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Sara Baras: “Tener libertad para expresarte como quieres no tiene precio”

María Granizo

22 de mayo de 2021 06:00 h

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Rafa Nadal, Pau Gasol, Edurne Pasaban, José Andrés, Fernando Alonso, Ferrán Adrià, Joan Roca… Ella también es marca España. Como ellos, nunca ha sido una más. Tampoco lo es su nombre, Sara Baras, un palíndromo que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Nació en Cádiz, en la luminosa tierra de los lunes al sol, y se crio en San Fernando, Isla de León, donde el Atlántico se asoma para suavizar el clima y los estragos del paro. Donde más que aire, se respira buen humor. Donde la antigua Casa de Comedias acunó las primeras líneas de La Pepa antes de que se hiciera grande y se promulgara en la Tacita de plata. Allí donde se pueden dar bocados a las olas comiendo ortiguillas, donde la caballa con piriñaca y las tortillitas de camarones recuerdan a los canaíllas que son hijos de la Costa de la Luz. Ese lugar mágico en el que si algo sobra es arte. Lista desde pequeña como los linces de Doñana, Sarita no desaprovechó ni una migaja, todo lo supo recoger: “No conozco mi vida sin baile”.

Mecida por el Levante y contagiada por la gitanería gaditana, el flamenco le llegó directo al corazón. Era solo una cría. Con apenas siete años ya hacía dibujos con su cuerpo menudo y música con sus zapatos. Desde entonces ha cabalgado con sus tacones por los mejores escenarios del mundo, incluso cuando a su padre le hizo un guiño la muerte: “Estuvo a punto de morir y coincidió con el estreno de Carmen en el Liceo de Barcelona. Era la primera vez que una compañía de flamenco abría la temporada de danza en ese Teatro. Ese fue un momento para mí durísimo, pero gracias a Dios salió todo bien”.

Con veinticinco años, la gaditana ya había bailado por medio mundo y con los más grandes. Entonces, clavó tacón simbolizando el peso de la vida y creó su propia compañía. Había llegado para quedarse e iluminar el mundo con su arte. Bebiendo de la tradición, de Carmen Amaya, de Camarón y de su gran maestro y amigo Paco de Lucía, pero buscando el riesgo, desafió a los puristas flamencos: aparcó el traje de cola y se puso pantalones para interpretar la farruca, hasta entonces baile masculino por antonomasia. “O arriesgas o no creces”. La preparación se encontró con la oportunidad y el reto le salió mejor que bien.

Después de veintidós años dirigiendo sus espectáculos, sigue poniendo en pie a un público entregado a su talento desde el Teatro Real de Madrid al City Center de Nueva York. En Asia y en Latinoamérica se rinden a su embrujo y en el parisino Teatro de los Campos Elíseos, ovacionada, es la artista que más veces ha actuado en el último siglo. La más mediática de las bailaoras también ha sido burbuja Freixenet, la única a la que Correos ha dedicado un sello, la que bailó con Paco de Lucía en la madrileña Plaza de Cibeles cuando pasó la antorcha olímpica de los Juegos de Atenas camino a Barcelona, la que tiene una escultura en el Museo de Cera de Madrid. También la que, sin ser esclava de la moda ni de fetichismos, aceptó ser la primera española en tener una Barbie a su imagen y semejanza para que los beneficios recaudados, con las réplicas de la muñeca, se destinaran a Aldeas Infantiles SOS. Y la que arrebujándose el vestido hasta las rodillas y dando alas a sus piernas dejó boquiabierto al mismísimo Rostropóvich. La bailaora no olvida el Festival de Evian que él dirigía y al que la invitó, en sus inicios, como telonera de su concierto: “Había órdenes estrictas de no hacer ruido durante los ensayos del genio”. Mientras la gaditana preparaba un martinete, oyó al genial violonchelista ruso tocar las puertas de los camerinos preguntando por ella. Pensó que la buscaba para quejarse por el sonido de su zapateo: “Casi me da algo cuando le vi llegar. Sin embargo, me insistió en que repitiera el taconeo y dijo: ‘Es increíble que a estas alturas de mi vida hoy haya descubierto un nuevo instrumento musical’”.

Creando coreografías, bailando y haciendo música con los pies, repasando los palos del flamenco acompañada del saxofonista de los Rolling Stones, Tim Ries, o del violín mágico de Ara Malikian, Sara también asoma su cabeza al mundo y le “dan vergüenza las injusticias”. Por eso, se ha metido en la piel “de mujeres heroicas” como Carmen de Bizet, Juana la Loca o Mariana Pineda. Ellas le han devuelto el reconocimiento en forma de Premio Nacional de Danza y le han dejado “huellas en el alma”, aunque reconoce que no se considera “tan valiente como para renunciar a mi vida por unos ideales. Yo no sería capaz de despedirme de mi hijo como Mariana Pineda”.  

