Espido Freire: “Olvidamos lo importante y solo nos preocupa lo esencial”
Aprendió a mirar siendo una cría y hoy solo sonríe porque “la alegría es un esfuerzo”. Al libro de nuestra actualidad lo titularía como la obra de Choderlos de Laclos, Las amistades peligrosas: “No solo a nivel político, incluso entre los ciudadanos resulta complicado discernir en quién confiar y en quién no, qué alianzas se mantendrán, si podemos entregar la confianza a una ideología, una creencia o un partido sin ser traicionados a corto plazo. Creo que existe una enorme erosión y desconfianza hacia todo tipo de autoridad, incluida la científica, que hasta hace poco se mantenía casi intocable. Nos estamos volviendo más desconfiados y vulnerables”.
Ser niña prodigio también abonó su propia fragilidad. Con un lápiz y un papel, a los dieciséis años, echó una ojeada a la niña que fue y ya no quiso perder de vista quién era, de dónde venía y el camino a seguir: “¿Qué nos distingue a unos de otros? He visto a hijos de familias nobles comportarse como cobardes y dejar atrás a sus compañeros cuando silbaban las flechas, y a algunos esclavos arriesgarse a morir para arrastrar a su amo herido. He visto que la sangre de todos nosotros es del mismo color, roja, y que las únicas diferencias entre nosotros se encuentran en nuestro comportamiento, no en nuestro rango”.
Antes de presentarse al mundo, Espido mamó la cultura del esfuerzo y la obligación del deber. La de quienes vienen de un sitio donde se echa a andar con lo justo. La de unos padres pertenecientes a la clase trabajadora que se levanta con el sol y se acuesta con el lomo doblado. La de una familia gallega que, con el terruño en el alma y los enseres en cuatro maletas, se convirtió en emigrante en el País Vasco. La de quienes sin rentas procuraron que sus hijas alcanzaran todo lo que el sudor y horas de puntadas tras puntadas les privaron a ellos. La de quienes descubrieron que tenían en casa a una estudiante brillante y promesa operística, y accedieron a que recorriera Europa cantando con la compañía de José Carreras. La de quienes soñando con que la niña se labrara un porvenir, no repararon en que a la pequeña le pudiera pesar mucho la vida y más “la necesidad de la continua superación”. La de quienes, cuidando la toma a tierra, abrazaron a su hija cuando abandonó más de una década de carrera musical y regresó a casa. La de quienes vivieron, con el corazón en un puño, sus trastornos alimenticios y una grave depresión.
La cultura también de quien, agarrada a la tabla de la literatura vertebró su existencia, se dejó mecer por las olas y no sucumbió al naufragio ni al suicidio. La de quien continúa adelante“ porque la herida se hace costra, y la costra, cicatriz”. La de quien, con solo veintitrés años, debutó como narradora con Irlanda y, entre el Atlántico y el Mediterráneo, los libreros franceses le aplaudieron con el Premio Millepages. La de quien, con veinticinco años recién cumplidos, se convirtió en la ganadora más joven del Premio Planeta con Melocotones helados. La de quien no descuida su condición de hija de obreros escribiendo sobre “lo que horada nuestra sociedad”, sobre la enquistada condena de Los mileuristas, sobre el desengaño ante la crisis económica, sobre la condición de la mujer, sobre Los malos del cuento, sobre Cuando comer es un infierno y también De la melancolía, sobre su rotunda posición animalista, sobre su “esperanza en la rectificación” aunque la vea “frustrada porque olvidamos lo importante y solo nos preocupa lo esencial. Nos toman por tontos, apagamos fuegos a corto plazo”. La de quien, rescatando un pasado no tan lejano y buscando referentes literarios femeninos, camina tras los pasos de Jane Austen y ahora nos invita a recorrer “de la a a la z” su “Diccionario de amores y pesares” porque “para contemplar el amor de manera diferente, hay que comenzar por las palabras y sus definiciones”.
