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Ruanda es de sus mujeres, únicas en el mundo que son mayoría en el Parlamento

EFE

Kigali —

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Un proverbio tradicional ruandés dice que “las gallinas no cacarean cuando hay un gallo delante”, pero las mujeres de este país han dejado obsoleto el dicho para llevar la voz cantante en muchos ámbitos de la sociedad y de la política.

La nueva Ruanda ha sido levantada por sus mujeres, que llegaron a representar el 70 % de la población tras el genocidio de 1994, cuando el país velaba a cerca de un millón de muertos (tusis y hutus moderados) y había perdido a otros dos millones de hutus huidos al vecino Zaire (ahora República Democrática del Congo).

El Parlamento ruandés, el único del mundo con una mayoría femenina, se ha convertido en un símbolo del ascenso de la mujer que se proyecta sobre todos los escalones de la administración, a excepción de la presidencia, ocupada por Paul Kagame desde hace 15 años.

“Antes, los ruandeses estaban divididos entre el norte y el sur, entre tutsis, twa y hutus. Ya han tenido bastante y han decidido implicar a todo el mundo”, explica la diputada y presidenta del Foro de las Mujeres Parlamentarias Ruandesas, Ignatienne Nyirarukundo.

El milagro que permitió a las mujeres pasar de tener un 33 % de los escaños en 1994 al 64 % actual fue obrado en parte por la Constitución de 2003, que les reserva el 30 % de los asientos.

También influyó la elaboración de listas electorales con cuotas reservadas a candidatas en algunos partidos, entre ellos el gubernamental Frente Patriótico Ruandés (RPF, en inglés), que gobierna desde 2003 y cuenta con 40 de los 53 escaños de elección directa.

“La voluntad política de Paul Kagame fue un elemento clave en estos logros”, subraya el diputado Gatabazi Jean Marie Vianney, en un encuentro durante un viaje a Ruanda realizado con el apoyo de la International Women's Media Foundation (IWMF).

Kagame es citado siempre como un factor determinante en las políticas de igualdad, apuntaladas por una amplia legislación que ya permite a las mujeres heredar las tierras de sus padres, abrir cuentas bancarias y negocios sin el permiso de sus maridos y recibir protección frente a la violencia machista.

“Un hombre podía hacer cualquier injusticia con una mujer. Ahora, las mujeres conocen sus derechos”, asegura la coordinadora de la asociación de viudas AVEGA en Kigali, Umurungi Françoise.

Sin embargo, Ruanda tiene una de las tasas más altas de violencia machista de África y dos de cada cinco ruandesas (el 41 %) han sufrido algún tipo de violencia física, revela la Encuesta Demográfica y de Salud de Ruanda de 2010.

Mutumwinka Jakline es una granjera de 49 años y líder en su comunidad de Ubwiza, donde a veces debe mediar en conflictos conyugales.

“Muchas mujeres se quejan de que sus maridos -con VIH- no quieren usar condones; dicen que tienen derecho a hacerlo así”, relata Jakline, quien asegura sin embargo que en general “ya no se pega a las mujeres”.

Ignatienne, que se metió en política para “defender a las mujeres”, admite que queda por hacer, pero enfatiza la influencia del Parlamento: “Las mujeres se conformaban con tener una vida en casa con su marido. Ahora, son conscientes de que pueden aspirar a algo más”.

En las empinadas laderas de los volcanes de Virunga, en el noroeste del país, se forja hoy una campeona: Jeanne D'Arc, de 19 años, la primera ciclista ruandesa en competir a nivel internacional.

Jeanne creció convencida de que las ruandesas “tienen derecho a competir por cualquier trabajo” y, solo tres años después de subirse a una bici, se ha convertido en una promesa para su país.

“Cuando me haga famosa, intentaré que otras mujeres se hagan también famosas y les animaré a entrenar”, asegura.

La solidaridad entre ruandesas es una extraña herencia del genocidio, que obligó a hermanarse al medio millón de viudas que se quedaron solas y sin recursos para sacar adelante a sus hijos, cuando no los perdieron.

“No ha sido fácil, pero eso nos ha hecho más fuertes”, admite Mukankubiyo Epiphanie, la directora de una cooperativa en Kinyinya, a las afueras de Kigali.

En esta barriada, 69 mujeres que perdieron a sus maridos hace dos décadas se unieron para sobrevivir, algo que logran con los escasos ingresos de una pequeña granja de cerdos y la caridad.

“No es fácil conseguir comida”, lamenta Epiphanie. Las viudas de Kinyinya, como la mayoría de mujeres que trabaja solas en el campo, son uno de los colectivos más pobres del país.

En la capital, el desarrollo económico es el espejismo que alienta a la generación que no ha vivido el genocidio, y las jóvenes quieren formar parte de él. Desirée García