El 1 de octubre de 1931 no solo es el día en que Clara Campoamor (Madrid, 1888 - Lausana 1972) pasa a la historia como la mujer que cargó en sus espaldas el peso de la defensa y consecución del sufragio femenino en España, sino que también es el día en el que España madura; el día en que permite que las mujeres “puedan participar en el espacio de lo común”, en palabras de la escritora y doctora en Filosofía Marifé Santiago. Antes de 1931, Campoamor era una de las tres únicas diputadas mujeres que había en el Congreso, junto a Margarita Nelken y Victoria Kent. Y antes de 1931, España era un país en el que “las mujeres no eran personas porque, para serlo, hay que ser persona jurídica”. Después del 1 de octubre de 1931, Campoamor se convirtió en punta de lanza y principal responsable de uno de los cambios políticos más relevantes de la historia de nuestro país, si no el que más. Después de 1931, las mujeres españolas dejaron de ser ciudadanas de segunda clase. Por eso, el 'Antes de' de Clara Campoamor trasciende a la propia diputada. Todo lo que le ocurrió antes de aquel octubre de 1931 es la senda que, sin saberlo, anduvieron con ella todas las españolas de la historia.
El padre de Clara era periodista. Ahí ve Marifé Santiago una semilla de la preocupación de la hija por la actualidad y los asuntos de su tiempo. La madre, costurera. “Y ahí quiero ver”, apuntilla la escritora, “que aprendió de ella la necesidad de hilar todos los hilos que están sueltos para poder crear algo que nos abrigue y que nos vista”. De esas dos simientes nació una niña que tuvo que dejar de estudiar muy pronto porque su padre murió cuando ella contaba solo diez años de edad. Fue en 1898. “Muy pronto se vio obligada a dejar de estudiar”, tercia Marifé Santiago. Quizás esa fue una de las cosas determinantes para configurar su pensamiento y apuntalar el sentido de su lucha. “Ella tenía claro”, continúa Santiago, “que si hubiera sido un hombre, la muerte de su padre no la hubiera condenado a tener que dedicarse a la costura, por ejemplo”. En otras palabras, experimentó en sus propias carnes que cualquier contratiempo condenaba a una mujer a aparcar su ambición.
Sin embargo, ella no lo hizo. Tras trabajar como modista, telefonista y dependienta con tal de colaborar con la economía familiar, en 1909 se presentó a la oposición para el cuerpo de Telégrafos y consiguió una plaza. “Era la única oposición a la que podían presentarse las mujeres”, concreta Santiago, “y eso explica que muchas mujeres de ese período que, más tarde, escribirían sus propias líneas en la historia trabajaran todas ahí”. Después, accedió a un puesto en el Ministerio de Instrucción Pública y en 1920 se inscribió en el Bachillerato. Solo cuatro años después, Clara Campoamor ya era licenciada en Derecho y pronto abriría su propio despacho. De algún modo, ya estaba poniendo en práctica eso que más tarde entendería cómo desprenderse del freno que muchos hombres consideraban que debían tener incorporado las mujeres. En una de las muchas escenas y experiencias que relata en su libro El voto femenino y yo: mi pecado mortal, Campoamor explica algo que escuchó, una vez ya se había convertido en diputada, de boca de un “republicano ardoroso, de agudo sentido liberal y, por lo demás, hombre respetable y respetado”, es decir, de alguien con quien, en principio, compartía cuerda política. El diputado espetó: “Es bueno que la mujer tenga el freno de la Iglesia”. Para Campoamor, esas palabras descubren “todo el profundo desprecio masculino por la hembra, a quien se considera precisada de freno”. Ella dedicó su vida a eliminar ese freno –a destruirlo–, aunque, para ello, tuviera que enfrentarse, incluso, a sus propios correligionarios.
El día que Victoria Kent no fue al Congreso
“Esto es uno de los mayores dramas de la historia del mundo”, bromea Santiago. “Victoria Kent y Clara Campoamor eran amigas”, continúa, “y se querían. Se admiraban”. Lo que ocurrió, en palabras de la escritora, es que “Victoria Kent, que formaba parte de un partido distinto al de Clara, votó en clave de partido y no en clave de conciencia”. Una opinión extendida en aquel momento consistía en que el voto de las mujeres podía acabar con la República, toda vez que, según esa corriente, votarían siempre lo que dijera la Iglesia y, por lo tanto, el sentido de su voto sería conservador. Victoria Kent formaba parte del Partido Republicano Radical Socialista, que, basado en esos principios, se oponía al sufragio universal. “Aquel 1 de octubre, el día en que se llevó a cabo la votación, Victoria Kent no se presentó en el Congreso”, apunta Santiago. Lo que sucedió aquella jornada ya es parte de la historia. Los síes vencieron a los noes y las mujeres ganaron, gracias a los 161 diputados que votaron a favor, pero, sobre todo, a Clara Campoamor, esa ciudadanía jurídica que las convertía en personas.
Después de eso, tal y como explica en el libro antes citado, su carrera política tocó a su fin. Haber encabezado la lucha por el sufragio fue “un pecado mortal”, tal y como ella misma lo describió. La Guerra Civil la obligó a exiliarse y no pudo volver a España nunca. Murió en 1972. Trabajó traduciendo textos de Victor Hugo y Émile Zola y ejerció la abogacía hasta quedarse ciega. La máxima responsable de que las mujeres puedan votar en España falleció en Lausana (Suiza) tras 36 años lejos de su país.