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La Justicia española afronta su semana decisiva en medio de una tormenta perfecta

Cómo debe ser la cosa para que el presidente del Tribunal Supremo, la más alta instancia judicial del país, haya salido a pedir perdón. Sucedió el pasado 25 de octubre en medio de un colosal escándalo después de una decisión insólita: el presidente de la Sala que había determinado 24 horas antes que el impuesto de las hipotecas debían afrontarlo los clientes y no los bancos anunciaba una reunión para revisar la condena, visto el “impacto social y económico” del fallo.

Dos semanas después un tribunal partido a la mitad (15 votos a 13 con tres ausencias) corregía la decisión para situarse del lado de la banca. Cabe entender que el “impacto social y económico” se ha diluido porque ahora la resolución ya no tiene vuelta atrás. Tampoco el clamor social, que llevó al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a anunciar la reforma exprés de la ley (redactada en 1993 cuando en el ministerio de Economía estaba otro economista socialista, Pedro Solbes) que cargue la tasa a los bancos y a pedir al Supremo “que reflexione” sobre lo acontecido.

El alto tribunal se había enmendado el mismo día que se conoció una sentencia del Tribunal de Estrasburgo que determinaba que Arnaldo Otegi no tuvo un juicio justo en el pleito que lo condenó por terrorismo y que una jueza debió ser recusada.

El varapalo venía de Europa y no era el primero: diferentes tribunales de Alemania y Bélgica se han negado estos últimos meses a aceptar el criterio del instructor de la causa del procés, el magistrado Pablo Llarena, para extraditar al expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont y otros líderes del independentismo que huyeron fuera de España.

Mientras tanto, aquí en casa, todas las asociaciones de jueces y fiscales, todas juntas independientemente de su ideología, convocan la primera huelga contra el Gobierno de Pedro Sánchez. Sus reclamaciones vienen de lejos: piden recuperar el poder adquisitivo perdido durante los recortes y reformas que corrijan algunas de las decisiones más polémicas del Gobierno de Mariano Rajoy: el papel cero no funciona -y lo sabe cualquiera que frecuente los juzgados- y los seis meses que el Ejecutivo de Rajoy fijó de plazo para que jueces y fiscales instruyan los casos a partir de que se empiezan a investigar es una quimera, con los medios que tiene hoy la Justicia no es posible sacar adelante un sumario en medio año.

Por si faltaba algo, la ministra de Justicia, Dolores Delgado, ha sido reprobada en el Congreso. No es precisamente una novedad. También lo fue el político del PP, que le traspasó la cartera el pasado julio, Rafael Catalá. El antecesor de este, Alberto Ruiz Gallardón, había dimitido tras constatar que estaba quedado solo en el Gobierno de Rajoy con su proyecto de reforma de la ley del aborto. En el Ejecutivo anterior, el que presidía José Luis Rodríguez Zapatero, Marino Bermejo también renunció a la cartera de Justicia. Fue en febrero de 2009 cuando trascendió que había participado en una cacería junto al juez Baltasar Garzón que por aquellos tiempos comenzaba a instruir el sumario de Gürtel. Por el ministerio pasó después Francisco Caamaño, cuya última decisión, en el Consejo de Ministros fue indultar al vicepresidente del Banco Santander, al que la justicia había inhabilitado en su condena por una denuncia falsa.

No es exactamente que el cargo esté maldito. Los ministros de Justicia trabajan con material sensible. Más durante los últimos años en que los tribunales han determinado el día a día institucional en medio de una ciénaga de corrupción y sumarios que han jubilado a toda una generación política. En medio de este clima de descrédito conviene no olvidar que fue la Justicia con la sentencia de la primera era de Gürtel, la que hizo caer al Gobierno de Mariano Rajoy. igual que antes había arruinado las carreras de un largo etcétera de dirigentes, la mayoría del PP.

Pero a pesar de que son mayoría los jueces y fiscales que hacen su trabajo, la carrera vive su peor momento sumida en una gravísima crisis de reputación que llega en el peor momento posible: cuando está a punto de empezar el juicio más importante de las últimas décadas en España: el que sienta en el banquillo a los líderes independentistas. Sectores soberanistas ya han advertido que no respetarán ninguna resolución que no sea la absolución, mientras el Tribunal Supremo y la Fiscalía insisten en atribuir a los líderes del procés, el delito de rebelión, de los más graves que recoge el Código Penal, y que viene a decir que en Catalunya tras el 1 de octubre de 2017 lo que se produjo fue un alzamiento violento.

