La universidad en España atraviesa su peor momento en décadas. Los recortes presupuestarios, el aumento de tasas combinado con la reducción de becas, junto a la precarización del profesorado, amenazan la enseñanza superior, anulando su función social y reduciéndola a una fábrica de titulados que atienda las necesidades del mercado. A analizar la situación crítica de la universidad se dedica Qué hacemos con la universidad, nuevo título de la colección ‘Qué hacemos’, que estos días llega a las librerías. Una denuncia del ataque que sufre la universidad, y una propuesta por otro modelo de enseñanza superior, basada en el compromiso con el desarrollo de la sociedad y la independencia científica.
Adelantamos para su lectura unas páginas del libro, en las que se acerca al modo en que la investigación científica se está poniendo al servicio de las empresas mediante la financiación privada de unos proyectos para los que faltan recursos públicos.
Las servidumbres derivadas del patrocinio y el mecenazgo
La otra vía de financiación externa que se está introduciendo en el ámbito universitario es el patrocinio de entidades privadas que inyecten capital en las universidades.
Así los recortes en la financiación pública de la universidad son considerados como “incentivos” para que las universidades públicas busquen financiación privada, para que establezcan alianzas con las empresas, patenten sus resultados y desarrollen actividades de comercialización, incluyendo la comercialización de su propia marca.
De esta forma, en todo el mundo, las universidades están ofreciendo sus instalaciones científicas y su inestimable credibilidad académica para que las empresas las utilicen.
La investigación responde a los intereses de quienes las patrocinan, no sólo porque son quienes las financian y ante quienes hay que demostrar la eficacia de su inversión a través de resultados “tangibles” y que produzcan “beneficios”, sino también porque recortan y definen los temas e intereses de las investigaciones, así como las prioridades de las mismas.
La prioridad para la investigación de temáticas de interés para las empresas y la industria siempre será así mucho mayor que la financiación disponible para la investigación de cuestiones locales de interés para la gente empobrecida, personas con dificultades, minorías o mujeres de clase trabajadora, por ejemplo.
Por añadidura, no podemos olvidar que las empresas tienden a financiar fundamentalmente la investigación aplicada en aquellas aéreas de ciencias físico naturales, de la vida o de la salud más rentables y que la imprescindible investigación “básica”, que a menudo significa décadas de trabajo científico, es financiada fundamentalmente por fondos públicos. Y aún podemos añadir, cada vez es más frecuente que estos fondos aportados por los agentes privados limiten abiertamente la libertad de pensamiento y la reflexión crítica, con cláusulas de confidencialidad y de exclusividad, que implican el derecho de impedir o aplazar la publicación de los estudios si no son favorables a los intereses de quienes los financian.
La penetración de la lógica del beneficio inmediato se produce tanto en la actuación de los universitarios como en las propias publicaciones consideradas “de prestigio”. De un lado, los rectores y las rectoras de universidad acaban desempeñando un papel similar al de los representantes de comercio, siendo valorados por su capacidad para conseguir fondos; de otro, los investigadores e investigadoras desempeñan el papel de portavoces de los intereses comerciales, inclusive en las revistas más prestigiosas, etc. Por añadidura, en estas revistas “de prestigio”, la lógica del mercado está mucho más acentuada que en la propia universidad, teniendo muchas de ellas claros vínculos empresariales.
Se produce incluso un proceso de “externalización” y privatización de los sectores rentables de la investigación universitaria, promoviéndose la creación de empresas spin off establecidas por parte de científicos y científicas de las universidades públicas para “comercializar sus invenciones”, aprovechando equipamientos e infraestructuras, plantillas y redes internacionales de las universidades. A su vez, las empresas aprovechan simultáneamente para “externalizar” sus costes de I+D integrando esas unidades de spin off de las universidades, condicionando de paso la orientación de la investigación, pues la gestión del programa y la coordinación lo tiene la empresa.
Paralelamente se produce una lucha despiadada por proteger la propiedad intelectual de esas invenciones, en vez de compartir el conocimiento, generando un modelo de apropiación privada del conocimiento producido públicamente que se justifica legal e ideológicamente de forma permanente. Los mecanismos de propiedad intelectual resultan indispensables para ello porque suponen transformar un conocimiento que se genera colectivamente (a partir del conocimiento colectivo heredado, en el trabajo colectivo de grupos de investigación, en la elaboración de conocimiento compartido en espacios de discusión, en la cooperación cotidiana, etc.) en piezas de conocimiento acotadas, susceptibles de ser empaquetadas y vendidas, bien sea a través de productos bibliográficos, patentes o cursos de formación. Se obtiene así rendimiento de las “mercancías” que producen, expropiando la generación pública y colectiva de las mismas de cara al incremento de las ganancias privadas de quien lo explota.
Como analizan estos autores es preciso para ello desarrollar procesos de medición de las “mercancías” o productos generados, necesarios para poder otorgar valor a dichos productos en el entramado del mercado. La evaluación, reorientada como rendición de cuentas, de las diferentes prácticas y productos, es necesaria para poder establecer diferencias que servirán para asignar los recursos a distribuir con el fin de incrementar una mayor productividad y rentabilidad de la inversión realizada. Se trata de establecer una medida que cuantifique la producción y las relaciones de conocimiento mediante diferentes sistemas de créditos e índices “homologados”. Se generan así mecanismos de inclusión y exclusión, según criterios mercantiles, referidos a aquellas personas, procedimientos, entidades, contenidos, habilidades y competencias que sean más útiles para el mercado global y supongan una mayor rentabilidad en su transferencia y aplicación.
Todo lo anterior nos lleva a una situación en la que las universidades “empresarializan” su actividad investigadora y docente, viéndose abocadas a concebir su propia labor como la producción de aquellas mercancías por las que las empresas estén dispuestas a pagar, a comprometerse cada vez más con determinadas prácticas de tipo empresarial, a ver cómo el liderazgo en el interior de las universidades se tiende a desplazar hacia los equipos de investigación con más financiación y vinculados al mundo de los negocios o la creciente tendencia a la participación directa en los órganos de gobierno universitario de esos “accionistas externos”. Esta orientación genera subjetividades académicas que acaban confluyendo con las dinámicas descritas, porque los componentes de la comunidad universitaria se ven abocados a ir asumiendo y asimilando cada vez más esta mentalidad, so pena de quedarse fuera del entramado de reconocimiento, valoración, financiación o acceso a proyectos de investigación.
La implementación de estas formas de empresarialización y cuantificación comparativa de la productividad académica y científica remodela no sólo el contexto institucional sino que también influye e introduce a la propia comunidad universitaria. Los académicos y académicas son, a su vez, los responsables de auto-disciplinarse para seguir respondiendo y cumpliendo con los controles establecidos. Son así los propios agentes los que deben someterse a un proceso de disciplinamiento para mostrar a las distintas entidades financiadoras que se están cumpliendo adecuadamente los objetivos asignados a la institución, internalizando así, a través de prácticas aparentemente auto-impuestas, las premisas que guían el modelo (Montenegro y Pujol, 2013, 148).
Lo cierto es que esta nueva misión define claramente cada vez más a la universidad: contribuir con su potencial científico y tecnológico a aumentar los beneficios empresariales de las grandes corporaciones. Esta parece ser realmente la finalidad fundamental de la eufemísticamente denominada “transferencia de conocimiento a la sociedad”.
Qué hacemos con la universidad es un libro colectivo escrito por Enrique Díez, Adoración Guamán, Ana Jorge Alonso y Josep Ferrer. Más información en la web de la colección.