La obra de quien fue amiga y lectora de Ana María Matute. De quien después de dos décadas firmando novelas, ensayos, relatos, traducciones y poesía tiene como prueba contundente de su éxito la continuidad de su trabajo: “Si se gana al inicio de una carrera, los sueños están al final”. La de quien pidió a la RAE que cambiara la definición de ‘madre’. La autora de narraciones que presentó Iñaki Gabilondo, amadrinó Rosa Montero y halagó Cela. La de la escritora actual que, a su edad, acumula más galardones literarios y se la disputan las marcas como influencer. La de quien no olvida que siendo “una veinteañera que vivía aún en País Vasco, dentro de una existencia que incluía ya la violencia como algo cotidiano”, sintió “rabia, pena y una impotencia paralizadora” cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco: “Cuando apareció agonizante, me quedó claro lo que contábamos como sociedad y como pueblo; el poder que creíamos tener, la invulnerabilidad de la juventud se hizo pedazos”.
El Diabulus de la música fracturó su orden y apareció el caos
Antes de que llegara un tiempo en el que la felicidad la frecuentaba poco, Espido Freire era una niña enfermiza, temprana y ávida lectora, que fantaseaba relatos y pedía a sus padres que parasen el coche “para coger racimos de milicroques”, aquellas florecillas púrpuras erguidas a orillas de la carretera que les conducía al pueblo gallego de sus abuelos. En aquel fin del mundo pasaba sus vacaciones estivales, junto a su hermana mayor, la que le hizo con cinco años su primer carné de biblioteca: devoraba cuentos, inventaba relatos y jugaba con Nancys que su madre, costurera, vestía con réplicas de la ropa que también confeccionaba para sus hijas.
En ese tiempo de color y veranos eternos que anticipaban las camelias del jardín, la autora de Soria Moria soñaba con “ser de mayor astronauta: lo deseaba con toda mi alma, las niñas se reían de mí, pero yo estudiaba los efectos de la ley de la gravedad, sabía de memoria las distancias entre planetas, y dibujaba extraterrestres”. Después, quiso ser “poeta y, más tarde, escritora”. Sin embargo, revelarse como genio musical supuso un largo desvío hasta poder retomar el camino de sueños: “Comencé a cantar porque mis profesores me dijeron que tenía cualidades extraordinarias y a mi familia y a mí nos pareció una buena oportunidad. Superé muy pronto las pruebas de acceso a canto. Me parecía importante aprovechar esa experiencia, obtener una titulación y demostrarme que podía con todo”.
Entre los once y los diecinueve años el Diabulus de la música fracturó su orden y apareció el caos. Viajó por el mundo con la compañía del tenor José Carreras, aprendió idiomas y se enamoró de Noruega. Aunque se refugió en Shakespeare y en los libros de las hermanas Brönte, que ahora relee, la ansiedad, camuflada por un trastorno de alimentación, y su desinterés creciente por la profesionalización de la música, la rompieron: “Fue una etapa oscura y contradictoria, en la que las posibilidades, los viajes, la visibilidad, la dedicación artística y la independencia se mezclaban con un constante maltrato por parte de personas del entorno y una absoluta falta de vocación. Por suerte combinaba mis estudios en el instituto y el Conservatorio sin demasiados problemas. Los profesores lo toleraban, aunque no sentí un gran apoyo por su parte. Eran otros tiempos”. Comenzaban los años ochenta y la sobreprotección hacia los niños era menor: “Yo viajaba sola, y me parecía una muestra de debilidad el quejarse o incluso reaccionar. Por otro lado, existía menos información o conciencia sobre los riesgos que a largo plazo podía suponer soportar una tensión psicológica como la que sobrellevaba. De haberlo sabido, tanto mi actitud como la del entorno hubiera sido diferente”.
Después de ocho años ahogando el llanto y solo subiendo el tono en los teatros de media Europa dio carpetazo a las partituras: “Finalmente lo dejé porque, expectativas y sacrificios aparte, había llegado a un punto en el que preferí ir a la universidad. No deseaba ser cantante, ni era una carrera que me atrajera en absoluto”. Han pasado más de dos décadas y no ha vuelto a cantar. Se deleita escuchando a The Cure y pincha, una y otra vez, el octavo álbum de la banda británica: Disintegration. Se publicó en 1989, cuando ella tenía quince años y disfrutaba poco de la cándida adolescencia: “Es una época en la que todos quieren ser iguales. Y yo era radicalmente diferente. Siempre de gira, siempre en otra parte”.
