Crónica

Sánchez sepulta definitivamente el poder de los barones y el recuerdo del traumático 1-O del PSOE

19 de junio de 2021 22:13 h

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Estamos en 2016. Se abre el telón y el socialismo se conjura para aupar a la secretaría general del PSOE a Susana Díaz. 

Habla el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero: “La fuerza del PSOE y la fuerza para ganar la representa Susana Díaz. Tiene todo mi apoyo”.

Habla ahora el presidente de Aragón, Javier Lambán: “Es una trianera tocada por los dioses del socialismo y la política. Va a ser requerida para parar, templar y mandar”.

Habla también el expresidente del Congreso, exministro de Defensa y expresidente de Castilla-La Mancha José Bono: “Es como un elefante, que resulta difícil definirlo, pero en cuanto lo vemos sabemos que es un elefante. Tiene liderazgo, potencia, fuerza...”.

Y hablaron en aquellos meses todos los notables del PSOE. También Alfonso Guerra y Felipe González. Una alianza de enemigos íntimos que no tenían en común más que el carné de socialista y un deseo irrefrenable de acabar con Pedro Sánchez. Para entonces el partido ya se había abierto en canal en un Comité Federal celebrado el 1 de octubre de ese mismo año. Doce horas de desgarro, de fractura, de insultos, de amenazas y de una tensión hasta entonces jamás vivida que acabó con la creación de una gestora controlada por Díaz tras la dimisión de un secretario general, que se negaba a dar la abstención para facilitar la investidura de Mariano Rajoy, aun a riesgo de que los españoles fueran convocados por tercera vez en doce meses a unas elecciones generales.

Tres años después de aquello, Susana Díaz sale definitivamente de la escena. Ya no la adula nadie. Ni expresidentes del Gobierno, ni barones, ni empresarios ni medios de comunicación. Ya no levita por las agrupaciones prometiendo cargos ni intimida a los afiliados. Quien se creyó infalible y ungida por los dioses del socialismo hoy es un triste recuerdo de lo que pudo ser, no fue y ya nunca será tras acumular tres contundentes y sonoras derrotas. La primera y más traumática sin duda fue la que le propinó Pedro Sánchez en las primarias de 2017, tras resurgir de sus cenizas después de aquel bochornoso Comité Federal de 2016 y de ganar no solo a Díaz sino a todo el establishment socialista, que creyó ver en la entonces presidenta de Andalucía un liderazgo social, político y orgánico del que carecía.

Díaz era la candidata favorita entre los votantes de la derecha, pero tenía serias dificultades para conectar con la militancia y sobre todo con el voto que los socialistas necesitaban recuperar para volver a ser un partido de gobierno, y que era sobre todo el de una mayoría social joven, urbana y cosmopolita. Aquella competición a cara de perro, en la que se impuso el “antisusanismo” mucho más que el “sanchismo” y ofreció una exhibición impúdica de poder orgánico en favor de la lideresa de Andalucía, abrió una herida profunda en el PSOE que no ha dejado de supurar desde entonces y expulsó a toda una generación de socialistas de la primera línea política. Díaz se lo jugó al todo o nada. Si vencía, ganaba con ella la historia viva del PSOE; si perdía, descarrilarían todos, barones incluidos. Ocurrió lo segundo, y el PSOE dejó de ser el PSOE de siempre para ser el PSOE de Pedro Sánchez.

Su segunda derrota llegaría en 2018 cuando, pese a ser primera fuerza política en las elecciones autonómicas, perdió un 30% de los votos y tuvo que abandonar el palacio de San Telmo, sede del Gobierno andaluz, tras un acuerdo de las tres derechas. Desde entonces se aferró a la secretaría general de los socialistas andaluces para seguir viva y porque en su código ético, como dicen quienes bien la conocen, todo es accesorio menos lo orgánico. Pero en Ferraz ya habían decidido su destino y también la regeneración de las siglas, el proyecto y el liderazgo en Andalucía. Sánchez le ofreció varias salidas a cambio de que dejase expedito el camino para una renovación ordenada y todas las rechazó con el convencimiento de que aún le quedaba vida y posibilidades de volver a la Junta de Andalucía, algo que se encargaban de desmentir todas las encuestas y ratificó la militancia con su voto en unas primarias hace tan solo una semana. Juan Espadas, alcalde de Sevilla y favorito de la dirección federal, la puso de nuevo frente al espejo de una realidad mil veces negada por sus acólitos, tras imponerse con más de un 55% de los votos y propinarle la tercera y definitiva derrota.

