Los desmanes de quien fuera jefe del Estado durante casi cuarenta años, refugiado en Emiratos Árabes Unidos desde el pasado agosto y al que cercan hasta tres investigaciones de la Fiscalía del Tribunal Supremo relacionadas con su patrimonio, han puesto en el centro del debate las lagunas que existen sobre el lugar que tiene la Corona en el engranaje institucional, una posición que le permite eludir casi cualquier control; y, muy especialmente, los privilegios legales de los que gozan los monarcas en España.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dejó caer esta semana que la institución emprenderá una “tarea de renovación”, si bien evitó dar detalles sobre cómo se llevarán a cabo esos cambios en la Casa Real: no precisó si se está trabajando en una ley que regule la Corona o si será la propia institución la que haga un reglamento interno. Por su parte, el socio minoritario, Unidas Podemos, ha anunciado que registrará “en los próximos meses” una ley que regule “el rol institucional” del rey para que quede “más claro” que el monarca no puede hacer política ni perder su papel simbólico y protocolario de neutralidad.
Sin embargo, la cuestión que más debate suscita es la de los límites de la prerrogativa constitucional que establece que “la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Ambos términos, que la doctrina viene interpretando prácticamente como sinónimos, significan que no se puede perseguir criminalmente al monarca y que, respecto a la responsabilidad civil, no se le puede demandar ante la jurisdicción ordinaria. La protección es absoluta porque la inviolabilidad ampara la conducta del rey como persona y la irresponsabilidad de sus actos como institución del Estado.
Constitucionalistas consultados por elDiario.es consideran que el desgaste que sufre la Corona tras los últimos escándalos ligados a Juan Carlos I obligan a “acotar” ese privilegio y a establecer que la inviolabilidad del monarca se limita a las actividades del jefe del Estado en ejercicio de su cargo y no cubre desmanes como los que cometió el anterior monarca.
“Poner límites a la inviolabilidad no es solo un deseo de recortar las prerrogativas del jefe del Estado, que también está justificado, sino de defender el derecho a la tutela judicial efectiva de cualquier ciudadano que se pueda ver afectado por el comportamiento de quien sea jefe del Estado. Si no distinguimos esto tendremos las bases de la erosión del prestigio de la monarquía”, sostiene el catedrático de Derecho Constitucional Xavier Arbós. También Juan María Bilbao, catedrático de Derecho Constitucional, considera que sería “muy razonable” precisar que quedan excluidos de esa prerrogativa asuntos estrictamente privados que no tienen ninguna relación con el ejercicio del cargo público.
Sin embargo, los expertos no se ponen de acuerdo sobre de qué forma podría articularse esa modificación. Algunos plantean que se podría hacer vía ley orgánica —una específica sobre la Corona o a través de reformas de las leyes de enjuiciamiento—, mientras que otros defienden que no queda más remedio que abrir el melón de la reforma constitucional, con las dificultades extraordinarias en materia de procedimiento y mayorías que eso implica y que la hacen prácticamente inviable.
“La figura de la inviolabilidad está en la Constitución, no se puede vaciar de contenido por completo a través de una ley pero sí se puede precisar, por ejemplo, la exclusión de asuntos estrictamente privados”, dice Bilbao. Arbós, por su parte, defiende que bastaría con reformar tanto la Ley de Enjuiciamiento Criminal como la Ley de Enjuiciamiento Civil para especificar de algún modo que para los actos privados de Felipe VI no rige la inviolabilidad. “Sería indispensable mantener ese privilegio para Felipe VI cuando actúa como jefe del Estado pero acotar cualquier interpretación que exima a la persona de Felipe de Borbón del cumplimiento de sus obligaciones penales o civiles”, añade.
El también catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo se muestra asimismo partidario de una regulación que dejara “más claro” que la inviolabilidad no rige para los actos privados del rey, si bien duda de que esta acotación “expresa” se pueda hacer sin tocar la Constitución. “Quizá se podría hacer una interpretación vinculante por el legislador, pero no sé si eso sería situarse en el papel del constituyente. Existe el riesgo de que el Tribunal Constitucional diga que se ha pasado la línea”, sostiene Pérez Royo, que se muestra muy escéptico ante una hipotética reforma legal sobre la Corona. “De la forma en que se está haciendo la discusión no conduce a ninguna parte, solo a quemar cualquier posibilidad de reforma. Los partidos se van a situar en posiciones incompatibles y se van a cerrar los caminos de la negociación. Esto es algo que se tendría que llevar con discreción tremenda”, defiende.
Otros expertos, como Joaquín Urías, profesor de Derecho Constitucional, se muestran partidarios de conservar la prerrogativa de la inviolabilidad de forma “absoluta”: “El rey mientras sea rey, es inviolable ante cualquier actividad delictiva”, subraya. No obstante, cree que la hipotética ley de la Corona sí debería definir que los privilegios que derivan de la inviolabilidad finalizan con la salida de la jefatura del Estado. “Se debería aclarar que cuando una persona deja de ser rey sí se le puede juzgar tanto por los hechos cometidos durante su reinado —siempre que sean jurídica o políticamente reclamables, no sometidos a refrendo— como por hechos posteriores. En ausencia de ley, los tribunales confunden la inviolabilidad con la irresponsabilidad, que son dos privilegios distintos”, afirma Urías.
