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Ian Gibson: “Ya es hora de que los españoles puedan decidir entre monarquía o república”

María Granizo

19 de febrero de 2021 22:47 h

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Estos días azules y este sol de la infancia. Cobijado en uno de los bolsillos de su abrigo, ese fue el último verso que regaló a la belleza Antonio Machado.

Como el poeta en tiempo de guerra, Ian Gibson también quiso ser un hombre ligero de equipaje. Pero ni sus días fueron celestes ni vio mucho el sol en su niñez. En la memoria de sus primeros años, solo hay un luminoso color añil en el barquito que su familia tenía atracado en un puerto dublinés. Aquella pequeña embarcación le alimentó el sueño de viajar para alejarse de largos y sucesivos domingos castigados a la vida: miembro de una puritana familia protestante le estaba vetado jugar, navegar, leer prensa o hacer cualquier cosa, en festivo, que implicara algún tipo de deleite.

Las enseñanzas de algunos de sus extraordinarios maestros fueron las que le permitieron agarrarse a algo sólido. También a alejarse de la continua competitividad con su hermano mayor y consigo mismo, y burlar un destino previsto en la empresa de su padre. Así cambió el rumbo de su vida. La magia del Romancero gitano, que tentó a sus ojos en una librería de Dublín, y un curso de verano para aprender castellano le trajeron desde Irlanda a la piel de toro franquista en la que se izaba, con prepotencia y sin ningún ánimo de concordia, la bandera roja y gualda con el águila de San Juan. Era 1957. Tenía apenas dieciocho años y comenzaban sus Aventuras Ibéricas en la tierra en la que decidió envejecer, estudiar para enorgullecerla y ampliar su patria: “Aquí me sentí a gusto enseguida, me sentí en casa. Españoles e irlandeses estamos unidos por nuestro sustrato celta. Irlanda es España sin sol. Me siento absolutamente de aquí y de allí”.

En la Península, descubrió el sabor de los boquerones en vinagre y de la tortilla de patata que ahora él mismo cocina, se enamoró de la Meseta, de Toledo, de la casa segoviana de Machado, de las montañas y vio por primera vez “buitres y el paraíso de Doñana”. Pero también entendió el alcance de la palabra dictadura: el miedo, el silencio como respuesta a las dudas que formulaba como “hispanista preguntón”, el escalofrío que le produjo ver la simbología fascista que inundaba el cementerio de Pozuelo, y la actuación de “unos gigantes” grises que pegaban a la gente. Sin embargo, su idilio literario con Lorca, con el más joven representante de la generación del 98 y con el Quijote, fue tan fuerte que se estableció en nuestro país, suyo también, y aquí lleva más de cuarenta y dos años sembrando afecto y cultura.

Español mucho antes de adquirir la nacionalidad, se convirtió en uno de los mejores hispanistas. También en el embajador con más afecto por su madrileño barrio de Lavapiés, al que llegó con una mano delante y otra detrás, y por la Península Ibérica de cuyos rincones ha presumido en la BBC: “Un país que podría ser una maravilla es una locura”. Convencido de que “un libro te puede cambiar la vida” es autor de laureados estudios biográficos sobre el poeta y dramaturgo de Fuente Vaqueros, sobre Machado, Buñuel y Salvador Dalí.

Sonriente y acogedor como un niño, el miembro de la Real Academia Irlandesa presume de nietos y de amigos, y solo frunce el ceño “asqueado por los tics de la derecha sobre el desarrollo de la Memoria Histórica” para insistir en que es “una cuestión de justicia, de decencia y de ética. A estas alturas nadie busca venganza, buscamos paz. Si yo tuviera un abuelo en una cuneta lo buscaría para darle digno entierro. Hasta que esto no se haga no habrá una reconciliación adecuada”. Augurando, con pesar, el aumento de la presencia de Vox en el parlamento, “con su odio atroz”, y opinando que el PP “se tiene que centrar y ser como la versión española del partido conservador británico, capaz de razonar y escuchar”, Gibson apela a la sabia invitación que nos dejó el de Campos de Castilla: “Para dialogar, preguntad primero. Después, escuchad”.