Semejante calificación no solo la discuten los dirigentes independentistas. Un centenar de reputados penalistas han firmado un manifiesto en el que discrepan con la acusación. Entre ellos está Diego López Garrido, la persona que redactó el artículo del Código Penal en 1995 donde se tipifica el delito.

En medio de un fenomenal ruido y acusaciones cruzadas de politización de la Justicia, la nueva fiscala General del Estado, María José Segarra, nombrada por el Gobierno de Sánchez y que hizo campaña el pasado invierno por la Unión Progresista de Fiscales, en las elecciones de la carrera, ha decidido mantener la calificación en su escrito de acusación que habían defendido sus antecesores: Julián Sánchez Melgar y el fallecido José Manuel Maza, que anunció a bombo y platillo en los medios que se acusaría por rebelión antes siquiera de tomar declaración a los dirigentes soberanistas.

La decisión de Segarra de mantener la acusación de rebelión no es compartida por sectores del Gobierno que sin embargo han dado autonomía al ministerio público para decidir. Los dirigentes socialistas habían perdido toda esperanza cuando vieron que la fiscalía general no se había atrevido a pedir la imputación de Pablo Casado en el Supremo por las irregularidades de su máster.

Fuentes cercanas al Gobierno aseguran que en el gabinete de Pedro Sánchez se ha asumido que el nombramiento de Segarra fue un error y que no cabe esperar de la fiscala General que vaya a rectificar los férreos planteamientos de los fiscales del Supremo, partidarios desde el principio de acusar por los delitos más graves y que piden 25 años de cárcel para el líder de ERC, Oriol Junqueras.

Es en este disparatado contexto, en el que el PSOE y PP han decidido abordar en solitario el Consejo General del Poder Judicial, en cuyas negociaciones no participa ningún otro partido. Finalmente, el Gobierno ha aceptado que sea el candidato de los populares, Manuel Marchena, el que presida el órgano de gobierno de los jueces a cambio de que la mayoría de vocales sean progresistas. El acuerdo, que se cerró este fin de semana, incluye el reparto de los veinte puestos existentes con once candidatos propuestos por el PSOE y nueve por el PP.

Los socialistas, que han renunciado a que fuera una mujer la que por primera vez pilotara el CGPJ como pretendían, enfatizan que el organismo contará con mayoría progresista. Marchena presidía hasta ahora la Sala Segunda del Supremo, y según algunas voces, es el cerebro de la arquitectura jurídica del proceso contra el independentismo. Entre el cupo de vocales que se reservan a reconocidos juristas, el PSOE ha propuesto a José Ricardo de Prada, el ponente de la sentencia Gürtel.

Los dos partidos han negociado a contrarreloj, con reuniones que se han alargado durante el fin de semana con un acuerdo que algunas fuentes veían cercano desde el viernes. Mientras tanto, el principal socio del gobierno, Unidos Podemos convocaba manifestaciones contra la decisión del impuesto de las hipotecas a las puertas del Supremo este mismo sábado.

Pero el resto de nombres de los elegidos para ocupar el Gobierno de los jueces en un momento crítico para la Justicia española no será lo único que se dilucide esta semana.

La ministra de Justicia, Dolores Delgado, ha citado para este lunes a las asociaciones de jueces y fiscales, incluida la suya, la UPF, para negociar in extremis que desconvoquen la huelga unánime que reclama la carrera y que en principio está fijada para el día 19.

Y el martes el Pleno del Congreso deberá votar una proposición del PSOE que pide derogar el artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el que puso un plazo de seis meses a las investigaciones judiciales y que ha motivado que los instructores hayan optado por clasificar como complejas la mayoría de causas para poder tener prórrogas y seguir investigando. Los socialistas pretenden alargar el período de instrucción hasta los 18 meses y establecer períodos adicionales de otros 18 para los sumarios más complicados. El PSOE trata de responder al clamor que existe en el mundo de la Justicia contra la norma dictada por Catalá. Y de intentar recomponer relaciones con una carrera muy decepcionada con los primeros meses de mandato de Pedro Sánchez.