Haciendo frente a la pandemia con cultura, dobla mantones y prepara maletas para estrenar Momentos, su nuevo espectáculo, en el Festival de Pedralbes el uno de junio, pero nunca se despide de su casa, del olor del mar y de la brisa de Cádiz porque “siento, como me dijo una vez Chavela Vargas, que uno vuelve siempre a aquellos lugares donde amó la vida”.

Entre la disciplina militar y la creatividad artística

Mecida por los vientos de poniente y levante, por la disciplina militar de su padre, coronel de infantería de Marina, y la chispa gaditana de su madre, profesora de baile, Sara creció en San Fernando tan alegre como la luz de la tierra que la vio nacer hace cincuenta años. No era gitana, pero el embrujo flamenco se prendó de su desparpajo, de sus ojos verdes y de su expresividad. Tercera de cuatro hermanos, comenzó a asistir a la escuela de su madre, con su otra hermana, siendo muy cría. No tardó en apuntar maneras: “Empecé a bailar con seis años y todavía me veo saliendo del Colegio Juan Díaz de Solís, donde me subí al escenario por primera vez, e ir corriendo para llegar a la clase de danza y ver a mis compañeros. Mi madre organizaba visitas a los Hogares del Pensionista de muchos pueblos de Cádiz, e íbamos con la ilusión de tener público”.  

Cualquier escenario siempre ha sido su sitio. Con solo diez años ya amenizaba las cenas de gala que daban los superiores de su padre: “Como hija de militar, viví siempre al lado de los cuarteles, en contraste total con la familia de mi madre más volcada en el arte”. También comenzó a recorrer festivales como miembro del grupo Los Niños de la Tertulia Flamenca y no olvida que con su primer sueldo le compró “una bicicleta blanca” a su hermana: “Desde niña ya soñaba que bailaría, pero no me imaginé nunca que llegaría tan lejos”. Influenciada por la pasión artística de su abuelo materno que era pianista clásico, recuerda las lecciones que les daba a sus alumnos, entre ellos a Felipe Campuzano, diciéndoles que “el piano nunca se aporrea, se acaricia”. Empapándose del arte que la vida le ponía en su camino, aquella niña despierta, que jugaba siempre a bailar, tomó nota: “Antes de hacer ruido, hay que intentar hacer música”. Comenzó a acariciar la madera con los zapatos “como el abuelo decía que había que hacer con las teclas”. Aprendió a hacer que sus taconeos fueran mucho más que una percusión, a crear melodía.

Con el pellizco y el compás del flamenco se desató el duende, y con diecisiete años “es cuando ya me lo planteo más en serio”. Después de foguearse en la compañía de Manuel Morao, ganó el concurso Gente joven, un buque insignia de TVE que llegó a superar los datos de audiencia de Un, dos, tres y de Informe semanal. Aquel escaparate de jóvenes talentos hizo que la actuación de la bailaora fuera seguida por ocho millones de espectadores y su popularidad comenzó a subir como la espuma. Tenía dieciocho años: “Mi padre quería que estudiara una carrera y que luego bailara. Mi madre fue la más lanzada y estudié hasta COU, decidiendo no hacer ninguna carrera y me dediqué al baile. Desde el principio las cosas me fueron saliendo bien y eso hizo que mi padre se uniera también”. Hoy, Cayetano Pereyra, “lleno de orgullo”, tiene guardado, desde la primera vez que salió su hija en un periódico, “todo lo que se ha publicado”. Su madre, su primera y gran maestra, le continúa diciendo que hay que conducirse poco a poco porque “las cosas que se hacen a toda prisa no tienen vida”.

Bailando con los más grandes y pisoteando el síndrome de Rett

Con el arte en la sangre y el baile en el corazón, de la intimidad de su tierra ligada por el mar, Sarita, la hija de Concha Baras, llegó a Madrid con poco que desaprender: “Empecé tan joven que hasta los vicios que traía eran buenos. Al llegar a la capital me pusieron en la barra de danza clásica para colocarme el cuerpo y adquirir un lenguaje más amplio. Pensaba que eso quitaría pureza al flamenco, pero todo lo que uno aprende suma. La danza clásica, de hecho, aporta al flamenco”.