Adiós Susana Díaz y adiós al último vestigio de un modelo oligárquico de partido. Los barones pierden peso y capacidad de decisión en un PSOE que ya desde el 40º Congreso Federal que eligió a Sánchez por segunda vez secretario general apostó por el empoderamiento de las bases para que la democracia directa ganase espacio a la representativa. Con Díaz desaparece definitivamente el poder de las baronías y un modelo federalizado en el que el peso de los territorios –una seña de identidad del PSOE– hacía de contrapeso al secretario general. 

Pedro Sánchez culmina así, con la muerte orgánica de Díaz, un recorrido que comenzó tras su reelección en 2017 como secretario general y plasmó en una modificación de los estatutos que hicieron del Comité Federal, máximo órgano entre congresos, un apéndice de la dirección federal designada por el líder.  Con él han dejado de escucharse voces críticas, más allá de alguna declaración ocasional de alguno de los barones con poder institucional y mayor solera en el partido como el castellano-manchego Emiliano García Page, el extremeño Fernández Vara o el valenciano Ximo Puig. 

El secretario general ha ido, elección tras elección interna, ganando espacio a los territorios con la victoria de candidatos más o menos de su confianza hasta hacer desaparecer por completo las deliberaciones internas y el funcionamiento ordinario de los órganos federales. Las decisiones las toma el secretario general y nadie las discute. En Ferraz se decide hasta la última lista electoral de la provincia más recóndita del mapa. También la estrategia y cuándo sí o cuándo no hay consultas a la militancia. Ha sido así incluso en el PSC, que formalmente es un partido distinto.

Andalucía, otra sucursal de Ferraz

Por ello hay quien esta semana opina, con cierta añoranza, que era imprescindible que en las primarias andaluzas perdiese Susana Díaz, pero que “hubiese sido imprescindible que ganase” como única forma de acabar con la “época de destrucción que el PSOE” inauguró en aquél Comité Federal de infausto recuerdo en 2016, pero sobre todo con la victoria de Sánchez en las primarias del año siguiente. Y lo argumentan de este modo: “Es inconcebible que gane un proyecto y que la fórmula sea arrasar con cualquier presencia en el partido que le sea incómoda al líder”. Quien así habla sostiene que desde 2017 “quien no es, ya no leal, sino perruno, no tiene sitio en el PSOE”, al tiempo que admite que la derrota de Díaz –“cuyo proyecto político ocupa un milímetro en su cabeza porque no tiene nada”– consolida el modelo de partido de Sánchez. Una organización, concluye, sin latido en la que hasta la mayor federación en términos cuantitativos ha pasado a ser una sucursal de Ferraz “en la que nadie plantará cara ni abrirá debate alguno”. Y una consecuencia de lo que muchos consideran ya “el lío de las primarias” que en el PSOE inauguró Joaquín Almunia allá por 1998 y con las que comenzó “la destrucción del partido”.

Susana Díaz, reconocen en el círculo de confianza de Sánchez, era el último representante de “un viejo PSOE en el que tres barones se sentaban en una mesa y decidían todo, incluidos los delegados a un congreso”. En el próximo, el que tendrá lugar en octubre en Valencia, los elegirá la militancia, “que es quien toma las grandes decisiones”.

De una opinión y de otra subyace el debate sobre las consecuencias de las primarias, un modelo de partido vertical, la eliminación del poder de las instancias intermedias y la consolidación de líderes blindados e intocables por la legitimidad del voto directo de la militancia hasta que pierden las elecciones y toca construirlo todo de nuevo. Pero es es un asunto sobre el que ningún socialista se atreve aún a hablar en público y sí en privado. ¿Son el mejor instrumento de la democracia interna o un gran fiasco que divide a los partidos y crea hiperliderazgos?