Un pequeño “intruso” al que le salvó la literatura y el francés

Nació tres años después del asesinato del poeta que fue “la revelación” de su vida y aún no había cumplido veinte cuando se encontró con sus huellas en Granada. Dos décadas de esencia irlandesa que regresan al presente cada vez que disfruta de la última película que dirigió John Huston con la misma edad que hoy tiene él, pero desde una silla de ruedas y con una máscara de oxígeno: Dublineses. El enfisema pulmonar que padecía el director no pudo con su maestría cinematográfica: “Esa película es el cuento de James Joyce que se llama Los muertos. Cada vez que la veo me pongo a temblar porque reconozco mis orígenes”. En un tiempo convulso en el que la Alemania nazi se preparaba para la invasión de Polonia y en España caía Valencia, el último bastión del gobierno republicano, abría sus ojos al mundo el segundo hijo varón de los Gibson, una acomodada familia irlandesa protestante.

Hoy, con el ánimo afectado por la pandemia, al hispanista le afloran angustias infantiles que resucitan su sentimiento de “intruso, de formar parte de una minoría en medio de un Dublín católico”. A la sombra de un hermano mayor, Ian, desde muy niño, quiso ser el número uno. Su padre ya había planificado su futuro en un rentable negocio familiar de papel. Para superar un ambiente constreñido, en el que se imponía el silencio y la oración, las certezas no se razonaban y donde la palabra sexo no existía, buscó mirar más allá de la valla que estaba detrás de su casa: “Allí crecía la hierba que se segaba al llegar el verano y cuyo aroma de heno recién cortado se convirtió en símbolo de mi infancia”. Con la vista en el horizonte y subido a un pequeño barco del que disfrutaban al llegar el verano, “soñaba con navegar, con salir de la isla y liberarme”. Leer a Dickens y a algún autor proscrito alimentaron su esperanza de descubrir otros mundos. Su sorprendente habilidad con el francés le ayudó a conseguirlo.

Siguiendo el ejemplo de James Joyce

Asomándose al abismo entre ilusión y realidad, entre deseo y cumplimiento que Flaubert expone en Madame Bovary, su libro de cabecera, el español con sangre irlandesa reconoce que la relación con su familia ya era difícil estrenada la adolescencia. Sus destacadas calificaciones en lengua francesa le garantizaron la entrada en el prestigioso Trinity College. Después del primer curso tenía que elegir un segundo idioma romance y demostrar sus conocimientos pasado un año. Ese fue el pasaporte para seguir el ejemplo de su héroe, James Joyce, “y lograr salir de la isla”. En el verano de 1957, con apenas dieciocho años, hambriento de libertad y de nuevas miradas dejó Dublín atrás. Mecido por el Atlántico llegó al madrileño barrio de Argüelles poblado de vaquerías, bodegas y alguna alpargatería cuyas fachadas aún hablaban de impactos de la aviación y de la artillería. Entre la calle Altamirano y una villa del municipio de Pozuelo, el hispanista “implicado en la lucha por los derechos de las víctimas del franquismo”, pasó tres meses sin apenas saber entonces nada de la dictadura: “Noté que había mucho miedo, que cuando preguntaba no respondían o decían aquello de `las paredes oyen ́ y empecé a darme cuenta de que algo horroroso había pasado. Cuando volví a Irlanda seguí informándome y fui consciente del holocausto. Aquel curso de verano en Madrid cambió el rumbo de mi vida”.

Embriagado por el Viento del Sur y por la accesibilidad de su gente, regresó a la desembocadura del Liffey, acabó sus estudios y durante trece años fue profesor de Literatura española en las universidades de Belfast y Londres hasta 1975 en que abandonó la vida académica. Como el protagonista de su serie favorita, la mítica Doctor Who, se sintió como un extraterrestre en las aulas “porque detesto el sistema de exámenes, de poner notas, suspender, aprobar, enjuiciar a los alumnos, asignarles calificaciones sobre el talento. Creo que la literatura no tiene nada que ver con eso, tiene que ver con el ser humano, no se puede medir ni cuantificar”.