Entonces y ahora, antes de pisar el escenario, se desabrocha la hebilla del zapato “y vuelvo a ajustarla de nuevo porque supongo que eso me da seguridad”. No tiene más tics ni supersticiones porque “el baile requiere de estudio, aprendizaje de los maestros y, ante todo, ensayo incansable para acabar dominando la técnica hasta poder olvidarla y expresar lo que el corazón te pide”. La guitarra de su amigo y mentor Paco de Lucía, cuyos discos no se cansa de escuchar, le recuerda “su dulzura, su gran sentido del humor y su genialidad”, pero también uno de los consejos del maestro que siempre ha sido su guía: “Con talento se nace, pero sin trabajar no hay nada”. Exigiéndose el máximo a sí misma y a los que la rodean, “no soporto a la gente que quiere ahorrarse dos gotas de sudor”, con veinte años ya derrochaba poderío por las tarimas de los teatros españoles. También en las de París, en el Town Hall de Nueva York y en el Teatro Verdi de Génova. Sin desaprovechar los aplausos y las lecciones de Enrique Morente, Camarón, Paco Peña, Antonio Gades y del menor de la dinastía de los Lucía, y con su experiencia en las compañías de Paco Cepero, de Rancapino y de Antonio Canales, en 1998, “siendo una chavalilla de veinticinco años”, dio un paso al frente: cerrando el Festival Nacional de Cante de las Minas presentó su nueva compañía. Demostrando que “si la vida evoluciona, el flamenco también”, como Carmen Amaya, “la Capitana”, cuyo relato de vida no se cansa de releer a través de Terenci Moix, debutó hace veintidós años en el Auditorio de Murcia rodeada de bailarinas: “Antes las mujeres solo usábamos los brazos y las caderas, y los hombres los pies; ahora usamos todo el cuerpo”.

Desde entonces, ha derrochado arte en más de cuatro mil representaciones con quince espectáculos que han puesto en pie a los teatros más importantes del mundo. Acumula honores como una de las más grandes bailaoras y coreógrafas de la historia: Medalla de Oro de la fundación John F. Kennedy, Medalla al Mérito en las Bellas Artes, Hija predilecta de Cádiz, Premio Nacional de Danza, cinco Premios Max de las Artes Escénicas, ... Pero el aplauso que más le reconforta lo recibe de su compromiso social, casi tan grande como su dimensión artística: “Ayudar no es una obligación, es un privilegio”. Convencida de que desde que es madre “bailo mejor”, la maternidad le ha enseñado que nada le compensa “si no puedo estar con mi hijo”. También a ver a su pequeño en los ojos de cualquier niño. Por eso, se estremece y recomienda la cinta de Jonathan Jakubowicz, Resistencia, basada en la historia real de Marcel Marceau: el mimo francés que, cambiando su apellido para ocultar sus orígenes judíos, se alistó a la Resistencia francesa en Limoges y salvó a más de trescientos menores de los campos de concentración antes de unirse a las fuerzas de la Francia Libre de Charles de Gaulle. Sin poder imaginar cómo sería una vida sin bailar, “tener libertad para expresarte como quieres no tiene precio”, y evitando guerras, alza la voz para decir que “lo mejor de nuestro país es el flamenco” y que, para combatir el ruido y la crispación, “en esta época tan dura, tan difícil, habría que poner un palo de flamenco alegre, algo con ritmo, con energía bonita. Así es que me voy a mi tierra otra vez, lo siento, me tengo que ir a Cádiz, yo pondría ‘alegrías’ de Cádiz”. Imprescindible, para disfrutarlas, defender “los tres pilares del estado del bienestar que es a lo que doy más valor: la sanidad, la cultura y la educación”.

Colaborando con la Fundación Vicente Ferrer, con la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC), llenando el Teatro Calderón para recaudar fondos para la formación de niños con síndrome de Down, se enorgullece también de ser madrina de las Princesas Rett, la asociación de familias con niñas afectadas por una patología neurológica que provoca retraso mental y pérdida de capacidades motoras: “Espero que la investigación de la enfermedad del síndrome de Rett encuentre cura. Eso sería un sueño que yo creo que será una realidad, pero sobre todo un deseo de que sea ya”.

Metiendo en su equipaje la camiseta, que reivindica la atención hacia esta enfermedad, con la que ensaya y en la que se enfunda antes de recibir el aplauso final del público, Sara Pereyra Baras, la bailaora que se viste por la cabeza, pero también por los pies, despide su Playlist. Con el don de quien sabe dejar en el escenario la grandeza y bajarse con humildad, de quien se enfrentó a una quimera y, removiendo con respeto los cimientos del flamenco, conquistó a propios y a ajenos, no olvida a Camarón cuando siendo muy niña le decía: “No dejes de aprender, pero recuerda siempre de dónde vienes”.

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