Creyeron en el rock and roll incluso cuando se sentían como si fuesen muñecos y aguantaban “cerriles” los empujones de aquellos que intentaban desviarles del camino. Eva Amaral y Juan Aguirre siempre han mirado en la misma dirección. Por eso, muchas veces, los días contados en los que Juan está solo en el estudio, se gira hacia atrás buscando la aprobación de Eva. Aunque ella no esté. Es como un acto reflejo. Fugaz, involuntario, verdadero. Para Eva la opinión de Juan también es vital. Le permite saber si lo que acaba de componer, ese germen del que podría florecer una canción, merece la pena. Una sonrisa, un gesto, un parpadeo, les bastan para comunicarse.
Así ha sido desde que se conocieron en un bar de Zaragoza, ciudad en la que ella nació y él creció rasgando una guitarra que se compró con el dinero que le dio su abuela. Desde que empezaron a tocar en pequeños garitos de Madrid. Y desde que decidieron llamar a su grupo Amaral. Para Juan era un nombre “muy éxotico”, para Eva el apellido portugués de su abuelo. El día que le enseñó con la acústica la canción que había surgido entre maletas y horas muertas en los aeropuertos, esperaba con ansia una leve variación en el rostro de Juan que indicase que lo que estaba sonando era especial. “Recuerdo la imagen de la vela apagándose… Y una frase que se me quedó grabada a fuego: ‘Necesito que comprendas que estoy sola en medio de un montón de gente’. Para mí, esa es la esencia de la canción”, explica con su guitarra eléctrica favorita apoyada en el regazo. La misma que Eva siempre le invita a tocar cuando no puede traducir en el instrumento el sonido perfecto que suena en su cabeza.
Compusieron El universo sobre mí a la vuelta de una gira de dos años con Estrella de mar (2002), el disco que les había situado en lo más alto y les había llevado a tocar por media Latinoamérica: Argentina, Chile, Uruguay… En España, todo el mundo se sabía de memoria las letras de Sin ti no soy nada, Moriría por vos, Toda la noche en la calle o Te necesito. Amaral aparecía en las revistas, sonaba en las radios y se subía a escenarios muy distintos. “Se habían cumplido todos nuestros sueños, pero el sueño se tornó pesadilla porque estábamos en una espiral de viajes y de gente que nos rodeaba que tiraba hacia un lado y hacia otro y hacía que nuestra vida fuera un poco complicada: cómo te tienes que vestir, qué es lo que tienes que decir… Ese rollo de aconsejar que al final te termina llevando a un sitio que no eres tú”, confiesa Eva.
El universo sobre mí fue una afirmación de su identidad y toda una declaración de intenciones de lo que para ellos significaba hacer música. “Aquel fue un periodo complicado de nuestras vidas… Esta canción es un canto a salir adelante, a sentirnos libres y a seguir haciendo lo que nos viniera en gana”, recuerda Eva. Fueron unos kamikazes y decidieron que se equivocasen o no, se cerrasen puertas o no, iban a tomar siempre sus propias decisiones. Para evadirse del ruido de palabras vacías que había fuera, se refugiaron en sus orígenes, en su “burbuja interior” y en sus bandas de referencia. La música, el rock and roll, era el único lugar en el que podían ser libres como el viento. “Nuestro pasado en Zaragoza, las canciones que escuchábamos, los bares en los que nos juntábamos… Eso era a lo que nos aferramos en un momento en el que parecía que el proyecto se nos iba de las manos. Realmente se nos fue de las manos”, admite el guitarrista escondiendo la mirada bajo su gorra.
“Todo ese estrés llevó a Juan a tener una lesión en la mano que le impidió tocar durante unos meses”. Eso provocó que cuando trabajaban en los arreglos del tema, Juan tuviese que tocar la melodía inicial de la canción, el “firu firu firu firu firu”, con un teclado en lugar de con la guitarra: “El mellotron es un teclado muy concreto que aparece en Strawberry fields forever, por eso la canción tiene una sonoridad tan beatlemaniaca. Y también una influencia de grupos de pop argentinos que procede de esos viajes por el cono sur”.
Los muñecos que no eran bien recibidos en los despachos
Dos muñecos pequeñitos y cabezones, con gorro y flequillo, presiden la pared de la pecera de su estudio de grabación en Madrid. Es la portada de Pájaros en la cabeza, el disco más vendido en España en 2005, pero sobre todo un símbolo de la importancia que tuvo aquella época para su carrera y en sus vidas. “La portada era una extensión de lo que expresa El universo sobre mí porque eso era en lo que nos habíamos convertido, en muñecos”, recuerda Juan. “Fue una cabezonería absoluta porque no era bien recibida en los despachos, una cabezonería absoluta”, enfatiza ella y se ríen los dos. “Recuerdo preguntarle a Eva: ‘¿Esto es muy importante para ti?’. Me dijo que sí, así que fuimos para adelante. Queríamos contarle a la gente que estábamos aquí para hacer lo que sentíamos, de la forma más directa posible y con los mínimos intermediarios entre la audiencia y el grupo”.
Mañana volverán a salir al escenario con la gira de su último disco Salto al color (2019) en formato íntimo, en las escaleras de la Catedral de Gerona. Será el primero de muchos. Durante estos meses, Juan se ha girado varias veces en el taburete y detrás no había nadie. Mientras él se quedaba en Madrid, Eva se alejaba hacia lo salvaje, a una pequeña aldea de Galicia de la que acaba de regresar: “Toda esta situación me cortó la creatividad y no conseguía hacer ninguna canción, pero en la naturaleza se han metabolizado todas esas sensaciones que he ido teniendo durante la pandemia”. Ha enviado audios y fotografías de su libreta a Juan… que un día se convertirán en canciones.
Han pasado casi veinte años desde aquel acto total de rebeldía que supuso El universo sobre mí, pero los ojos de Juan para Eva, y de Eva para Juan, siguen siendo el mejor espejo en el que reconocerse. El lugar en el que encontraron para siempre su sitio en el mundo de la música.