Subir al podio como finalista y bajar como ganadora
El aroma del café le recuerda a su sitio, “cualquiera en el que esté”, pero próximo al corazón de sus padres: “Un ejemplo vital de responsabilidad y superación personal”. Con diecinueve años regresó a la casa familiar de la alavesa tierra de Llodio. “Después de tanto tiempo sin pensar, solo haciendo”, volvió a alimentarse de afecto y de literatura. Hizo frente a su ansiedad y se liberó de “un montón de fantasmas que arrastraba de lejos” en las páginas de Irlanda, que había escrito con dieciséis años, en cuentos que creaba “casi sin pausa” y en Donde siempre es octubre, su segunda novela. Comenzó sus estudios en Deusto para estudiar leyes, pero acabó cursando Filología inglesa. Convencida de que “frente a las circunstancias externas hay que imponer una voluntad acorazada”, demostró su apuesta de ser escritora “trabajando como una mona, horas y horas”. A través de un profesor de la universidad de los jesuitas, que pidió a los alumnos sus escritos y los puso en las manos de una agente literaria, los Melocotones helados de Espido entraron en el camino del Planeta. “Agnóstica, pero con una fe inmensa en el ser humano, la razón y el aprendizaje”, nunca creyó que una veinteañera, desconocida, cuentista, “voluntaria” de la literatura en talleres estudiantiles se pudiera hacer con el Premio. Sin embargo, con “una determinación y una ingenuidad a toda prueba”, le parecía “factible” dedicarse en exclusiva a escribir.
La noche del 15 de octubre de 1999 volvió a llegar antes que nadie a los lugares que se proponía. En la deliberación final de la 48ª edición de Premio Planeta, su novela quedó en segundo puesto, mientras que El egoísta de Nativel Preciado se hacía con el galardón: “Un segundo lugar era perfecto. Me otorgaba visibilidad, un buen premio y poca responsabilidad. Sin embargo, mientras avanzaba hacia la tribuna, donde el anciano señor Lara, fundador de Planeta, su hijo, y Mariano Rajoy, ministro de Cultura, me esperaban, el jurado rectificó. Se había leído mal el acta y Melocotones helados era la novela ganadora”.
Aquella noche no comenzó su carrera literaria, “ni mi aguda conciencia del peligro de convertirme en un personaje, algo que tenía presente ya entonces. En realidad, no cambiaron demasiadas cosas: continué trabajando y escribiendo como antes, a una velocidad y a una dimensión aceleradas. Pero las que cambiaron, cambiaron para siempre. La ingenuidad. El anonimato. La pretensión de crecer sin prisas”. A una primera edición de 210.000 ejemplares, le siguieron otras dieciséis reediciones, una docena de traducciones y varios premios más: “El Planeta me ofreció una fantástica oportunidad que tomé ávidamente. Me dio otra vida, insospechada, pero no por eso menos real, ni menos auténtica”.
Pasados veintidós años desde que subió al podio como finalista y lo bajó como ganadora, con una prolífica y aplaudida carrera literaria, la crítica la considera una de las voces más interesantes y activas de la narrativa española: “Una mente como la mía en estado ocioso resultaría muy nociva para mí misma”. Después de ser fiel a su espíritu nómada y haber vivido en varios países, insiste en que lo mejor y lo peor del nuestro “es su gente”, aunque “cada vez resulte más complicado hablar en general, analizar una situación, porque hemos divinizado la excepción, y el debate que supone explicar aquello de lo que hablamos oscurece lo que deseamos decir”.
Cuando la pandemia deja paso a la esperanza y Freire vuelve a disfrutar junto a su madre de la película favorita de ambas, Solo ante el peligro, advierte que, como en plena crisis económica, “pisamos hielo frágil que aumentará la temperatura y deshará el hielo. El empobrecimiento progresivo, la fragilidad de las clases medias, el aumento de una conciencia individualista entendida no como una reivindicación de la mirada propia, sino como la imposición de un deber, los cambios constantes de los sistemas educativos y las expectativas generadas por un modelo generalizado y falso de éxito no ayudan”.
Con un ejemplar en mano de su última criatura, Diccionario de amores y pesares, Espido Freire, la niña prodigio no malgastada, la joven que renunció a cantar “porque no quería ser el personaje, sino la autora”, la escritora de éxito que apela a la esperanza porque “hay una búsqueda constante de amor”, despide su Playlist. Antes, advierte de que “la baja resistencia a la frustración como sociedad nos hace más vulnerables y manipulables” y citando a Teresa de Jesús y a Truman Capote, añade: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que no han sido escuchadas”.
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