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Un aplauso

Nuria del Saz

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No sé si recuerdan a Romeo, un niño ciego de cuatro años que pedía, con la naturalidad propia de su edad, que los productos tuvieran etiquetado en braille, porque si no no los podía leer. Simple, natural, directo, lógico. Romeo no sabía, ni le hacía falta saber, lo obtuso que somos los adultos; la complejidad de reorganizar la forma de hacer las cosas para que sean mejores y útiles; las innumerables iniciativas que se han hecho para conseguir que este mundo sea, de verdad, un lugar para todos. Hoy decimos “inclusivo”, porque, a veces, es necesario poner apellidos a palabras inclusivas de por sí. El mundo es el mundo, el lugar de todos.

Romeo lanzó su mensaje en una de tantas botellas que los ciudadanos arrojamos a ese mar virtual que son las redes sociales y su lógica aplastante, su inocencia infantil, se expandió en ondas concéntricas de empatía y comprensión por todo ese mundo del que todos y cada uno de nosotros somos responsables. Las ondas virales llegaron hasta el Ministerio de Consumo y el propio ministro dio su palabra impresa de que así sería, que se puede y que, de hecho, trabajaban desarrollando el reglamento sobre etiquetado inclusivo que debería dar frutos en unos meses. El BOE publicó la ley 4/2022, de 25 de febrero que obliga al etiquetado en braille de los bienes de consumo. Desde la entrada en vigor de la norma había un plazo de un año para desarrollarla. Pero el año ha pasado con creces y sigo sin encontrar productos etiquetados en braille en los supermercados de forma general.

Entre tanto, nuestro aplauso a tantas empresas que sí tienen en cuenta que todos formamos parte de este mundo. Hay marcas que llevan años incorporando el etiquetado en braille a sus productos. Pregunté a mis seguidores ciegos de Twitter y estas son algunas de ellas: arroz Brillante, el gel Sanex, Vinos de Emilio Moro, productos de alimentación Auchan, lasaña congelada de Hacendado, latas de atún de Carrefour, pack de seis cervezas Alhambra 1925, Aquarel, Solán de Cabras, perfume Kenzo World. Ninguna ley les obligaba, pero entienden que al otro lado de sus marcas estamos todos. También las personas ciegas.

No sé si recuerdan a Romeo, un niño ciego de cuatro años que pedía, con la naturalidad propia de su edad, que los productos tuvieran etiquetado en braille, porque si no no los podía leer. Simple, natural, directo, lógico. Romeo no sabía, ni le hacía falta saber, lo obtuso que somos los adultos; la complejidad de reorganizar la forma de hacer las cosas para que sean mejores y útiles; las innumerables iniciativas que se han hecho para conseguir que este mundo sea, de verdad, un lugar para todos. Hoy decimos “inclusivo”, porque, a veces, es necesario poner apellidos a palabras inclusivas de por sí. El mundo es el mundo, el lugar de todos.

Romeo lanzó su mensaje en una de tantas botellas que los ciudadanos arrojamos a ese mar virtual que son las redes sociales y su lógica aplastante, su inocencia infantil, se expandió en ondas concéntricas de empatía y comprensión por todo ese mundo del que todos y cada uno de nosotros somos responsables. Las ondas virales llegaron hasta el Ministerio de Consumo y el propio ministro dio su palabra impresa de que así sería, que se puede y que, de hecho, trabajaban desarrollando el reglamento sobre etiquetado inclusivo que debería dar frutos en unos meses. El BOE publicó la ley 4/2022, de 25 de febrero que obliga al etiquetado en braille de los bienes de consumo. Desde la entrada en vigor de la norma había un plazo de un año para desarrollarla. Pero el año ha pasado con creces y sigo sin encontrar productos etiquetados en braille en los supermercados de forma general.