La hora de la III República

En su afán por conquistar la libertad y hacer de la cultura su bandera, el hombre que pasados los años sigue lamentando en sus redes sociales el cierre de algún periódico progresista, y que se emociona escuchando una y otra vez Enlorquecido, el disco de su amigo Miguel Poveda, aún sueña con la casa grande y luminosa en la que nacieron sus dos hijos: “La vendimos cuando nos trasladamos a Francia para asegurarnos sobrevivir dos años con unos mínimos ingresos. Mi mujer es inglesa, pero como yo, quería escapar de Gran Bretaña. Ahora mis hijos me lo agradecen, pero fue un riesgo total. Yo tenía todo asegurado, la cátedra, la jubilación, la cobertura médica, todo, hasta la muerte. La aventura podía haber sido un desastre, pero cuatro años antes ya había publicado La represión nacionalista de Granada en 1936, el libro sobre el asesinato de Lorca que tuvo mucho éxito y se tradujo a no sé cuántos idiomas. El libro me dio esa confianza para arriesgar. Hoy se sigue reimprimiendo y gracias a él he conocido y sigo conociendo amigos alrededor del mundo porque Lorca es grande, grande, es mundial, la gente le ama”.

A los dos meses de instalarse en el país galo, Franco murió y aunque esperaron un tiempo para que sus hijos aprendieran francés, en el verano de 1978 los Gibson se instalaron definitivamente en nuestro país. Desde entonces, inmerso en el proceso de recuperación de la memoria, biografía “a personas clave en una cultura”. El irlandés de Dublín y español de Lavapiés ha seguido minuciosamente el camino y la obra del poeta sevillano, pero también de amigos de la Generación del 27. A ellos ha dedicado esfuerzos intelectuales, físicos y económicos: “Mi libro sobre Dalí costó una fortuna. Fueron seis años de trabajo con varios viajes a Francia y a EE.UU. Para hacer libros así es preciso salvar numerosos obstáculos para poder investigar y documentarse”.

La fuerza de su tenacidad, pero también de su valentía y esperanza, hace que lleve media vida buscando los restos de Lorca: “Justicia para la reconciliación”. Acercándose a los ochenta y dos años, confinado en su casa madrileña, Ian Gibson nunca ha sabido lo que es perder el tiempo. Ahora mucho menos: “Me gustaría vivir al menos cuatro años más para acabar algunos proyectos y mi libro de memorias”. También le gustaría ver, “al menos intuir”, la llegada de la III República: “Esta monarquía está funcionando bien, pero lo del rey emérito es escandaloso, y muy difícil para su hijo. Además, es una monarquía puesta en pie por el franquismo. Yo preferiría que tuviésemos una república y que los españoles tuviesen que elegir a su jefe de estado. Incluso me parece muy cruel para las dos infantas tener esta vida organizada para ser reina de España. Este país ya tiene madurez para decidir en referéndum si quiere república o monarquía. Franco murió en el año setenta y cinco y estamos en el dos mil veintiuno: creo que ya es hora de que los españoles decidan porque no les han dado esta oportunidad”.

El sueño “realizable” de este “hispanista irredento” es caminar Hacia la República Federal Ibérica, como titula a su último libro: “Portugal estuvo con España sesenta años, bajo Felipe II hasta Felipe IV. Un poco a regañadientes, pero hubo una unión. Ahora podría haber un gran entendimiento entre ambos países y se resolverían los problemas de separatismo con una nueva remodelación del estado. Con un senado que fuera cámara territorial podría haber una organización mucho mejor de las autonomías. Tenemos un estado ya casi federal, pero no podemos seguir siendo siempre casi federales, queremos una federación. Creo que sería fabuloso. Necesitamos a los portugueses porque dialogan más, son más tranquilos. Sería un elemento muy positivo dentro del conjunto que sería la República Federal Ibérica”.

Plasmando en tinta sus vivencias y también sus esperanzas sobre el país que eligió y venera como propio, Ian Keith Gibson, el niño irlandés que soñando con libertad voló y superó las fronteras artificiales, despide su playlist. Con un acento que suaviza nuestras consonantes y la capacidad intacta para ilusionarse e ilusionar, mira al cielo. Amante de la ornitología, sonríe observando una pareja de gorriones y una resplandeciente urraca. A su ojos claros y honestos no se les pasa inadvertido ningún tesoro. Ni siquiera los alados.

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