Otto Dix es uno de esos artistas que fueron a la guerra. Eso no es baladí porque no es lo mismo leer a qué huele en la guerra, que oler la guerra; o leer cómo es dormir en una trinchera, que dormir en una trinchera. El alemán Otto Dix tomó parte de la Primera Guerra Mundial —fue soldado raso— y supo de primera mano, tomando la imagen que describe el escritor Arturo Pérez Reverte en su Territorio comanche en referencia al conflicto bosnio, que en la guerra siempre se pisan cristales rotos. “Pues bien”, empieza la historiadora del arte Sara Rubayo, “Dix utilizó la pintura para purgar su alma”. En ella refleja el gran abanico de contrastes propia de la época de entreguerras. Músicos, jazz, prostitutas, tullidos, redención, jaleo, 'héroes' de guerra. Las comillas de la palabra 'héroes' son importantes. Para los soldados, la vuelta a casa no es, en la mayoría de los casos, como esperaban. Son dados de lado y tratados como un residuo de la guerra, una especie de ventana al pasado incómoda y dolorosa. “En el cuadro”, continúa Rubayo, “aparecen muy bien representadas esas figuras. Los vemos sin piernas, ciegos, tirados en el suelo y pidiendo limosna”. El resto de los personajes pasan por encima suyo. Tratan de divertirse. Se van de fiesta.
“Pero fíjate en las caras”, reta la historiadora del arte. Son caras serias, hastiadas, como conscientes de la provisionalidad de la felicidad que tienen ante sí. La República de Weimar fue una etapa de la política alemana inestable y turbulenta, con rebeliones, intentos de golpe de estado y un halo de incompetencia política que esbozaba un futuro macabro. “En el cuadro de Dix encontramos un ambiente parecido al de una sala de espera”, explica Rubayo: “La falsa arquitectura pomposa, la iluminación poco atractiva, la calle y la propia actitud de los personajes alejan al espectador de la escena. La ciudad que retrata el artista alemán no resulta nada acogedora”. Sin pintar propiamente la guerra, Dix retrata los horrores que entraña y las distintas actitudes que toma la población al respecto. Mientras que los combatientes no tienen más remedio que echarse a la calle y pedir limosna, con sus vidas destrozadas y desprovistos de cualquier esperanza, los ciudadanos pudientes tratan de aprovechar la llegada del jazz y la música afroamericana para correr un tupido velo. Dix se encarga de fulminar ese velo. No hay anestesia en Metrópolis (1927-1929). En un solo cuadro, el pintor delata la necesidad del pueblo de salir a flote y la imposibilidad de hacerlo.
Los muchos colores que presenta la pieza, lo desenfadado de un concierto o el libertinaje posconflicto evocan a una cierta necesidad de redención. Sin embargo, la expresión de los personajes tiene tintes automáticos. No rebosan alegría ni esperanza. “Al mismo tiempo”, sugiere Rubayo, “el lienzo tiene connotaciones religiosas y no solo por el formato de retablo, que también”. Las mujeres del ala derecha recuerdan, superpuestas, a los ángeles de los pintores medievales. Por su parte, “la mujer del centro, que sostiene el abanico por las plumas como una aureola, viste un traje cuyas largas tiras de tela le sobrepasan la rodilla, una imagen a medio camino entre las modelos de las revistas y un cuerpo angelical”. No hay que pasar por alto, tampoco, al soldado inválido del margen izquierdo, que si bien no está atado a una cruz de madera, sí que se sostiene gracias a una muleta del mismo material.
Para los nazis “atentaba gravemente contra las costumbres alemanas”
“Otto Dix no usaba el arte para embellecer la existencia”, reflexiona la historiadora del arte. “Por eso”, sigue, “muchos espectadores se desilusionan con sus obras. Se asquean porque se sienten reflejados en las miserias que retrata”. Más aún. El artista tuvo que comparecer ante la justicia en dos ocasiones por sus retratos de prostitutas y las escenas de burdeles que las autoridades consideraban obscenas y grotescas, aunque en ambas ocasiones fue absuelto. Más de una vez se dijo que las anatomías de Dix “hacían vomitar”. Pero sus desencuentros con la Administración alemana fueron en aumento. “Dix fue uno de los primeros artistas en ser expulsados de la Academia en 1933”, señala Rubayo. Su arte ni glorificaba la cultura alemana, ni la raza aria ni, como ya se ha apuntado más arriba en el texto, embellecía la vida. Los nazis acusaban a Dix de “atentar gravemente contra las buenas costumbres del pueblo alemán y dañar su voluntad de combate”. Eso sí, Hitler usó sus obras para criticar la República de Weimar antes de censurarlas definitivamente y clasificarlas como degeneradas. En el caso concreto de Metrópoli, Dix pudo conservarla hasta 1965 y, desde 1972, pertenece al Städtische Galerie de Stuttgart.
Mientras que para Dix la pintura sí que fue una especie de redención con la que denunció las atrocidades de la guerra y mientras que la intención de los personajes que pinta —en una fiesta— también lo es, el mensaje del cuadro va en la dirección contraria. Ni siquiera el jazz es capaz de sacarles una sonrisa. La escena que ocurre en la calle, fuera de las cuatro paredes que encierran el club, pesa como una losa en las espaldas de los que la obvian antes de entrar. La sociedad trata de construir un mundo nuevo sobre los cuerpos mutilados de los combatientes de la guerra, pero no puede y así lo pinta Dix.