal y se empezó a formar a funcionarios en la materia. Sin embargo, la interpretación de esta ley no ha estado exenta de polémica, dada su ambigua redacción, sujeta al criterio subjetivo de policías, jueces y fiscales en cada caso, y más todavía, tras el uso que se ha hecho hasta ahora, alejando la norma de su concepción originaria.
El origen de esta legislación era proteger a colectivos vulnerables o susceptibles de discriminación, tratando de corregir desigualdades estructurales y proteger a las víctimas de estas discriminaciones históricas, como hace la Ley de Violencia de Género con la protección de las mujeres. Pero la amplia definición del delito de odio ha sido aprovechada para desnaturalizar su significado, usándose en algunos casos para considerar a miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a neonazis o a propagandistas del odio, como víctimas de un delito de odio y discriminación. Es, usando el mismo referente de la violencia machista, como si se comprase el marco que hoy promueve la extrema derecha para negar el componente estructural del machismo, llamando 'violencia intrafamiliar' a la violencia contra las mujeres, y situándose en un supuesto virtuoso centro en el que se clama que 'todas las violencias son iguales'.
El odio cuenta con un aval político con cada vez más peso y más capacidad, que son los partidos de extrema derecha y quienes hoy ya gobiernan o pactan con ellos. La batalla cultural que llevan años librando para derribar los consensos en materia de derechos y libertades que creíamos inamovibles está dando sus frutos. Uno de estos es haber conseguido darle la vuelta a esta legislación, haber normalizado esta infección de odio y desinformación diaria en redes y en medios, y cómo las leyes de igualdad corren hoy serio peligro si quienes llevan en el programa derogarlas, llegan al poder.
Las campañas y las bombas contra menores migrantes
Uno de los ejes de la campaña de Vox en 2019 fue relacionar a los jóvenes migrantes con la delincuencia, y señalar los centros de menores como focos de problemas para el vecindario. El centro del barrio madrileño de Hortaleza fue uno de los citados, ante el que se promovieron concentraciones vecinales por redes sociales y se difundieron todo tipo de bulos y discursos de odio. A los pocos días, varios chicos del centro fueron agredidos por personas encapuchadas, y poco después, alguien lanzó al patio una granada con metralla que no llegó a explotar.
El ministro del Interior relacionó la campaña de odio de 2019 con el atentado, aunque Vox condenó el ataque y no tuvo ninguna relación material con el hecho en sí. Ayer, el fiscal de Delitos de Odio entrevistado en Eldiario.es reconocía que la experiencia avalaba la idea de que “la creación de un clima de estigmatización o de señalamiento a través de las redes sociales se traduce en casos en las calles”. Las palabras siempre preceden a la acción.
Dos años después de esta campaña, Vox volvía a poner a los menores migrantes en la diana. Tan solo le costó unos pocos cientos de euros el cartel en la estación de metro de Sol, en Madrid, donde, usando datos falsos, comparaba lo que supuestamente costaba mantener a un menor migrante y lo que percibía una jubilada. El cartel se hizo viral, ahorrando miles de euros al partido de extrema derecha, que vio cómo la indignación de quienes pretendían denunciar el mensaje le hizo la campaña gratis. La Fiscalía y el PSOE denunciaron el cartel, pero la Audiencia de Madrid archivó la causa argumentando que “con independencia de si las cifras que se ofrecen son o no veraces”, estos menores “representan un evidente problema social y político, incluso con consecuencias o efectos en nuestras relaciones internacionales, como resulta notorio”. La sentencia no solo avalaba el uso de información falsa, sino que añadía una percepción subjetiva sobre estos menores, comprando el argumento de la extrema derecha.
Una cuestión de voluntad
Con las sugerencias de ampliar las capacidades punitivas del Estado a raíz de estos recientes sucesos, medidas apoyadas también por el PP, nos encontramos ante una dicotomía sin respuesta. Por una parte, se percibe como necesaria cierta actuación institucional para frenar y sancionar el odio y la desinformación, pero por otra, se manifiesta cierta prudencia y escepticismo ante su uso y aplicación, dada la experiencia con la legislación de delitos de odio y la desconfianza en las instituciones. Más aun cuando estos mismos discursos que se pretenden perseguir tienen hoy altavoz en las principales tertulias, medios de comunicación y en prácticamente todas las instituciones.
Dotar al Estado de más herramientas de control y sanción, pensando que este actuará en favor del bien común y que pase quien pase por las instituciones, así permanecerá, es una apuesta demasiado arriesgada, viendo algunos de los antecedentes. Existen herramientas suficientes para sancionar el odio y la desinformación, pero todo está en manos de quienes tienen capacidad para llevarlo a cabo. Es tan solo una cuestión de voluntad y de puntería, porque ni faltan medios ni falta información para diagnosticar el problema, apuntar bien y actuar para pararlo antes de que sea demasiado tarde.
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