Aunque fue Sofonisba Anguissola quien puso el pincel, son los propósitos de su padre los que se vieron satisfechos con Partida de ajedrez (1555). “Por un lado”, tercia la historiadora del arte Sara Rubayo, “Sofonisba demuestra todas sus virtudes como pintora a lo largo y ancho del lienzo”. O lo que es lo mismo, todos los detalles que la artista italiana incluyó en la obra sirvieron para que los entendidos se cercioraran de su calidad técnica. “Por otra parte”, resuelve Rubayo, “Amílcar, su padre, busca alardear de su poderío económico”. ¿No resultan un poco fuera de lugar todos esos ropajes de gala para jugar una distendida partida de ajedrez entre hermanas? ¿Por qué saca la cabeza, por una esquina, la sirvienta de la familia? Sin ir más lejos: ¿por qué ajedrez y no cualquier otro juego? “Todas esas preguntas”, afirma, “se responden igual. El padre pretendía demostrar que su linaje era lo suficientemente poderoso como para que las niñas pudieran encontrar un buen y acaudalado marido”. Amílcar no iba a dejar pasar su gran oportunidad, el talento de su hija, para promocionar su casa. Sin embargo, hay muchos más detalles escondidos en un lienzo que, a pesar de ser de “aprendizaje y juventud”, se considera una de sus obras maestras.
“Lo más llamativo del cuadro es el juego de miradas que llevó a cabo Sofonisba”, explica Rubayo. Ninguna de las cuatro hermanas se está mirando entre sí. La mayor, Elena, mira al espectador. La segunda, Minerva, mira a Elena, mientras que la más pequeña, Europa, que sonríe abiertamente, observa a Minerva. “Es más o menos fácil adivinar que esta última va perdiendo en el juego”, añade. Por eso mira, sorprendida, a la hermana mayor, Elena, quien a su vez parece buscar la aprobación de la pintora, en la posición del espectador. La criada, por su parte, es uno de los detalles con más aristas del lienzo. Es útil tanto para demostrar la opulencia familiar, como para dejar constancia del conocimiento pictórico de Sofonisba. “Efectivamente”, expone la historiadora del arte, “es Cornelia Appiani, la sirvienta, quien cierra la composición y este es un recurso muy habitual entre otros pintores del barroco”. Se trata de una constante en la obra de Sofonisba.
El propio ajedrez también es un elemento ambivalente. Como pasa en muchas ocasiones en el arte, se le puede atribuir más de un significado. “Es un juego que tiene un marcado componente intelectual”, apunta Rubayo, “por lo que es idóneo para conferir a las mujeres que lo están practicando un carácter inteligente y capaz. Es una declaración de intenciones. Las mujeres tienen derecho a pensar y a opinar”. No obstante, el elemento central del cuadro no podía escapar del objetivo que perseguía Amílcar Anguissola. “El hecho de que las niñas jueguen al ajedrez significa que han podido recibir una educación a la altura del más elevado estatus social”. De nuevo, marketing. Al fondo del todo, un roble simboliza la firmeza de la familia y, tras él, se divisa un paisaje azulado a la manera flamenca –tal y como lo califica la propia historiadora–, que se va difuminando hacia el horizonte. Es uno de los múltiples elementos que, combinados unos con otros, tornan muy característica la obra de Sofonisba. Otros son el especial tratamiento de la luz y, sobre todo, el contraste entre los fondos sombríos y los colores vivos muy específicos en rostros, manos e indumentarias, que crea un contraste entre la persona retratada y el ambiente que la rodea.
Un pie en Italia y otro en España
La fama de Sofonisba Anguissola pronto superó a la de su maestro, Bernardino Campi, en cuyo taller tomó clases la pintora nativa de Cremona, una ciudad italiana en la región de Lombardía. Fue allí donde adquirió los fundamentos de su estilo “minucioso y pulcro”, en palabras de Sara Rubayo. En 1559, sin embargo, el rey Felipe II la requirió para que elaborase una serie de retratos de la familia real y, además, para que ejerciese de dama de honor de Isabel de Valois, su esposa. Anguissola hizo las maletas y se embarcó hacia España, donde terminaría pasando catorce años y donde pudo llevar una vida desahogada gracias a la renta de cien ducados anuales que se le asignó. Se dio a conocer en la corte por su buen hacer como profesora de arte de las infantas y otras figuras de la alta nobleza. En el terreno amoroso, Sofonisba se casó con el hijo del virrey de Sicilia, aunque murió pronto. Más adelante, tuvo litigios con el rey cuando este supo que la artista pretendía casarse de nuevo con un capitán de barco más joven que ella. Las advertencias de Felipe II no surtieron efecto y la boda llegó, nunca mejor dicho, a buen puerto.
Y fue ese matrimonio el que permitiría a Sofonisba dedicarse a la pintura en cuerpo y alma durante todo el resto de su vida. La buena posición socioeconómica de su marido y el prestigio que ella misma conservaba tras su paso por la corte española permitieron a la artista cremonesa viajar por toda Italia y agrandar su obra. “Una obra, por cierto, muy difícil de identificar”, señala Rubayo: “Esto es porque no firmó muchos de sus cuadros”. En total, existen unas cincuenta obras catalogadas y, aunque las podemos encontrar repartidas por muchos países, la mayor parte de ellas se encuentra en el Museo del Prado.