Precisamente el pasado verano los letrados del Congreso rechazaron una comisión de investigación sobre las presuntas irregularidades del emérito y sus supuestas cuentas en Suiza solicitada por varios grupos parlamentarios con el argumento de que “las prerrogativas de la inviolabilidad y no sujeción a responsabilidad (…) son absolutas, abarcan la totalidad del periodo que se ejerce la jefatura del Estado y tienen efectos permanentes”. Esta tesis alienta las dudas sobre si será posible o no una hipotética investigación a Juan Carlos I en el Tribunal Supremo sobre su papel en las supuestas comisiones pagadas por la adjudicación a empresas españolas de las obras del AVE a La Meca porque el origen de los fondos objeto de las pesquisas se remontaría en todo caso a su etapa al frente de la Corona.
Falta de regulación
Más de cuarenta años después de la aprobación de la Constitución sigue sin haber una Ley Orgánica de desarrollo del Título II de la Constitución, consagrado a la Corona, que es bastante escueto. De ahí que sean varias las lagunas que existen en torno a la regulación de la institución monárquica. Especialmente, en materia de transparencia y rendición de cuentas, aunque también en otros aspectos como el estatuto del príncipe heredero o del consorte o cuestiones relacionadas con la regencia.
La ley de transparencia aprobada en 2013 incluye a la Casa del Rey aunque los miembros de la familia real –formada por el actual rey y su mujer, sus padres y sus hijas– no están obligados a pormenorizar los gastos de sus numerosas actividades públicas, ni a desvelar los negocios que realicen con las asignaciones que reciben de los Presupuestos Generales del Estado. Tampoco son considerados altos cargos –como sí ocurre con los miembros del Gobierno, por ejemplo– por lo que no tienen la obligación de presentar declaración de bienes y derechos a pesar de la financiación pública que reciben.
Además, los gastos de la Casa del Rey no han estado nunca sujetos a la fiscalización del Tribunal de Cuentas. La institución tampoco está obligada legalmente a auditar sus cuentas aunque voluntariamente decidió suscribir dos convenios con la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) en 2014 y en 2019. “Algunas de estas cuestiones se han ido resolviendo sobre la marcha a iniciativa de Felipe VI, pero no estaría mal que se codificaran en una ley para que no sean simplemente decisiones de la Casa Real”, sostiene Bilbao, que afirma que la exigencia de transparencia debería ir más allá en cuestiones como el patrimonio del jefe del Estado.
El control parlamentario sobre la Corona es otra de las vías a explorar en una hipotética regulación sobre la institución, según los expertos consultados. Por ejemplo, promoviendo que el jefe de la Casa del Rey o algún alto funcionario de la institución —nunca el monarca— compareciera en el Congreso anualmente para dar detalle de cómo se ha gastado la asignación pública que recibe la Corona para su funcionamiento, que ronda los ocho millones de euros anuales. “Ahí la transparencia debería ser total”, dice Bilbao.
Arbós, que se muestra rotundamente partidario de avanzar en la rendición de cuentas, es más escéptico respecto al control parlamentario que, a su juicio, tiene verdadero sentido respecto al Gobierno y a quien tenga responsabilidades políticas. “Podría darse el caso de que hubiera un tipo de intervenciones que fueran sesgadas y tuvieran como consecuencia el colocar al rey en un determinado sector del espectro político. No es que esté en contra de que el jefe de la Casa o un alto funcionario pueda dar explicaciones ante las Cámaras, pero siempre preservando al rey de las polémicas políticas y su posible instrumentalización”, subraya.
Refrendo y discursos
Urías, por su parte, defiende que una hipotética ley de la Corona debería regular también la forma del refrendo. Según la Constitución, todos los actos del rey —excepto la administración de su patrimonio— están sometidos al refrendo del presidente del Gobierno, un ministro o el presidente del Congreso. El fundamento del refrendo es el carácter “intangible” de la jefatura del Estado, que simboliza, modera y arbitra, pero no toma decisiones. El rey se limita, con su firma, a convertir los actos políticos del Gobierno de turno en actos de Estado. “Sin embargo, la forma de ese refrendo no está clara y debería regularse”, defiende este profesor.
Arbós, por su parte, cree que esa posible regulación también debería concretar el papel que cumple el jefe del Estado en sus intervenciones públicas. “El rey está obligado a no decir nada que pueda ser contrario a la política por la que esté optando el Gobierno de turno, aunque también tiene que quedar claro que el Gobierno no le puede obligar a decir lo que este no quiere. De ser así, existiría el riesgo de que fuera instrumentalizado por un Gobierno que le obligara a tomar posiciones estrictamente partidistas”, sostiene.
Bilbao no es partidario de regular lo que debe o no decir el rey en sus discursos públicos —“es algo que ha funcionado bien, no creo que ganáramos nada”, afirma— pero sí cree que hay “otras muchas lagunas” como el estatuto del príncipe heredero o del consorte, así como cuestiones relacionadas con la regencia o los supuestos en los que el rey se inhabilitaría para el ejercicio de sus funciones que sí sería positivo concretar.